La
repentina crisis en la salud de Fidel Castro y su posterior
convalecencia ha colocado, una vez más, al decano de los
dictadores del planeta en el centro de la agenda noticiosa de
América Latina. Su enfermedad se maneja en medio de una
atmósfera de misterio que recuerda las angustiosas historias de
las buenas novelas de la serie negra. El autócrata ha tenido de
nuevo la oportunidad de mostrar su ego tamaño catedral, y no la
ha desperdiciado A pesar del hipotético desarrollo de la
medicina cubana, es él mismo quien da los partes facultativos.
En medio del trance agónico, se muestra como la encarnación del
elegido, que pasa por encima de las enfermedades cual si estas
no lo afectaran. Se presenta, otra vez, como el epítome de la
egolatría, la vanidad y la prepotencia.
Castro Ruz, con 80
años a cuestas, ha tenido suficiente tiempo para cambiar, sin
embargo no lo ha hecho, al menos en los aspectos centrales de su
forma de gobernar. En 1959, cuando asume el poder, el mundo está
polarizado entre el capitalismo y el comunismo, entre Estados
Unidos y la Unión Soviética. Como se sabe, la revolución
democrática que se creía había liderado, se transforma, sin que
el vuelco hubiese sido acordado por todos los líderes del
Movimiento 26 de Julio, en una revolución comunista que fusila a
miles de ciudadanos que no comulgan con el credo castrista,
expropia de forma compulsiva y confisca propiedades foráneas y
domésticas, acaba con la propiedad privada, cerca la educación
católica, y va construyendo, con la asistencia de la tenebrosa
KGB y las policías de Checoslovaquia y Alemania Oriental, el
aparato represivo más sanguinario de toda América Latina. En la
era de Jruschov y, posteriormente, de Leonidas Brezhnev, cuando
la URSS se torna cada vez más sombría, Fidel Castro se acopla
perfectamente a los dictámenes de Moscú. Tanto, que no le
importa enviar un contingente de 150.000 soldados a África para
que libren en ese territorio una guerra absurda contra el
“imperialismo norteamericano”. De su incursión en esas tierras
quedan gobiernos represivos y antidemocráticos, que en vez de
promover la libertad y el progreso, hunden aún más en la miseria
a sus pueblos.
Frente al despertar
de los obreros polacos liderados por Lech Walesa y el movimiento
Solidaridad, en los inicios de la década de los 80, Castro
reacciona como todo un dictador comunista: descalifica la
protesta por “derechista” y “contrarrevolucionaria”. La
dictadura contra el proletariado, de la cual los obreros polacos
tratan de librarse, es respaldada sin rubor por el abogado
Castro Ruz. Luego aparecen la perestroika y la
glassnot, anunciadas por Mijail Gorbachov para introducir
cambios drásticos y esenciales en la rígida estructura de poder
existente en el Kremlin. Gorbachov reconoce que frente a la
fuerza creciente de Solidaridad en el mundo comunista y el
deterioro evidente e indetenible del poder ruso, había que
impulsar cambios renovadores. Las transformaciones modernizantes
del líder soviético son descalificadas de inmediato por el
dictador antillano. A Castro, Gorbachov le parece un mandatario
pusilánime, incapaz de enfrentar con coraje la crisis del
imperio soviético. Su fórmula era sencilla: ante el deterioro
del poder, mayor represión. Desde luego que Castro se mueve con
cautela en su distanciamiento y critica a las reformas
emprendidas en la URSS. Zamarro y vividor como es, sabe que
librar un enfrentamiento directo con el alto mando ruso podría
costarle el suministro del oro proveniente de Moscú, fuente de
energía que necesitaba para mantener su tiranía.
El derrumbe del Muro
de Berlín, la implosión del imperio soviético, que se desploma
sin que se hubiese disparado un solo tiro, ni haya habido un
solo muerto, y la caída en olas sucesivas de todas las
dictaduras de Europa Oriental, incluido el hermético despotismo
impuesto por Enver Hoxha en Albania, transcurren sin que Fidel
Castro mostrara ninguna intención de cambios democráticos y
apertura económica en Cuba. Su reacción ante el giro más
espectacular que se produce en la Tierra desde la Segunda Guerra
Mundial es el enquistamiento monacal. Encapsula a la isla,
hundiéndola en un infierno de necesidades y carencias alejadas
del nivel de satisfacción alcanzado en el resto del mundo
occidental. Mantiene una resistencia criminal -cuya víctima
principal es el pueblo antillano- contra el capitalismo, contra
la modernidad, contra el libre intercambio, contra la democracia
liberal, cuando los antiguos países “satélites”, que también
habían girado en la órbita soviética, se aprestaban a sacudirse
las cuatro décadas de atraso comunista, y afinaban sus
instrumentos para emprender el camino hacia el progreso dentro
de la economía de mercado. Castro implanta el llamado “período
especial”, eufemismo que intenta vanamente ocultar su atraso
ideológico y su intransigencia ante los cambios. Su tozudez
irresponsable le cuesta décadas de rezago y miseria al pueblo
cubano.
Después de 17 años
de haber sido demolido el Muro de Berlín, 15 de haberse disuelto
la URSS, y alrededor de tres lustros de haberse extinguido el
comunismo en Europa oriental, todos los países que antes
exhibían la hoz y el martillo, en la actualidad muestran
indicadores de bienestar crecientemente universales y
equitativos. La vieja Alemania oriental ha modernizado su parque
industrial y renovado su paisaje urbano. Lo mismo sucede en
Checoslovaquia, Hungría, Polonia y el resto de las naciones de
Europa del Este. Además de economías competitivas hay
democracias en franco proceso de consolidación, con gobiernos
alternativos electos en comicios universales y transparentes
(por eso es que al señor de Sabaneta de Barinas, ni por error,
se le ocurre pisar esos suelos para hablar de las “bondades” del
socialismo del siglo XXI).
Mientras esto ocurre
en el viejo continente, Cuba sigue sumida en la división y la
miseria. Vive del rédito que la da la ONU por sus supuestos
logros en educación y salud, conquistas de las cuales hay que
sospechar, pues resulta muy extraño que un pueblo que no se
alimenta bien, goce de buena salud (¿será que Castro ha
convertido a los cubanos en faquires?); también mueve a la duda
que la educación -que por su propia naturaleza debe ser amplia y
diversa- sea buena, cuando se le utiliza como mecanismo para el
adoctrinamiento y la fanatización, no se tiene acceso libre a
Internet y no se consiguen libros ni revistas actualizadas.
Dentro de pocos años
el abogado Castro Ruz será tan recordado como lo son hoy Stalin,
Brezhnev, Hoxha, y esa amplia galería de déspotas comunistas que
para infortunio de la humanidad han aplastado a sus pueblos.