Análisis

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 Elizabeth Burgos
 
   

 

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Violencia y Terrorismo - por Alexis Márquez Rodríguez
 miércoles, 15 diciembre 2004

 


         
 

Siempre se ha dicho, y es verdad, que Venezuela, a través de su historia, ha sido bastante refractaria al terrorismo. En efecto, son muy contados los hechos ocurridos en nuestro país que puedan calificarse de terroristas.

 

Pero no puede decirse lo mismo de la violencia. Suele afirmarse que el pueblo venezolano no es violento, ni propenso a la violencia. Quizás sea cierto. Sin embargo, la historia venezolana, a diferencia  de lo que ocurre con el terrorismo, abunda, mucho más de lo que  deseáramos, en actos de violencia, patrocinados por los más diversos sectores, tanto estatales y gubernamentales, como privados, y desde los más pequeños en magnitud, hasta los más grandes. Lo cual, por supuesto, no significa que nuestro pueblo sea violento ni que ame la violencia.

 

    Dejemos a un lado el siglo XIX, sin duda el más violento de nuestra historia política, con su larga sucesión de guerras, incluyendo la de independencia y las llamadas civiles; asonadas militares; golpes de estado; insurrecciones populares; sangrientos sucesos de todo tipo. Pero el siglo XX no se le queda muy atrás. Durante sus primeros treinta y cinco años vivimos bajo dos sangrientas dictaduras, la de Cipriano Castro (1899-1908) y la de Juan Vicente Gómez (1908-1935), y toda dictadura es, de por sí, un acto continuado de violencia. Y si bien es cierto que Gómez liquidó el caudillismo y puso fin a las guerras civiles, fuentes naturales de violencia, también es cierto que para hacerlo tuvo que utilizar la propia violencia como su expediente necesario. Además, el que haya exterminado a los caudillos y acabado con las guerras civiles no significa que bajo su gobierno tiránico no hubiese habido violencia: la hubo, continuamente y en diversos grados. El hecho, de por sí, de que  fuese una tiranía supone el imperio de la violencia, en este caso ejercida por el propio gobierno sobre sus gobernados bajo diversas formas de represión moral y material. La persecución de los opositores, la cárcel en las peores  condiciones imaginables, el trabajo forzado, la tortura sistemática y brutal, el exilio y la muerte fueron otras tantas formas de violencia. Y del lado opuesto hubo la violencia ejercida contra la dictadura, como los sucesos de 1921, 1928 y 1929.

 

Muerto Gómez e instaurada una democracia incipiente y plagada de vicios y deficiencias, la violencia no cesó y se produjo bajo diversas formas. La represión se ejerció más de una vez y se mantuvo, aunque en menor medida, la persecución de los opositores, la acción policial, la cárcel, el exilio, las torturas y la muerte misma.

 

El 18 de octubre de 1945 reaparece la asonada militar, en esta ocasión apoyada por civiles, como medio de cambiar un gobierno, violentando los procedimientos constitucionales. El trienio 1945-1948 estuvo signado por la violencia, especialmente en el campo sindical y en el político, con particular vehemencia durante las campañas electorales, cuando las bandas armadas de Acción Democrática solían acabar con los mítines de la oposición a palos, a cabillazos y a tiros. El mitin inaugural del partido COPEI, en 1946, celebrado en el Nuevo Circo de Caracas, terminó con muertos y heridos causados por los saboteadores adecos. Años antes, estudiantes de la Unión Nacional Estudiantil (UNE), que luego estuvieron entre los fundadores de COPEI, habían agredido  físicamente y de manera brutal a Leoncio Martínez (Leo), por motivos políticos e ideológicos.

 

En 1948 se produce otro golpe militar que derroca el gobierno legítimo de Rómulo Gallegos y abre paso a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y a un nuevo período en que la violencia gubernamental se puso de manifiesto en la persecución, la represión callejera, la prisión, las torturas, el exilio y la muerte de quienes se oponían a los designios del dictador.

 

En 1958 el pueblo de Caracas, bajo el liderazgo de la Junta  Patriótica que agrupaba a los cuatro partidos entonces existentes y en  la clandestinidad, el PCV, AD, COPEI y URD, tuvo que recurrir a la violencia –acciones de calle, mítines relámpago, huelga general– para obligar a las Fuerzas Armadas a derrocar la dictadura, única vía para obtener ese fin.

 

La restauración de la democracia a partir de 1958 tampoco logró la extinción de la violencia. En los años sesenta, especialmente bajo el gobierno de Rómulo Betancourt, hubo mucha violencia, de una parte desatada por la oposición insurreccional al gobierno: guerrillas urbanas y rurales, atentados, secuestros…, y de otra la ejercida por el Gobierno que, a sus naturales y necesarias acciones de defensa agregó los abusos, atropellos y excesos de todo tipo, incluyendo  torturas y muertes, en el ejercicio  de su defensa. En este período se produce, además, un acto de violencia terrorista contra el presidente Betancourt, perpetrado por venezolanos, pero financiado por el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo (Chapita), del cual escapa milagrosamente.

 

En los años que siguen, hasta completar el siglo, la violencia se manifestó numerosas veces, en distintos grados y de diversos tipos. Se sucedieron los golpes e insurrecciones militares, como el barcelonazo (1961), el carupanazo (1962), el porteñazo (1962), el caracazo (1989), el golpe del 4 de febrero de 1992 y el del 27 de noviembre del mismo año. Pero la violencia ha estado presente, además, en muchos otros momentos y en muchas otras circunstancias. Sin contar la violencia permanente y continua que se da en los barrios pobres, en las cárceles, en las universidades, en los liceos, motivados por las más diversas causas, mas teniendo como rasgos comunes la pobreza, el hambre, la carencia de servicios esenciales como la salud y la educación, el desempleo y tantos más motivos que hacen la vida extremadamente difícil y se convierten por ello en generadores de violencia. Y además esa otra terrible realidad que es el hampa común, desbordada  y en aumento constante hasta límites inauditos, y que genera uno de los peores tipos de violencia indiscriminada, puesto que cobra sus víctimas sin distingos de clase social, ideología, religión, sexo ni ocupación en el ámbito oficial o en el privado.    

II

 

El camino que nos ha traído a la actual situación política y social ha sido, pues, un largo proceso marcado por la violencia. Y la llegada de Hugo  Chávez al poder se ha producido dentro de ese proceso en que han abundado los hechos violentos. Algunos de ellos, además, protagonizados por el propio Chávez y sus más inmediatos  seguidores. Pocos acontecimientos, en efecto, superan en violencia y en fuerza destructiva el alzamiento del 4 de febrero de 1992, lo  mismo que el del 27 de noviembre del mismo año, que si bien no tuvo  a Chávez como protagonista, desde el principio se identificó con este, y él mismo lo ha hecho suyo muchas veces.

 

La campaña electoral de 1998, que llevó a Chávez a la presidencia, estuvo signada, entre otras cosas, por la violencia  verbal del propio Chávez, con su enorme capacidad para el insulto, la amenaza directa o indirecta, el atemorizamiento de los contrarios. Fue, en verdad, un hecho inédito en la política venezolana, pues en las  campañas electorales realizadas antes, si bien fueron a veces muy  duras por el lenguaje de los contrincantes, nunca ningún candidato ni  sus partidarios llegaron a los gestos y expresiones empleados sistemáticamente por el Teniente Coronel y los promotores de su candidatura, estos últimos en una franca imitación del jefe que ya asomaba como caudillo, y con el evidente afán de congraciarse con él.

 

Sin embargo, aunque esa violencia verbal causó alarma y desazón en mucha gente, incluso –me consta– en partidarios del propio Chávez, se pensó que serían gajes de la campaña electoral, por creer que ese comportamiento, hasta entonces atípico, le atraería muchos votos, sobre todo en los sectores populares. Y aunque  aparentemente fue así, yo me atrevería a asegurar que no es cierto, y que lo determinante en el triunfo de Chávez no fue la violencia de su discurso, sino otros factores que lograron imponerse incluso por encima de la violencia verbal que no era del gusto de muchos de sus seguidores.

 

En todo caso, muchos que se embarcaron en el chavismo, y aun gente de oposición, supuso, como es natural, que, concluido el período de la campaña  electoral e iniciado el ejercicio del poder, el discurso del ahora presidente se atemperaría, y la violencia verbal daría paso a un lenguaje más sosegado, persuasivo en lugar de agresivo e injurioso, aun sin tener que renunciar al énfasis y la firmeza.  Pero no fue así. Después de unos primeros días que parecían anunciar una rectificación, al menos en cuanto al lenguaje, la capacidad de Chávez para el insulto, la amenaza y el amedrentamiento mediante el lenguaje no sólo reapareció, sino que lo  hizo en una línea continua y de constante elevación del tono y el contenido desafiante y pugnaz.

 

Con todo, eso no fue lo peor. Lo más grave es que el tono  agresivo y violento del discurso de Chávez se dirigían, al parecer  intencionalmente, a una prédica del odio de clases, que nunca habíamos conocido en Venezuela. Porque, como en otras ocasiones  lo he sostenido, lo que Chávez viene predicando desde sus primeros  pasos no es propiamente la lucha de clases, que, después de todo, es  un instrumento histórico-social de la brega del hombre por una sociedad más justa y un estilo de vida más humano, sino el odio de clases, destinado a inculcar en los tradicionalmente oprimidos y explotados que la única manera de acabar con la opresión y la explotación es destruyendo, es decir, matando al opresor y al explotador.  

III

 

Sería una insensatez señalar la violencia verbal del presidente  Chávez y sus serviles imitadores como la causa directa de los recientes actos terroristas (explosión de bombas en embajadas y otros lugares), hasta culminar en el abominable atentado contra el fiscal Danilo Ánderson. Pero es evidente que aquella  violencia verbal, por definición de tipo moral, crea condiciones para que se produzcan también actos de violencia física, de cariz terrorista o no.

 

Mas no es sólo esa violencia verbal desde los más altos círculos del poder, cuya erradicación, después de todo, depende solamente de un acto de voluntad del presidente, pues basta con que él deje de ser agresivo para que sus fieles imitadores se transformen en franciscanos predicantes de la paz y la armonía. Pero queda la otra,  mucho más difícil de erradicar. La violencia que se genera en la pobreza, despiadada y creciente; la de los buhoneros que lo invaden todo; la de los niños de la calle, que Chávez se comprometió a erradicar en un año, y lleva seis de aumento constante; la de las cárceles, que pareciera insoluble; la de los atropellos policiales y de la Guardia Nacional, que a la gente de mi generación nos recuerda cada   vez más los tenebrosos días de la dictadura perezjimenista; la que genera la corrupción, igualmente desenfrenada, que provoca la indignación de la gente, chavistas honestos –que los hay– y opositores; la que se incuba en el fraude electoral, practicado con cinismo y arrogancia apabullante, que genera una sensación de impotencia y hace pensar que no hay cambios posibles por vía pacífica y electoral, sino por medio de la fuerza y la violencia; la que provocan los desmanes de la Asamblea Nacional; del Poder Judicial, incluso a nivel del Tribunal Supremo; de la Fiscalía General, de la abúlica Contraloría y de la grotesca Defensoría del Pueblo; la del hampa común, más desbordada y agresiva que nunca.

 

IV

 

Nada hay más peligroso que pretender acorralar a un pueblo, imponiéndole, con votos o con fraude, políticas de opresión y de sojuzgamiento, aunque se las disfrace de una fementida legalidad.  Viendo cortados los caminos pacíficos, ese pueblo acorralado, por muy pacífico que sea, termina por alzarse y recurre a la violencia  para derribar las cercas que lo acorralan. Ya no estamos en tiempos  de Juan Vicente Gómez, cuando todo lo que se hizo para derribar al dictador fue infructuoso. Más se parecen los tiempos que corren a los de Pérez Jiménez. Casi diez años nos costó librarnos de sus atropellos, sus ultrajes y sus vejaciones . Durante todo ese tiempo los venezolanos permanecimos en silencio, acorralados, malratados, humillados, brutalmente pisoteados por la bota militar, soportando la violencia  dictatorial con estoicismo que muchos, dentro del propio gobierno,  confundían con sumisión y cobardía, cuando en realidad era un ejercicio paciente, pero eficaz, de resistencia clandestina activa. Hasta que la gota rebosó el vaso, y el 23 de Enero de 1958 el pueblo de Caracas, mientras el resto del país permanecía adormecido, se cansó y apeló a la violencia legítima, que obligó a los militares a deponer al  dictador.

 

Ojalá que el poder omnímodo que Chávez ha logrado reunir en  su puño no lo haga perder de vista que la violencia, incluida su tenebrosa modalidad del terrorismo, es secuela muchas veces del acorralamiento a que se pretende someter al pueblo opositor, sea este una mayoría a la que se aherroja mediante el fraude, sea que se trate de un minoría demasiado grande para ignorarla y pretender aplastarla.  

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