Fue
dramático, lo digo por el estupor que producía, ver a Hugo
Chávez explicando en qué consiste el trueque, cómo se forman las
zonas sociales, cómo pueden intercambiarse naranjas por topochos
y gallinas por cachicamos, en qué consiste la moneda social de
vigencia perecedera, a la que “algún nombre habrá que ponerle”.
Por supuesto que ninguna de estas figuras quedó clara en la
exposición del caudillo. Sus palabras se convirtieron en un
retruécano. La cara de los asistentes, sobre todo de los
productores agrícolas, era un poema. Sus rostros desencajados
traducían un desconcierto difícil de describir. Muchos de ellos
parecían estar pensando si aquello que oían era cierto, o si se
reducía a una de esas parodias trágicas que se hacen en los
malos programas de humor.
El trueque
es la gran proposición estratégica que Chávez le plantea a los
sectores más desprotegidos del país. A este anacronismo lo
acompañan la economía de subsistencia y el desarrollo endógeno.
Aquella antigualla no fue defendida por los gobernantes en sus
discursos, ni siquiera en la época en la que el cacao y el café
representaban los principales productos de exportación, y el
Fisco obtenía sus reducidos ingresos de los tributos que pagaban
los grandes hacendados cafetaleros y cacaoteros. Incluso dentro
de ese modelo, tanto el Gobierno como muchos productores
privados, se proponían tecnificar y modernizar el agro para
introducir relaciones de producción capitalista. El trueque,
aunque existía, no formaba parte de ningún proyecto
explícitamente asumido y defendido. Era una práctica
consuetudinaria que permanecía como resabio de la sociedad más
conservadora y tradicional. Ahora, contraviniendo todas las
leyes y tendencias de la modernidad, Chávez proclama la
necesidad de construir una sociedad solidaria sobre la base del
intercambio entre distintos bienes.
Este planteamiento,
a decir verdad, no tiene nada que ver con los postulados
socialistas de Marx, sino más bien con las aberraciones
voluntaristas de Mao Zedong, el Che Guevara y Pol Pot. Desde El
Manifiesto Comunista (1848) hasta El Capital
(1867), es decir, desde una obra de juventud hasta su libro
cumbre, Marx alaba las enormes virtudes modernizadoras que traen
consigo el capitalismo y la burguesía. Queda deslumbrado por el
vertiginoso avance de la ciencia, los descubrimientos basados en
los experimentos prácticos y la tecnología. A pesar de que el
dinero como medio de pago no había alcanzado el impresionante
nivel de desarrollo que posee en la actualidad, el llamado padre
del socialismo científico reconocía que el carácter cada vez más
abstracto e intemporal del dinero (cheques, acciones
intercambiables, notas de crédito y de débito, etc.), opera como
una poderosa palanca para estimular las transacciones
comerciales y, por esta vía, expandir el crecimiento económico.
La crítica esencial de Marx al capitalismo reside en su
naturaleza intrínsecamente explotadora. Para acabar con este
rasgo había que abolir la propiedad privada de los medios de
producción, lo cual conducía a socializar las fuerzas
productivas. En un ambiente de alto nivel de tecnificación y
complejidad tecnológica como exige el socialismo, el dinero se
hace superfluo, pues el Estado, dueño de todos los medios de
producción, se encarga de repartir a cada ciudadano según sus
necesidades y no según la contribución que este hace a la
creación de la riqueza global. Por lo tanto, el dinero se
convierte en un instrumento de cambio innecesario, porque el
desarrollo tecnológico crea las condiciones para que un ente
centralizado como el Estado, distribuya de forma equitativa los
bienes.
En esta utopía
igualitaria basada en las condiciones de bienestar que
previamente consolida el capitalismo, quedan muchas piezas
sueltas que Marx nunca logra ensamblar. Sus sucesores,
especialmente Lenin, se dan cuenta de que la única forma de
producir el salto del capitalismo al socialismo y al comunismo
es mediante la violencia, la represión y el autoritarismo. A
diferencia del capitalismo -cuyo surgimiento e implantación no
obedece a ningún plan preestablecido por algún grupo, clase o
partido, sino al “orden espontáneo” del que habla Hayek-, el
socialismo forma parte de esas utopías que solo pueden
materializarse, si quienes las defienden les quiebran el
espinazo al resto de los ciudadanos.
Esto es,
precisamente, lo que intenta hacer Hugo Chávez al tratar de
acabar con las relaciones mercantiles en el agro. Desde que los
lazos de carácter servil y semifeudal van desapareciendo en el
campo, y progresivamente se sustituyen por relaciones de tipo
capitalista, tanto la remuneración al trabajo como los
beneficios de los productores se tasan en dinero, un medio de
cambio inmaterial, permanente, acumulable, transferible y
transable por cualquier bien que se necesite. En Venezuela este
fue un cambio lento, que costó introducir y arraigar. Cuando
Juan Vicente Gómez muere en diciembre de 1935, en numerosos
latifundios predominaban las monedas locales, y el trueque era
una de las formas más agresivas en las que se expresaba la
explotación y miseria de los campesinos. Los antiguos resabios
premodernos, ligados a una economía de subsistencia y
autárquica, le opusieron muchas resistencias al cambio
modernizador.
Chávez, en
vez de proponerles a los campesinos y productores del campo
venezolano que trabajen la tierra como los farmers de
California, que lo hacen en modernos tractores automáticos,
dotados de aire acondicionado y equipos de sonido de alta
fidelidad, lo cual aligera el inclemente verano californiano,
les plantea regresar a la época de las cavernas. El experimento
en el campo, pretende extenderlo al resto de la activad
económica, de allí su énfasis en las cooperativas, en las
empresas autogestionarias y en las empresas de responsabilidad
social.
El 3 de
diciembre los venezolanos tendremos que optar entre el atraso
que significa el socialismo del siglo XXI, y la posibilidad de
reconstruir la democracia con base en la modernidad y en una
equidad social fundada en la creación de riqueza, a partir de
las poderosas herramientas que proporciona la tecnología y el
capitalismo.