Una pasable película de ciencia-ficción sin pretensiones
artísticas, transmitida en la tv por cable con el sencillo
titulo de “Planeta rojo”, me ha provocado profundas
reflexiones sobre el futuro de la humanidad. Aunque la trama es
algo inconsistente, la cinta transmite importantes inquietudes
sobre nuestro papel en este universo despiadado. Todo, al estilo
de “2001, odisea del espacio”, pero sin la maestría
fílmica de un Kubrick ni la solidez temática de un Clarke,
aunque los efectos especiales sean de una calidad superior por
contarse ahora con computadoras más sofisticadas.
El
argumento versa sobre los esfuerzos del hombre en colonizar
Marte, buscando un planeta sustituto ya que la Tierra se ha
hecho tristemente inhóspita a través de la sobrepoblación, al
llegar a una cifra de 12 millardos de habitantes -el doble de la
actual- a mediados del siglo XXI. Los seis astronautas de la
misión deben verificar la errática formación de oxígeno,
resultado de sembrar algas en una misión robótica anterior. El
descenso de la nave es accidentado por una explosión solar y se
quedan sin aire, agua y comida. Se salvan, sorpresivamente, ya
que se formó suficiente oxígeno en la superficie marciana para
respirar normalmente. Un refugio artificial lleno de
provisiones, enviado en un vuelo anterior, se encuentra saqueado
misteriosamente por langostas locales, que se comen las algas y
harán fracasar el esfuerzo de terraformación. Los astronautas
van muriendo poco a poco por accidentes, problemas técnicos e
intrigas humanas, quedando sólo un sobreviviente –con una
muestra de vida marciana que toma en el último minuto- para
reunirse con la nave madre que orbita el planeta, a la cual
llega por medio de una vieja nave robótica rusa que había
llegado allí hace años y –cosa típica de los filmes de ficción-
todavía tenía combustible para el despegue de la superficie.
La
aridez y peligrosidad del planeta rojo contrastan con la
abundancia de recursos naturales existentes en la Tierra, al
menos los que todavía existen en muchas regiones afortunadas y
poco contaminadas, donde sus poblaciones pudieran vivir
plácidamente y sin problemas vitales si sólo los explotaran
sensatamente. En este sentido, la película transmite un poderoso
mensaje subliminal, un llamado a frenar la contaminación
ambiental, que en muchos parajes ha llegado ya a niveles
molestos, y a veces nocivos para una vida saludable. En efecto,
en la mayoría de las zonas urbanas, las tierras, la atmósfera y
las aguas ya se muestran altamente contaminadas por los residuos
tóxicos de vehículos, centrales eléctricas y fábricas, sin
olvidar la acumulación excesiva de basura producida por
viviendas y comercios. A esto se suma la destrucción gradual de
selvas tropicales y bosques templados, en aras de la
urbanización y la explotación de madera, todo mientras el clima
va cambiando aceleradamente debido al efecto invernadero. Esto,
sin contar que la destrucción de la capa de ozono nos obligaría
eventualmente a evitar la vida al aire libre, por la
peligrosidad de las radiaciones ultravioletas, ahora filtradas
parcialmente por lo que queda de esa capa vital, ya bastante
vulnerada cerca de los polos pero expandiéndose hacia otras
regiones.
Ante este balance negativo, muchas especies ya no
encuentran un ambiente apto para su alimentación y reproducción,
y la tendencia de algunas de ellas es su desaparición, tarde o
temprano. Lo que no nos damos cuenta es que el hombre podría
ser una de esas especies, si no encuentra la manera de
frenar su crecimiento demográfico, la contaminación ambiental y
el consumo irracional de sus recursos naturales. No se puede
olvidar que ya ha habido extinciones de otras especies en
nuestro planeta, siendo la más evidente y espectacular la de los
grandes dinosaurios hace 65 millones de años, seguramente por un
cambio intempestivo del clima que destruyó la vegetación, clave
para la alimentación directa o indirecta de todo ser vivo. Los
restos fósiles muestran también otras extinciones de especies a
lo largo de los siglos, por haber sido afectado seriamente el
habitat vital de las mismas y no haberse podido adaptar a los
cambios ambientales, quizás por haber una fuerte competencia por
los espacios y recursos alimenticios, dada la sobrepoblación de
esa especie.
Todo esto muy bien pudiera sucederle a la especie humana, que es
-a final de cuentas- una clase de simios muy inteligente que ha
sobrevivido exitosamente gracias a su facilidad de adaptación,
pero que de todos modos no está inmune al peligro de una
extinción. Sin ir muy lejos, estamos ya presenciando hambrunas
en muchas partes del mundo en desarrollo, mayormente en África,
Asia y América Latina. Por otra parte, si todos los países
subdesarrollados imitan los vicios de los avanzados y se
desarrollan aceleradamente al mismo nivel, se necesitaría varios
planetas Tierra para suplir todos los recursos naturales
necesarios para mantener ese estilo dispendioso de vida.
Precisamente, una de las grandes fallas del modelo de desarrollo
actual, es que todavía dista mucho de ser sustentable, debido al
consumismo desenfrenado y la destrucción paulatina de ambientes
naturales. Algunas sociedades avanzadas tendrían los recursos
financieros y tecnológicos suficientes para controlar el ritmo
de destrucción y convertirse en economías sustentables, pero el
egoísmo y la codicia de unos pocos no permite una explotación
ético-racional de los recursos mundiales, quedando siempre una
parte del planeta en desventaja. Un ejemplo patético es la
destrucción inmisericorde de la mitad de las selvas
tropicales existentes en apenas medio siglo, debido a la
codicia desmesurada de las empresas madereras, industriales y
urbanizadoras, algo que estamos pagando todos con un
agravamiento del efecto invernadero y sus nefastas consecuencias
climáticas. No debemos dejar que siga esa tendencia destructora.
Al
ver, en el filme aludido, a los astronautas en sus fatigosos
intentos de adaptar el ambiente marciano para la colonización
humana, produciendo una compleja y acelerada “terraformación”,
cabe hacernos la gran pregunta:¿por qué pensar en emigrar a
un planeta tan árido y peligroso, si tenemos aquí un verdadero
paraíso natural a nuestro alcance, todavía con suficientes
recursos naturales? Obviamente, esa necesidad migratoria
puede alejarse en el tiempo sólo si aplicamos ciertos
correctivos como: 1) estabilizar la población a un nivel
razonable, 2) explotar sensatamente los recursos naturales, y 3)
promover la justicia social para que todos tengan una mínima
calidad de vida. Ciertamente, contra esta visión idealista
atentan los tradicionales vicios del hombre, especialmente las
ambiciones desmedidas de individuos materialistas o grupos
poderosos y su esfuerzo inhumano en mantener privilegios
injustos, aprovechándose de la ignorancia o debilidad de los
demás grupos sociales. Y a veces no son sólo la ambición y el
egoísmo, los factores que impiden esa justicia social, sino
también la incapacidad administrativa de la mayoría de los
gobiernos, más ocupados en conservar sus cuotas de poder en
lugar de dedicarse al bienestar de la ciudadanía que los eligió
y les paga con recursos públicos.
Teniendo esos tres grandes objetivos en mente, habría que buscar
la manera de cumplirlos gradual y simultáneamente, dentro de un
programa integral definido bajo un consenso mundial, ya
que los tres están interrelacionados, no ganándose mucho si se
acometen separadamente y sin sincronismo, o si cada país actúa
por su cuenta, sin una acción coordinada desde un ente central.
Ente que, en este momento, debería ser la ONU, organismo
imperfecto e ineficiente, disperso en miles de tímidos e
ineficientes programas similares pero el único ente mundial que
tenemos a la mano, aunque sería preferible tener una agencia
coordinadora que utilice sus recursos pero que actúe con cierta
autonomía, siempre en cooperación con los gobiernos nacionales.
Lo difícil no sería tanto la ejecución del programa, que podría
llamarse “Salvemos la Tierra” sino lograr un consenso acerca de
la importancia del mismo y el respeto posterior a los acuerdos,
dada la mala experiencia que tenemos en otros acuerdos como el
Protocolo de Kioto, para citar sólo un ejemplo reciente. El
programa debería estar bien gerenciado, con un cronograma
factible y financiable para cumplir eficaz y oportunamente esos
tres objetivos básicos.
De
esos objetivos, el más importante es –sin duda- la
estabilización de la población, una meta que muchos creen
podrá fijarse alrededor de los 9 millardos de habitantes (50%
más que la cifra actual), mientras se implementan de manera
intensiva campañas de concientización y educación acerca el
control de la natalidad. En este aspecto, habría que apuntar
idealmente a un crecimiento cero, limitando la
procreación no sólo mediante métodos anticonceptivos, accesibles
y fáciles de usar, sino mediante maneras creativas para adoptar
una “sexualidad responsable”, un concepto que va más allá de la
simple repartición de pastillas, condones, diafragmas y
espermicidas, buscando maneras para evitar el embarazo indeseado
al mismo tiempo que se obtiene un placer razonable del acto
sexual. Este placer, impuesto por la evolución con miras a la
preservación de la especie, debería lograrse –cuando no se
dispone de un anticonceptivo eficaz- con métodos poco ortodoxos
y distintos al tradicional coito seguido de un orgasmo vaginal,
pues se sabe que hay maneras igualmente placenteras de liberar
la tensión sexual sin el riesgo de embarazo. Sin embargo, por
timidez, puritanismo o presiones religiosas, poco se habla de
estos métodos en los programas oficiales de educación sexual,
mientras se enfatiza erróneamente -en los medios audiovisuales y
la literatura- el método convencional, promoviendo así
indirectamente la práctica del coito vaginal con el riesgo de
embarazo si no se adopta algún método anticonceptivo. Además de
estas alternativas, debería apoyarse más decididamente las
campañas que promueven la abstinencia sexual y divulgan las
bondades relativas de una soltería racional, mostrando al mismo
tiempo los riesgos que conlleva la promiscuidad irresponsable
tanto en el problema de la sobrepoblación como en el contagio de
serias infecciones de transmisión sexual, especialmente el
temible sida.
Esta labor educativa debería ser implementada desde la pubertad
y la adolescencia, a través de la familia, la escuela, el
sistema de salud y los medios de comunicación, de modo que todos
los afectados estén debidamente enterados, especialmente dentro
de los grupos más propensos –por su ignorancia- a causar
embarazos indeseados: los adolescentes y los pobres. En
efecto, todas las encuestas indican que menos de una de cada
cinco parejas dentro de estos dos grupos de alto riesgo,
utilizan algún medio anticonceptivo en sus relaciones sexuales,
invitando así a un crecimiento neto de la población. Esta tasa
promedio, que estuvo a mediados del siglo XX en un 3% anual a
escala global, se redujo a la mitad hacia fines de siglo, pero
debería disminuir aún más hasta llegar a un crecimiento cero, o
sea el simple reemplazo numérico de la pareja procreadora.
Incluso, en ciertas regiones densamente pobladas y de escasos
recursos, debería apuntarse a un crecimiento neto negativo
por un tiempo, para reducir sensiblemente la población, con lo
cual se lograría el doble objetivo de evitar mayores males y
elevar la calidad de vida de las mayorías excluidas del
progreso. Esto último es factible lograrlo sólo si se estabiliza
la población mientras se mantiene un moderado crecimiento
económico durante un período prolongado, acorde con el principio
-ampliamente predicado por expertos- de que ninguna mejoría
en la calidad de vida es posible si el aumento real en el PIB
resulta inferior a la tasa de crecimiento demográfico, algo
también harto comprobado en la práctica.
De
este modo, si se redujera la población mundial de los 9
millardos eventuales para fines de siglo (según proyecciones de
la ONU) a unos 6 millardos (nivel actual y el óptimo que soporta
la Tierra), se tendría teóricamente una notable mejoría de
bienestar general a escala global, algo que beneficiaría
sobremanera a los países pobres que logren un crecimiento
económico superior a la tasa de aumento de la población. De los
demás objetivos prioritarios, la explotación racional de los
recursos debería lograrse a través de una política global de
economía sustentable, por ejemplo mediante la la reforestación,
la recuperación de terrenos agrícolas y el reciclaje de
materiales reusables, junto con la conservación eficaz de las
biosfera terrestre, acuática y atmosférica, de modo que las
futuras generaciones no reciban un planeta sobre-explotado y más
contaminado que el actual. Una meta por demás loable y ética
ya que no tenemos el derecho de dañar lo que se ha dado en
llamar “la casa grande” para nuestro beneficio temporal.
Mientras más aceptemos que estamos todos en el mismo barco y que
debemos evitar que éste se hunda, menos necesidad tendremos de
estar buscando planetas exteriores para colonizarlos, cuando
sabemos que ninguno tendrá los generosos recursos y las bellezas
de nuestro planeta azul. El tercer objetivo mencionado, o sea
un mínimo de justicia social para todos, es más complejo y
difícil, pero no imposible de lograr cuando nos demos cuenta que
los conflictos sociales de los grupos afectados llegarán a
atentar –tarde o temprano- contra nuestro propio bienestar (y el
de nuestra descendencia), a través de guerras territoriales o
civiles, o por medios más insidiosos como la criminalidad y el
terrorismo, siempre productos directos o indirectos de las
desigualdades sociales. Hay que entender que la pobreza y la
destrucción ambiental, por más que no nos afecten en lo
inmediato, eventualmente llegan a revertirse contra sus propios
autores, de modo que es poco sensato contribuir a esas lacras.
Así que la única decisión inteligente, de gobernantes y
gobernados, es la cooperación mutua para lograr buenos
gobiernos, sin los cuales será fútil todo esfuerzo para apuntar
a una mejor calidad de vida mediante la estabilización
demográfica, el desarrollo sustentable y la conservación
ambiental, las tres metas a que apuntaría el programa “Salvemos
la Tierra”. Pues, ¿qué hacemos con un ambiente conservado pero
con demasiada gente, que lo volverá a contaminar en poco tiempo?
Y, ¿de qué vale un planeta con una población razonable, pero
sobre-explotado y sin justicia social? Por esto, hay que
apuntar a que los tres objetivos se logren gradualmente y en
forma coordinada, sin privilegiar uno sobre el otro. Se lo
debemos a las futuras generaciones, que nunca nos perdonarían el
haber sido tan imprevisivos y egoístas, incapaces de reconocer
las prioridades y actuar sensata y eficazmente, como lo haría un
buen gerente para salvar a una empresa en vías de quiebra. Una
metáfora útil para visualizar el estado lamentable del planeta a
inicios del siglo XXI, situación que debemos tratar de remediar
con sensatez, buena voluntad y eficiencia. De otro modo, algún
día estaremos –como en la película- emigrando a Marte para
eludir la exacerbación inevitable de nuestros males presentes,
aunque esa solución sea bastante escapista, máxime cuando existe
la alternativa lógica de trabajar en equipo para cumplir los
objetivos mencionados en este planeta, un verdadero
paraíso terrenal si sólo nos comportamos civilizada e
inteligentemente.
No
se trata de metas utópicas, pues son bien factibles si nos las
proponemos sinceramente, recordando que ya fuimos capaces de
construir una estación espacial en órbita, caminar sobre la
luna, explorar planetas gigantes y lunas exóticas, traer
muestras de partículas solares o de cometas, descubrir galaxias
lejanas, agujeros negros y planetas en formación, y desentrañar
el origen y destino del sistema solar. Estos logros no son parte
de una cinta de ciencia ficción, sino realidades palpables, que
antes fueron objetivos teóricos, al igual que lo serían ahora
los tres ya mencionados si los incluimos en un programa
coherente para salvar a la humanidad. Tienen la palabra y la
acción, los actuales líderes del planeta y todo terrícola
consciente de nuestro potencial humano y destino cósmico.
(rpalmi@yahoo.com)
El autor espera haber
aportado algunos motivos propicios para reflexionar en este
asueto de fin de año, esperando que el lector recomiende la
lectura de este ensayo a otras personas.