La
imagen de Hugo Chávez apuntando con un fusil Kalashnikov a un
supuesto invasor norteamericano, recuerda la estampa de aquel
majadero que se enorgullecía de ser ateo, sin embargo, cuando
le tocó navegar en un barco que en medio de una tormenta estaba
a punto de naufragar, rezaba más que beata en novenario. Al
verse interrogado por semejante incongruencia, el ciudadano de
marras respondió: soy ateo, ¡pero en lo seco! En las mimas anda
el teniente coronel de estos predios: alardea de ser muy
valiente, pero eso sí con diez anillos de seguridad a su
alrededor y en un terreno donde no se ve un marine ni con
telescopio. De sobra se sabe que el coraje no es su fuerte. El
4-D fue derrotado sin que de su arma de reglamento saliera ni un
solo disparo. El 11-A ordenó la aplicación del Plan Ávila frente
a un pueblo indefenso. Cuando su autoridad fue desconocida por
el alto mando militar sus lágrimas casi inundan Miraflores.
¿De dónde proviene ese
gusto de la izquierda paquidérmica por las armas, los militares
y la violencia? Si se rastrean las huellas se llega a la
Revolución Francesa. Los jacobinos alentaron la violencia,
primero contra la aristocracia y el clero, y luego contra los
propios jefes de la Revolución. A partir de allí, el ala
guerrerista de la izquierda revolucionaria mantiene un vínculo
mellizal con la violencia. Marx la define en el Manifiesto
Comunista como la “partera de la historia”. Luego de la
experiencia de la Comuna de París, llega a la conclusión de que
la violencia es la única vía para acabar con el capitalismo y el
Estado burgués, y promover el tránsito al socialismo y al
comunismo. Lenin le dedica largas apologías. Para el jefe
bolchevique, el socialismo es la etapa en la que se impone la
dictadura del proletariado, fase en la cual el uso de las
armas y la represión actúan como un ariete para demoler a los
adversarios. Trotsky forma el Ejército Rojo y se convierte en el
ícono de los líderes comunistas posteriores: Mao Zedong, Ho Chi
Ming, Kim Il Sung, Pol Pot, Ernesto Guevara y, desde luego,
Fidel Castro. El culto a las armas forma parte de los cánones de
esa izquierda que desprecia la democracia, los derechos humanos,
las libertades individuales y el Estado de Derecho.
Eso sí, esa misma izquierda
revolucionaria siempre se cuida de denunciar la violencia de
los demás. Marx se queja del militarismo del Estado prusiano.
Lenin, del guerrerismo de los alemanes, incluso cuando el país
teutón había dejado de ser imperio y se había convertido en
república. Mao decía combatir la violencia de los japoneses y de
los nacionalistas del Kuomintang. Ho Chi Ming se oponía al
imperialismo de los franceses y de los norteamericanos. Castro
descargaba su furia contra la dictadura militar de Fulgencio
Batista. Sin excepción, todos justifican la “violencia
revolucionaria” frente a la “violencia reaccionaria”. A esta
escuela pertenece el hombre de Sabaneta.
¿Qué será de la vida de los
antiguos pacifistas defensores de los derechos humanos que hoy
militan en las filas del chavismo? Esos que se horrorizaron
cuando Luis Herrera Campíns compró los F-16 y las lanchas
anfibio. Todos, sin rubor, aplauden que el teniente coronel haya
emprendido una carrera criminal y absurda para armar ese
adefesio llamado la “revolución bolivariana”. Apelan a la
coartada de una hipotética invasión norteamericana, que se
produciría para detener el avance de los cambios que se están
produciendo en Venezuela. Pretexto necio. Los Estados Unidos
andan demasiado atareados con los conflictos del Oriente Medio,
el terrorismo y, sobre todo, con ese norme cangrejo en el que se
transformó Irak. Las verdaderas razones del militarismo
chavista residen en otro lugar.
Los 100.000 fusiles Kalashnikov
que Chávez compró forman parte de un paquete mucho mayor que
incluye aviones, tanques, lanchas y barcos de guerra. Resulta
que para librar una “guerra asimétrica” con los gringos,
adquiere pertrechos militares que fabrican y venden las grandes
fábricas convencionales, y que, además, pueden ser fácilmente
detectados por los satélites espías norteamericanos. Lo que
tendría que hacer el comandante criollo es mandar a fabricar en
las miles de cooperativas financiadas por PDVSA, millones de
“chinas”, arcos y flechas para que de verdad la guerra sea
asimétrica y endógena.
El teniente coronel necesita
armar hasta los dientes a sus milicias, para aumentar su
capacidad de reprimir la oposición y de disuadir cualquier
intentona en su contra, por parte de los numerosos adversarios
que se ha ganado, tanto dentro como fuera del gobierno. Cuando
sea preciso, los fusiles rusos apuntarán a la cabeza de los
opositores y también a la de sus propios camaradas. Sorprende,
por cierto que esos fusiles vengan sin el escudo de Venezuela y
sin serial, dos distintivos que identifican las armas de la
nación. ¿Será que el caudillo está pensando en exportar parte de
ellos a otras regiones del continente, por ejemplo, hacia donde
operan las FARC? ¿Será que la solidaridad con su hermano Evo
Morales lo llevará a armar a los bolivianos para que puedan
enfrentar una eventual asonada del ejército regular de ese país
andino?
La paranoia armamentista de Hugo
Chávez está siendo financiada por los altos pecios
internacionales del crudo. Ahora bien, ¿no sería mucho mejor
para el país, y sobre todo para los grupos más pobres, que ese
dinero se invirtiera en construir hospitales y escuelas, crear
un sistema de seguridad social que les asegure a los
trabajadores condiciones de vida dignas ante la vejez, una
enfermedad incurable o un accidente que los incapacite? ¿No
sería más conveniente para los venezolanos poder transitar por
autopistas modernas y seguras, como las que tienen muchos países
que carecen de petróleo?
Desde luego que se aprovecharían
más los recursos petroleros si se invirtiesen en crear empleos
bien remunerados, educar, sanar y prevenir enfermedades, y
modernizar el país en todos los campos. Pero el proyecto del
autócrata no pasa por esos ejes. En el mundo bizarro en el que
su mentalidad afiebrada habita, sólo hay espacio para guerras
quiméricas. Allí no hay espacio para la democracia ni la
modernidad.