En
1966 Fidel Castro anuncia ante sus camaradas del Partido
Comunista Cubano (PCC) que ellos -los amos del poder, los que
habían construido campos de concentración en la isla, los que
habían fracturado el país en dos pedazos, los que habían acabado
con la relativa prosperidad que vivía el país a finales de los
años 50- tendrían que acostumbrarse a gobernar aun siendo
minoría. De este modo el comandante reconocía que su popularidad
se había esfumado, y que sus mejores años se lo habían tragado
los polvos levantados por las nacionalizaciones, las
expropiaciones, las confiscaciones y los abusos de toda índole
cometidos por el régimen contra los ciudadanos indefensos. A
mediados de la década de los 60, Castro no despertaba el fervor
de los primeros años de la revolución, cuando habría ganado
cualquier elección, así se hubiese tratado de escoger el monje
más casto y piadoso de las antillas. De aquel anuncio han
transcurrido 40 años.
La última elección
libre que hubo en Cuba fue en 1948, cuando resultó ganador
Carlos Prío Socarrás, quien fuera derrocado de forma violenta
por Fulgencio Batista, en marzo de 1952. Los isleños llevan casi
60 años sin saber lo que es una campaña electoral con varios
candidatos, programas de gobierno diferentes, opciones políticas
e ideológicas distintas, y medios de comunicación que difunden
mensajes disímiles e, incluso, contradictorios. Los comunistas
cubanos se defienden aduciendo que las elecciones en las
democracias burguesas son simples mascaradas que esconden el
carácter clasista y explotador del Estado capitalista, mientras
que la “verdadera democracia” es la “democracia socialista”,
donde todos los cargos, hasta el de portero, se escogen mediante
el voto popular. Puras pamplinas, aunque en esto hay que darles
la razón.
En Cuba votar forma
parte de los ritos comunistas. Se vota del mismo modo que se le
rinde culto al ego infinito de Fidel Castro, que se venera la
figura del Che Guevara o que se exalta ese episodio
irresponsable y criminal que fue, en 1953, el asalto al Cuartel
Moncada. Se vota porque quien no lo haga sabe que su tarjeta de
racionamiento vendrá aún más menguada, que recibirá con
frecuencia inusitada la visita de la policía secreta, que será
hostigado en el trabajo, en la escuela, en el barrio. En fin, se
vota porque el costo de no hacerlo resulta demasiado alto y
doloroso. Sin embargo, el acto de votar en la tiranía castrista
carece del significado que ha tenido desde que se desarrollan a
plenitud las democracias occidentales; esto es, luego de que
el sufragio se universaliza y extiende a todos los sectores de
la sociedad mayores de edad. En Cuba se vota para sobrevivir, no
para escoger, pues las únicas opciones existentes son las que
ofrece el PCC. Los comunistas controlan toda la sociedad, desde
los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) hasta el Comité
Central del partido y el Consejo de Estado, presidido, desde
luego, por el doctor Castro. Nada se mueve sin el consentimiento
y vigilancia del omnímodo Partido Comunista. La dictadura
totalitaria trata de ocultar sus tenazas con elecciones que no
pasan de ser sino simples bufonadas. El esquema que Castro
implantó en medio de la Guerra Fría fue trasladó intacto a la
era que comienza tras la caída del Muro de Berlín.
Haciendo los ajustes
correspondientes, este es el modelo que trata de implantar el
teniente coronel Hugo Chávez. Su propósito es claro: como, a
diferencia de Castro, no puede decretar el régimen de partido e
ideología única, ni suprimir las elecciones, lo más conveniente
es prostituirlas. Convertirlas en un evento que carezca de la
fuerza que poseen los comicios en los países donde efectivamente
el Poder Público se constituye a partir del sufragio universal,
directo y secreto. De estas tres características, el jefe
revolucionario pretende acabar con la primera y con la tercera.
Con respecto a la
universalidad del sufragio, son tantos los tropiezos y
desincentivos que le coloca a la oposición, que resulta obvio
que no desea que esta acuda a medirse en un proceso
transparente con un candidato que la represente de forma
genuina. El domingo 11 de junio en Aló, Presidente
declaró que las capta-huellas y los cuadernos electrónicos van a
ser utilizados en la cita del 3 de diciembre. En primer lugar,
no es a él a quien corresponde tal pronunciamiento. Esta es
materia exclusiva del Consejo Nacional Electoral, poder al que
la Constitución le confiere la misma jerarquía que al Ejecutivo
Nacional. En segundo lugar, la supresión de los cuadernos
electrónicos y de las capta-huellas fue una conquista de la
oposición en las elecciones legislativas del 4 de diciembre
pasado. Por lo tanto, en este terreno no hay razones para
retroceder. Lo único que explica su insistencia en el tema es su
intención de impedir que la oposición acuda a la consulta, y que
los comicios se efectúen dentro del coto integrado por el
chavismo y los logreros que se prestarán para darle un barniz
de legitimidad y amplitud a la consulta.
La otra intención,
nada colateral, es suprimir la confidencialidad del voto. De
sobra se sabe que los software permiten rastrear el
voto, establecer la secuencia de los electores y llegar hasta el
nombre y apellido del votante. Si esto se combina con la lista
de Tascón y con la Maisanta, resulta fácil comprender el
terror bíblico que sentirá el elector en el momento de votar por
el candidato opositor. En este breve recorrido no estoy
incluyendo el ventajismo oficial en todos los órdenes: uso del
Gobierno y del Estado como instrumentos de la campaña oficial y
de culto a la personalidad, las cadenas de radio y televisión,
un patrón electoral y un Registro Electoral Permanente inflado y
parcializado, y todas las demás piezas que forman el tablero
institucional arreglado para que el teniente coronel gane sin
sobresaltos la contienda de diciembre. Este conjunto forma un
capítulo aparte.
Ahora bien, ¿qué
hacer para modificar estas condiciones tan leoninas? ¿A partir
de cuáles coordenadas es posible construir la fuerza social y
política que, sin apelar a la violencia, doblegue la voluntad
del autócrata? Desde mi perspectiva, la única opción democrática
consiste en asumir el reto electoral tal como si estuviésemos en
un país verdaderamente democrático, y, a partir de esa
plataforma, tratar de conquistar (y reconquistar) las
condiciones que permitan que el acto de diciembre sea un evento
en el que valga la pena participar. A partir de la evaluación
del curso de los acontecimientos la oposición tendría que
decidir si concurre a las urnas o no. Sería lamentable que un
retiro prematuro de la contienda le permitan a Chávez gobernar
a pesar de ser minoría.