Napoleón
Bonaparte levanta su grandeza sobre los escombros de la
Revolución Francesa. El terror impuesto por los jacobinos, con
Robespierre y Saint Just en los puestos de mando, había
conducido a lo que quedaba de la nobleza, al clero y la
burguesía (en nombre de cuyas reivindicaciones se habían
levantado gran parte de los revolucionarios), a la firme
convicción de que era impostergable salir del caos y rescatar el
orden, para que Francia retornase al camino de la paz y
prosperidad que el país había conocido durante la era de las
monarquías absolutistas, especialmente en la época del Rey Sol,
Luis XIV. La nación necesitaba un héroe que restableciera la
grandeza extraviada luego de la toma de la Bastilla. Dentro de
esa atmósfera aparece el corso, a quien, además, se le exige, el
cumplimiento de una meta esencial para la sobrevivencia de los
galos: impedir que la nación fuese presa fácil de Alemania, su
archi enemigo histórico. Bonaparte alcanza esas metas con
eficacia. Pero, ocurre que Francia al poco tiempo le resulta
pequeña. Es entonces cuando el exitoso y genial estratega
militar intenta reeditar las glorias del antiguo Imperio Romano.
Sus pares pasan a ser Julio César y Marco Antonio quienes, a su
vez, se comparan con Aquiles y Héctor. Napoleón decide ampliar
las fronteras francesas y colocar en su puño el control de toda
Europa. Le da rienda suelta a su megalomanía. Se proclama
Emperador. Así cava su propia tumba.
Salvando las
astronómicas distancias que separan al caudillo francés del
gamonal vernáculo, aquí nos encontramos con un fenómeno similar.
A Hugo Chávez Venezuela se le hizo diminuta. Ahora su problema
es salvar al mundo. Al planeta Tierra en su vasta extensión. El
oriundo de Sabaneta es más ambicioso que Bolívar, quien sólo
aspiraba a librar del yugo español a parte de Suramérica. Además
de todas las diferencias que existen entre el Libertador y el
autócrata de los llanos, se agrega una que no es nada
despreciable: Bolívar pone su fortuna personal al servicio de
una causa que él y la historia consideran justa; se desplaza
por el continente a lomo de un caballo blanco que sólo consume
pasto y el séquito que lo acompaña duerme donde la noche lo
agarra. En cambio Chávez derrocha el dinero de todos los
venezolanos en giras fastuosas e inútiles, en las que rompe las
reglas elementales de la diplomacia y la coexistencia pacífica
entre gobiernos civilizados. El petro avión en el cual surca
los aires del globo terráqueo le cuesta a la nación una fortuna
inmensa, mientras la comitiva que lo rodea se aloja en los
mejores hoteles que se consiguen en cada una de las ciudades que
visita.
Los electores que
votaron por él lo eligieron para que redujera la pobreza,
acabara con la delincuencia, adecentara el Poder Judicial y
mejorar la infraestructura. Ninguna de estas metas las ha
cumplido en más de siete años en Miraflores. Al contrario, el
país retrocede en cada una de ellas. A pesar de las cifras tan
optimistas que proporciona el Instituto Nacional de Estadísticas
(INE), la pobreza afecta a un vasto sector de la nación. El
propio Chávez admitió en Inglaterra que en esta condición se
encuentra 40% de las familias venezolanas; en cifras absolutas
esto significa que más de 10 millones de personas. La
delincuencia e inseguridad es mayor que en cualquier otro
momento de la historia nacional. Ni siquiera durante la Guerra
de Independencia o la Guerra Federal los venezolanos nos
sentimos tan indefensos frente al auge de los malhechores. Hasta
en las cárceles, donde están encerrados menos de 20 mil
reclusos, se cometen crímenes que la Guardia Nacional no logra
detener. El Poder Judicial está más politizado y subordinado a
Miraflores que nunca. Las oprobiosas “tribus” que en el pasado
controlaban todo lo que ocurría dentro de ese sistema, hoy
parecen el club de Toby frente a las nuevas y poderosas mafias
que los bolivarianos han propiciado. La infraestructura del país
se encuentra en el piso. La trocha que enlaza Caracas con el
litoral central constituye la mejor muestra de la forma como la
“revolución bonita” entiende el desarrollo del país. En los
estados andinos medio centenar de puentes han sido barridos por
ríos desbordados. Venezuela está regresando a la era
pregomecista, cuando circular por el territorio nacional era una
tarea de titanes.
Ninguna de las metas
prácticas y simples que los ciudadanos le fijaron a Chávez han
sido alcanzadas. El hombre del patio utiliza la enorme riqueza
petrolera para proyectar a escala continental y planetaria un
proyecto trasnochado al que llama socialismo del siglo XXI y,
por añadidura, libra un enfrentamiento temerario con los Estados
Unidos y con el presidente Bush, que sólo puede ocasionar
consecuencias negativas, tanto en el presente como en el
futuro. La megalomanía de Chávez se ha convertido en un factor
de perturbación en la región, tal como lo denunció con firmeza
Alejandro Toledo en Viena. Los altísimos precios del crudo en
los mercados internacionales alimentan el delirio del caudillo
tropical, que ahora, como también dice Toledo, se cree el
presidente de toda América Latina, y no sólo de la modesta
patria de Bolívar.
Lamentablemente la
oposición no haya el camino adecuado para encarar con éxito la
locura del jefe de Estado. Las fuerzas democráticas, como si
hubiese muchas opciones, se consumen en una duda hamletiana
entre participar o no participar en los próximos comicios de
diciembre. Con los mismos argumentos que esgrimían en 1997 y
1998, quienes en el campo del chavismo se resistían a que el
teniente coronel interviniera en las elecciones, hoy importantes
dirigentes de la oposición se niegan a involucrarse a fondo en
el proceso electoral.
Todos los problemas
que está causando el Napoleón doméstico en el país y en la
región, que tendrían que ser objeto de denuncias y debates
continuos y categóricos en la campaña electoral, se están
dejando de lado. Chávez mantiene la iniciativa en el escenario
político, sin que los sectores democráticos sean capaces de
colocar en el ojo del huracán las incontables deficiencias de un
gobernante incompetente y delirante, que usa la bonanza
petrolera para promover un proyecto hegemónico que fracasó en
todo el mundo, y que allí donde todavía persiste, como en Cuba y
Corea del Norte, únicamente ha servido para empobrecer al pueblo
y mantenerlo sometido a la bota de un dictador.