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El profeta armado
por Trino Márquez
jueves, 22 junio 2006

 

         La imagen de Hugo Chávez apuntando con un fusil Kalashnikov a un supuesto invasor norteamericano, recuerda la estampa de aquel majadero que  se enorgullecía de ser ateo, sin embargo, cuando le tocó navegar en un barco que en medio de una tormenta estaba a punto de  naufragar, rezaba más que beata en novenario. Al verse interrogado por semejante incongruencia, el ciudadano de marras respondió: soy ateo, ¡pero en lo seco! En las mimas anda el teniente coronel de estos predios: alardea de ser muy valiente, pero eso sí con diez anillos de seguridad a su alrededor y en un terreno donde no se ve un marine ni con telescopio. De sobra se sabe que el coraje no es su fuerte. El 4-D fue derrotado sin que de su arma de reglamento saliera ni un solo disparo. El 11-A ordenó la aplicación del Plan Ávila frente a un pueblo indefenso. Cuando su autoridad fue desconocida por el alto mando militar sus lágrimas casi inundan  Miraflores.

 

         ¿De dónde proviene ese gusto de la izquierda paquidérmica por las armas, los militares y la violencia? Si se rastrean las huellas se llega a la Revolución Francesa. Los jacobinos alentaron la violencia, primero contra la aristocracia y el clero, y luego contra los propios jefes de la Revolución. A partir de allí, el ala guerrerista de la izquierda revolucionaria  mantiene un vínculo mellizal con la violencia. Marx la define en el Manifiesto Comunista como la “partera de la historia”. Luego de la experiencia de la Comuna de París, llega a la conclusión de que la violencia es la única vía para acabar con el capitalismo y el Estado burgués, y promover el tránsito al socialismo y al comunismo. Lenin le dedica largas apologías. Para el jefe bolchevique, el socialismo es la etapa en la que se impone la dictadura del  proletariado, fase en la cual el uso de  las armas y la represión actúan como un ariete para demoler a los adversarios. Trotsky forma el Ejército Rojo y se convierte en el ícono de los líderes comunistas  posteriores: Mao Zedong, Ho Chi Ming, Kim Il Sung, Pol Pot, Ernesto Guevara y, desde luego, Fidel Castro. El culto a las armas forma parte de los cánones de esa izquierda que desprecia la democracia, los derechos humanos, las libertades individuales y el Estado de Derecho.

 

Eso sí, esa misma izquierda revolucionaria siempre se  cuida de denunciar la violencia de los demás.  Marx se queja del militarismo del Estado prusiano. Lenin, del guerrerismo de los alemanes, incluso cuando el país teutón había dejado de ser imperio y se había convertido en  república. Mao decía combatir la violencia de los japoneses y de los nacionalistas del Kuomintang. Ho Chi Ming  se oponía al imperialismo de los franceses y de los norteamericanos. Castro descargaba su furia contra la dictadura militar de Fulgencio Batista. Sin excepción, todos  justifican la “violencia revolucionaria” frente a la “violencia reaccionaria”. A esta escuela pertenece el hombre de Sabaneta.

 

¿Qué será de la vida de los antiguos pacifistas defensores  de los derechos humanos que hoy militan en las filas del chavismo? Esos que se horrorizaron cuando Luis Herrera Campíns compró los F-16 y las lanchas anfibio. Todos, sin rubor, aplauden que el teniente coronel haya emprendido una carrera criminal y absurda para armar ese adefesio llamado la “revolución bolivariana”. Apelan a la coartada de una hipotética invasión norteamericana, que se produciría para detener el avance de los cambios que se están produciendo en Venezuela. Pretexto necio. Los Estados Unidos andan demasiado atareados con los conflictos del Oriente Medio, el terrorismo y, sobre todo, con ese norme cangrejo en el que se transformó Irak. Las verdaderas razones  del militarismo chavista residen en otro lugar.

 

Los 100.000 fusiles Kalashnikov que Chávez compró forman parte de un paquete mucho mayor que incluye aviones, tanques, lanchas y barcos de guerra. Resulta que para librar una “guerra asimétrica” con los gringos, adquiere pertrechos militares que fabrican y venden las grandes fábricas convencionales, y que, además, pueden ser fácilmente detectados por los satélites espías norteamericanos. Lo que tendría que  hacer el comandante criollo es mandar a fabricar en las miles de cooperativas financiadas por PDVSA, millones de “chinas”, arcos y flechas para que de verdad la guerra sea asimétrica y endógena. 

 

El teniente coronel necesita armar hasta los dientes a sus milicias, para aumentar su capacidad de reprimir  la oposición y de disuadir cualquier intentona en su contra, por parte de los numerosos adversarios que se ha ganado, tanto dentro como fuera del gobierno.  Cuando sea preciso, los fusiles rusos apuntarán a la cabeza de los opositores y también a la de sus propios camaradas. Sorprende, por cierto que esos fusiles vengan sin el escudo de Venezuela y sin serial, dos distintivos que identifican las armas de la nación. ¿Será que el caudillo está pensando en exportar parte de ellos a otras regiones del continente, por ejemplo, hacia donde operan las FARC? ¿Será que la solidaridad con su hermano Evo Morales lo llevará a armar a los bolivianos para que puedan enfrentar una eventual asonada del ejército regular de ese país andino?

 

La paranoia armamentista de Hugo Chávez está siendo financiada por los altos pecios internacionales del crudo. Ahora bien, ¿no sería mucho mejor para el país, y sobre todo para los grupos más pobres, que ese dinero se invirtiera en construir hospitales y escuelas, crear un sistema de seguridad social que les asegure a los trabajadores condiciones de vida  dignas ante la vejez, una enfermedad incurable o un accidente que los incapacite? ¿No sería más conveniente para los venezolanos poder transitar por autopistas modernas y seguras, como las que tienen muchos países que carecen de petróleo?

 

Desde luego que se aprovecharían más los recursos petroleros si se invirtiesen en crear empleos bien remunerados, educar, sanar y prevenir enfermedades, y modernizar el país en todos los campos. Pero el proyecto del autócrata no pasa por esos ejes. En el mundo bizarro en el que su mentalidad afiebrada habita, sólo hay espacio para guerras quiméricas. Allí no hay espacio para la democracia ni la modernidad.

          tmarquez@cantv.net

 
 
 
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