Extraña
debilidad la que sienten políticos e intelectuales que se
consideran a sí mismos demócratas, por tiranos como Fidel
Castro, o por aprendices como Hugo Chávez. El fenómeno ha sido
ampliamente estudiado. En la literatura se encuentran joyas que
radiografían el síndrome con la precisión de un microscopio
electrónico. Allí están el Recurso del Método, de Alejo
Carpentier (muy dado al halago con Castro), El otoño del
Patriarca, de García Márquez (también proclive a doblarle la
cerviz al déspota insular) y Yo, el Supremo, de Augusto Roa
Bastos. En el ensayo filosófico y político encontramos el
penetrante trabajo de Isaiah Berlin, La traición de la libertad,
y el de Mark Lilla, Pensadores temerarios. Aquí en Venezuela,
Luis José Uzcátegui acaba de publicar un interesante trabajo
titulado Los hombres que erotizó Fidel, en que se pasea por la
amplia variedad de personajes que quedaron magnetizados por el
dictador cubano. No deja de sorprender que dirigentes políticos
que sufrieron en carne propia los estragos de la cárcel y el
destierro, o que tuvieron que vivir como las ratas, sumergidos
en la clandestinidad a las que los obligó una tiranía, se rindan
frente al decano de los dictadores del planeta. El hombre que ha
sometido a todo un pueblo al oprobio, y que edificó en Cuba un
enorme presidio que flota en el Caribe.
La última reunión de
MERCOSUR en Córdova, Argentina, fue un ejemplo de la
claudicación de la dirigencia democrática latinoamericana. La
misma sumisión a la que se refieren algunos de los textos que he
mencionado. El doctor Castro Ruz y su socio y mecenas
venezolano, se convirtieron en las vedettes del encuentro, sin
que ninguno de los otros mandatarios de la región moviese un
dedo para impedir que ese par de criaturas, encarnación de los
peores vicios de la América Latina caudillesca, captaran de
forma casi exclusiva la atención de los medios de comunicación
y, por esa vía, se proyectaran como símbolos del ideario de la
región.
Castro y Chávez
personifican un ejemplo de lo que toda sociedad plural debe
evitar. La vocación de ambos los lleva a controlar de forma
absoluta el poder. En el horizonte de cada uno de ellos no
aparece ni por asomo la posibilidad de la alternancia en los
puestos de mando. Castro, a lo largo de sus cincuenta años como
gobernante plenipotenciario de la isla, acabó con la esperanza
de varias generaciones de hombres y mujeres que nunca tuvieron
la posibilidad gobernar ese territorio de acuerdo con una
doctrina y un proyecto distinto al comunista. Castro eliminó
constitucionalmente la disidencia. Impuso el pensamiento único.
Acabó con la rica variedad de partidos y movimientos que existía
en Cuba antes de que bajaran los guerrilleros de Sierra Maestra.
Convirtió al Partido Comunista de Cuba en el único instrumento
válido de participación ciudadana en política.
Esa es la misma ruta
que quiere seguir Hugo Chávez. A pesar de las claras señales
autoritarias que emite, los gobernantes de los países vecinos de
Venezuela se hacen los desentendidos. No importa que la Sociedad
Interamericana de Prensa (SIP) elabore un informe en el que
advierte que la libertad de prensa se encuentra seriamente
amenazada; y que los reportes sobre las condiciones electorales
revelen que el ventajismo oficial es obsceno en todos los
escenarios donde se desarrolla la contienda electoral; y que
Amnistía Internacional muestre que el crimen y la impunidad
avanzan de la mano, sin que el gobierno haga nada por impedir la
sangría; y que la militarización de toda la nación y la carrera
armamentista ponen en riesgo la paz del continente. Ninguna de
estas señales inequívocas del autócrata son captadas por los
gobiernos que se suponen partidarios de la democracia. La
chequera petrolera ha servido para reblandecer la conciencia de
esos mandatarios, mientras los viejos prejuicios anti
norteamericanos, de los cuales Fidel Castro ha vivido durante
decenios, han convertido a Hugo Chávez en el nuevo héroe del
continente.
Son tantas las
simpatías que el hombre de Sabaneta despierta en algunos
círculos de poder latinoamericano, que ni siquiera le cuestionan
su acercamiento a ese ayatola vestido de paisano que es Mahmud
Ahmadineyad, el presidente iraní que apoya la guerrilla
integrista de Hezbolá y quiere mandar a dormir el sueño eterno a
todo el pueblo israelí. Tampoco les inquieta el apoyo que
recibió del gobierno venezolano las pruebas misilísticas
ejecutadas por Kim Jong II, el déspota norcoreano que mata de
hambre a su pueblo, mientras él se divierte con juguetes
atómicos que cuestan una fortuna que bien podría utilizarse en
fines más nobles. No les preocupa que Chávez saque del
aislamiento internacional a Alexander Lukashenko, el fraudulento
presidente de Bielorrusia, considerado por la débil Unión
Europea como el único dictador del viejo continente, y quien
tiene prohibido visitar cualquier nación de esa parte del
planeta.
Chávez se considera
el sucesor legítimo de Castro y actúa en consecuencia. En el
plano internacional asume las banderas del anti imperialismo, el
anti capitalismo, la anti globalización, tres consignas que le
dan rédito entre los izquierdistas nostálgicos y los gobernantes
que prefieren valerse del caudillo vernáculo para acusar a los
Estados Unidos, reduciendo de este modo los enormes costos que
significa un enfrentamiento directo con Norteamérica. En el
frente interno, Chávez es un fiel monaguillo del dictador
isleño: acosa hasta la asfixia a la oposición, cerca a los
medios de comunicación, somete a todos los poderes del Estado,
convierte el organismo electoral en una dependencia que le
garantiza el triunfo de antemano, preservando el voto como
fachada democrática, estatiza progresivamente la economía, cerca
a las organizaciones civiles y se va apoderando de la educación
en todos los niveles.
Frente a esos
personajes la reunión de presidentes de MERCOSUR sucumbió.
Ninguno tuvo el coraje de aparecer como alternativa democrática
y modernizante ante las naciones del continente. Por sus
incontables crímenes, la historia no absolverá a Castro una vez
que pase a mejor vida. El mismo trato recibirá a Chávez, su
dilecto alumno. Pero, tampoco será benigna con quienes teniendo
la obligación de defender la democracia en todos los terrenos,
por comodidad o cobardía, se inhibieron.