Desde
que obtuvo la victoria el 6 de diciembre de 1998, pero
especialmente a partir de su cuestionado triunfo en el referendo
revocatorio en agosto de 2004, Hugo Chávez ha tratado de
convertirse en el líder mundial de la izquierda radical, el
antiimperialismo y el anticapitalismo. Con un Fidel Castro
disminuido y en el ápice de su vida, el comandante vernáculo vio
la oportunidad de tomar el testigo de manos del anciano déspota
caribeño. Tras esa quimérica meta ha gastado buena parte de la
fortuna que los altos precios internacionales del petróleo le
han proporcionado durante los últimos cuatro años. No ha
escatimado esfuerzos en dilapidar el dinero de los venezolanos
organizando en Caracas reuniones internacionales en la que
congrega a ese minúsculo grupo de la izquierda intervencionista,
estatista y atrasada que todavía queda en el planeta, y que,
quién sabe cómo se financia, va de Sao Paulo a Seattle, y de
Montreal a París, denunciando la globalización, mientras sus
militantes se comunican entre sí a través de Internet, uno de
los símbolos más conspicuos de la mundialización a partir de la
década de los años 80. Con la misma intención, Chávez oxigena
las famélicas economías de Cuba y de Bolivia, le da dólares a
ese reducto del jurásico que son las Madres de la Plaza de Mayo,
a los sandinistas, al Frente Farabundo Martí y, en general, a
una parte significativa de los grupos insurreccionales de
América Latina.
¿Con
ese derroche de recursos Chávez ha construido un liderazgo
internacional sólido? No hay dudas de que el hombre de Sabaneta
debe de ser uno de los presidentes de la región más conocidos en
el mundo. A lo mejor, el que más. Sin embargo, entre exposición
pública y liderazgo hay una distancia sideral. Sadam Hussein,
por ejemplo, fue durante mucho tiempo el centro de atención de
noticiarios televisivos y radiales, portadas de revistas
famosas, periódicos de prestigio internacional. Ahora bien, ¿era
el sátrapa iraquí un líder reconocido y apreciado? Nada de eso.
Al contrario, era un mandatario del que todos los presidentes y
dirigentes importantes huían despavoridos, salvo el gobernante
venezolano. ¿A quién lidera Illich Ramírez, “El Chacal”, quien
fuese durante bastante tiempo el venezolano más conocido de la
Tierra?
Chávez es
ampliamente conocido en muchos sitios fuera de Venezuela.
Periodistas, reporteros dirigentes políticos y sindicales han
oído hablar del personaje. Su imagen aparece con frecuencia en
medios impresos y radioeléctricos. Sin embargo, de ninguna
manera podría decirse que es un líder en el sentido positivo que
contiene la expresión. El liderazgo verdadero se comprueba
cuando quien intenta erigirse en tal, sintetiza y coloca todas
las fuerzas en la dirección que considera acertada y obtiene las
metas esperadas. Chávez está en las antípodas de este modelo.
Tanto que, incluso, podría decirse que es una especie de
antilíder o antihéroe, pues a quien toca lo hunde en la derrota.
Le da el beso de la muerte, como dice Rosales. Manuel López
Obrador, Ollanta Humala, Lula y ahora Rafael Correa, han sido
víctimas de ese halo mortífero que despide el mandatario
criollo. La asociación con Chávez cavó la tumba de esos
candidatos que en algún momento despuntaron en las encuestas y
aparecieron como firmes aspirantes a obtener la presidencia en
sus respectivos países. Del ALBA, con la que se probó la
influencia internacional de Chávez, ni siquiera vale la pena
hablar. No le ha prestado atención sino Cuba, y eso por las
razones de sobra conocidas.
El último terreno
donde se ha medido el supuesto prestigio del mandatario
venezolano es el de la elección del miembro no permanente del
Consejo de Seguridad de la ONU. Venezuela ha sido integrante de
ese cuerpo cuatro veces. En todas ellas obtuvo una sólida
mayoría desde el comienzo de las votaciones. Eran tiempos en los
que en la Cancillería había gente seria, profesional y
equilibrada, que con base en sus méritos y conocimientos de la
materia, lograban los respaldos necesarios para que el país
alcanzara ese escaño. Los presidentes de turno no se declararon
antiimperialistas, ni antinorteamericanos, ni coquetearon con
regímenes radicales que fomentan el armamentismo atómico. Es
decir, hicieron todo lo contrario de lo hecho por Hugo Chávez,
quien colocó al frente de los asuntos internacionales a personas
que carecen de experiencia diplomática, y no muestran la menor
autonomía frente a los desaguisados y enredos en los que el
caudillo involucra continuamente a la nación.
Chávez
responsabiliza a Estados Unidos de su fracaso. Después de
identificarse con los regímenes de Cuba, Irán y Corea del Norte,
y con la guerrilla de Hezbolá, y luego de atacar sin piedad a
Bush y al gobierno norteamericano en todos los escenarios
posibles, ¿pretendía que el Departamento de Estado apoyara la
presencia de Venezuela en el Consejo de Seguridad o que no se
opusiera a su inclusión? Lo menos que podía hacer EE.UU. era
utilizar todo su peso para bloquear el acceso de Venezuela al CS
y evitar relacionarse con un socio tan disparatado en una
instancia tan importante del sistema de Naciones Unidas.
Esta nueva derrota,
la más costosa de todas, es otra demostración incuestionable de
que el liderazgo internacional del caudillo populista es de
papel, y que ni la montaña de petrodólares, ni los halagos
sirven para afianzarse en el plano internacional como un
dirigente admirado y seguido por sus aciertos y logros. Lo más
lamentable es que la nación en su conjunto ha financiado la
megalomanía del presidente de la República, sin que ninguna
institución del Estado sea capaz de pedirle rendición de
cuentas por el gasto obsceno que realizó, y por los enormes
compromisos contraídos por el país con naciones con las que
Venezuela no mantiene ninguna relación comercial significativa.
Chávez debería responder acerca de cuántas familias habrían
salido de la pobreza, cuántos niños de la calle habrían sido
recuperados, cuánto se habría avanzado en el sistema de
seguridad social integral, y cuántos hospitales, escuelas,
kilómetros de carreteras y autopistas, rieles de ferrocarriles y
metros, hubiesen podido construirse con el dinero que repartió
para alcanzar una meta que, de paso, mientras la buscaba con las
manos la destruía con los pies.