El
río de gente entusiasta y llena de esperanza que desbordó la
avenida Libertador el sábado 7 de octubre, debe de tener
desconcertados y muy preocupados a Hugo Chávez y su comando de
campaña. El precario acto de los rojos al día siguiente en El
Valle, ha de tenerlos aún más conmocionados. Rosales y Chávez
compitieron casi simultáneamente en el mismo terreno. El primero
salió, sin dudas, vencedor.
Apenas unos meses
atrás el triunfo del caudillo en la cita del próximo 3 de
diciembre, parecía una cuestión de trámite. El actual
Presidente de la República marchaba a toda velocidad por una
autopista en la que no había peajes, ni islas, ni curvas, ni
ningún otro tipo de obstáculos. La oposición se debatía en
discusiones bizantinas acerca de las primarias, las condiciones
electorales, el Registro Electoral, los cuadernos electrónicos,
las capta-huellas, la parcialidad obscena de la mayoría chavista
del Consejo Nacional Electoral, y todo el descarado ventajismo
del Gobierno en el proceso electoral. Tan seguro y confiado se
sentía el hombre de Sabaneta, que emprendió varios periplos
costosos e inútiles por el planeta, para venderse como líder del
tercermundismo antinorteamericano, y para tratar de conseguir
para su gobierno un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU,
el cual, por cierto, luce cada vez más lejano. Las pruebas
atómicas de Corea del Norte parecen haberle dado la estocada
final a las pretensiones del autócrata vernáculo.
La arrogancia le
está saliendo muy cara a Chávez. Haber desatendido los graves
problemas nacionales, haber permitido que la delincuencia se
apoderara del país, que los alimentos se paseen por las nubes, y
haberse alejado de la gente, han minado la popularidad del
candidato de la reelección. La petulancia suele erosionar el
prestigio de los políticos. El desprecio que acompaña la
subestimación por el adversario con frecuencia es castigado por
los electores. El caso más reciente es el de Lula. El
carismático y eficiente mandatario brasileño, desprendido en las
encuestas durante muchos meses, se negó a participar en un
debate televisivo con sus adversarios. Este signo de soberbia,
junto a los permanentes y sonados casos de corrupción de algunos
de sus colaboradores más inmediatos, impidió que ganara en la
primera vuelta. Ahora, obligado a debatir con su contrincante
socialdemócrata frente a las cámaras, cedió terreno cuando se
vio acosado por un rival implacable. El líder del Partido de los
Trabajadores ahora ve seriamente comprometida su victoria.
Claro, hay que decirlo, Lula no es un Presidente con vocación
antidemocrática, ni totalitaria. No ha doblegado a las
instituciones del Estado brasileño, ni ha roto el equilibrio
entre los poderes públicos. El poder electoral en Brasil no está
cuestionado, ni constituye una sucursal de la presidencia de la
República. Son las diferencias entre un líder democrático y
otro impulsado por la fuerza del autoritarismo.
Esa distancia entre
uno y otro presidente que aspiran a reelegirse, obliga a pensar
en los distintos escenarios que se le presentan a cada uno
ellos. Lula está obligado a aceptar los resultados de la segunda
vuelta aunque le sean desfavorables. En el supuesto negado de
que se plantease realizar alguna maniobra de última hora que
impidiese la segunda vuelta, la aventura no contaría con el
apoyo de ninguna institución brasileña. Su futuro político
quedaría cancelado.
Lo mismo no puede
decirse de Chávez. Creo que en el panorama aparecen tres
posibilidades para el mandatario vernáculo. La primera es que en
las encuestas aparezca ganando por un amplio margen. Si nos
atenemos a los resultados que aportan Luis Vicente León y
Datanálisis, este riesgo existe. Sería dramático para el país,
pero habría que admitir que la mayoría de los electores se
inclina por el suicido colectivo. La segunda es que en los
sondeos se muestre triunfando por un margen ceñido y que,
entonces, prevalido de su control del CNE, opte por propiciar un
fraude que resulte extremadamente difícil demostrar, tal como
ocurrió con el referendo revocatorio. En este caso quedaría la
duda ante la opinión pública nacional e internacional. Aparte de
esto, nada pasaría. El tercer escenario es el más complejo. En
él la mayoría de las encuestas serias lo colocarían como claro
perdedor.
Situado ante esas
frías cifras estadísticas, Chávez se vería de nuevo ante tres
alternativas. La primera: jugar limpio, ir al cadalso y aceptar
los resultados. Segunda: acudir a la cita, pero llevar a cabo un
fraude masivo y obsceno que lo desenmascare definitivamente ante
la comunidad internacional. Tercera: impedir la consulta del 3
de diciembre para escapar de la derrota y eludir perpetrar el
fraude. Para activar esta última opción podría dar alguna
pirueta extravagante: autogolpe, autoatentado, atentados
“terroristas”, traer otros paramilitares, agredir a Colombia. En
cualquiera de estos casos podría declarar el Estado de
Emergencia y, por lo tanto, impedir que los comicios se
realicen.
Probablemente estos
escenarios post avalancha suenen algo barrocos. Sin embargo, hay
que recordar lo siguiente: el hombre no deja de insistir en que
gobernará indefinidamente, o por lo menos hasta 2021; que él y
los suyos llegaron para quedarse, y que “los otros no volverán”,
como si la decisión de quiénes se van y quiénes vuelven
dependiese de su voluntad. Más importante aún: Chávez llevó
hasta el límite la fecha de realización del referendo
revocatorio; por distintos motivos lo aplazó durante un año,
hasta que estuvo convencido de que podía ganarlo con buenas o
malas artes. Lo mismo podría ocurrir en esta ocasión.
El novedoso giro
“amoroso” de su campaña, después de los sucesivos descalabros
nacionales e internacionales que ha sufrido, no significa que
esté dispuesto a redimirse. Solo significa que su evaluación de
la marcha de la campaña lo condujo a hacer algunos ajustes
tácticos, que le quiten el olor a azufre que despide y los
cachos de diablo que se le ven a leguas.
En las actuales
circunstancias, la oposición debe exigir que se realicen las
elecciones en la fecha prevista, seguir luchando para
convertirse en una mayoría ostensible que se refleje en todas
las encuestas, al menos en aquellas que intentan captar lo que
ocurre efectivamente en la realidad, y estar alerta ante
cualquier movimiento extraño del ahora asustadizo presidente.