Dentro
de esa atmósfera en el que se ha perdido todo pudor y toda
sindéresis (¿se acuerdan de esta palabrita tan mentada por el
señor que ahora está en la vicepresidencia de la república?), el
comandante -con motivo de la celebración de los siete años de su
(¿podría decirse?) gobierno- profirió, palabras más palabras
menos, la siguiente amenaza: ¡y qué me cuesta ordenar el cierre
de las refinerías que tenemos en los Estados Unidos, que
abastecen de combustible a Citgo! ¿Desde cuándo esas refinerías
y Citgo son propiedad del señor Chávez? ¿Una decisión tan
trascendental y grave para el presente y el futuro del país, no
tendría que ser consultada ampliamente y adoptada por la mayoría
de los venezolanos? ¿Quién le confirió al teniente coronel la
potestad de decidir unilateralmente sobre el destino de los
bienes patrimoniales de la nación?
Los venezolanos
hasta 1998 elegíamos un Presidente de la República. Eran hombres
que cumplían, unos mejor que otros, un conjunto de atribuciones
y competencias asignadas en la Constitución de 1961. En el marco
de esas facultades tenían que desempeñarse. No disfrutaban de
una discrecionalidad absoluta, pues a partir de la huida de
Pérez Jiménez la nación había ido dejando atrás la autocracia y
el caudillismo, y se había ido convirtiendo -con muchas
imperfecciones- en una República, con instituciones tan fuertes
que se dieron el lujo, en cierto momento, de intentar condenar a
un ex Presidente, derrotar dos golpes de Estado, destituir un
Presidente en ejercicio y, finalmente -dado que se creía en el
significado del voto y en la alternancia en el poder-, aceptar
el triunfo de un sedicioso que había prometido acabar con el
sistema democrático representativo, tal como ahora lo está
haciendo.
Parte del plan para
demoler la república democrática puesto en práctica por el
oficialismo, se orienta a redefinir el lugar del Presidente. En
estricto sentido no puede afirmarse que Chávez se vea a sí mismo
como Presidente de una República. Esto incluye a sus
monaguillos. Si fuese ese el caso, el hombre de Sabaneta se
comportaría de otra manera. Respetaría la Constitución y las
leyes, sobre todo aquellas que le colocan límites inflexibles al
primer mandatario (por ejemplo, las leyes electorales);
respetaría a los miembros de su Gabinete ejecutivo, lo mismo
que al Parlamento y a los congresistas; acataría las decisiones
del Poder Judicial y preservaría su autonomía; propiciaría que
la Fiscalía fiscalice, la Contraloría controle y la defensoría
del Pueblo sea un órgano que asuma la protección de los
ciudadanos indefensos ante el Estado; fomentaría un Poder
Electoral equilibrado e independiente, tal como establece la
Carta Magna y la ley que lo rige; tratándose de un Estado
federal como Venezuela, estimularía el acercamiento y la
colaboración permanente entre el poder central y las
gobernaciones y las alcaldías.
Sin embargo,
nada de esto ocurre. El teniente coronel actúa en el sentido
opuesto. Es el autócrata típico. Se considera a sí mismo un
emperador tropical, colocado por encima de la Constitución, de
todas las instituciones y todos los procedimientos legales. No
es un mandatario sometido a un marco legal de normas y
regulaciones, las establecidas en el artículo 236 de su propia
Carta, sino un agente libre y discrecional que se siente
investido de la autoridad para hacer lo que le da la gana. Por
eso amenaza con cerrar las refinerías en USA; le regala 30
millones de dólares a Evo Morales; le dona 17 millones a un
hospital en Paraguay; decreta aumentos no contemplados en la Ley
de Presupuesto; compra aprestos militares por centenas de
millones de dólares a distintos países; en fin, hace con los
recursos públicos lo que le viene en gana. En el plano
internacional, sin consultar a ninguna institución
especializada, ni atender el sentido común, se alía con Siria y
Cuba para apoyar a un energúmeno como el nuevo presidente de
Irán, Mahmud (¡vaya nombre!), quien después de declarar que hay
que borrar del mapa terráqueo a Israel y que el holocausto es
una farsa inventada por los judíos, dice que el enriquecimiento
del uranio que existe en suelo iraní no será utilizado para
construir armas atómicas, sino para curar niños con cáncer y
ancianos enfermos.
La filosofía y la
praxis del comandante son sencillas y directas: la ley y la
norma soy yo. ¿A alguien que piensa y actúa de esa manera, y
que, además, permite y propicia un culto a la personalidad que
provoca risa, puede llamársele Presidente de la República? De
acuerdo con los grados de represión que ejercen, la ciencia
política identifica a este tipo de personaje como dictador,
tirano, emperador, monarca, autócrata o sátrapa. Jamás
Presidente de la República. Claro, siempre habrá quien
considere, digamos a Cuba, una República, y a Castro un
Presidente.
Después de siete
años gobernando hay que preguntarse si el modelo autocrático e
imperial impuesto por Chávez cuenta con amplio respaldo popular.
Ese festín de derroche y escualidez que fue la marcha del 4-F
indican que el proyecto del comandante no cuenta con el sólido
apoyo que una vez tuvo. Dentro del más ortodoxo estilo
fidelista, los rojos amenazaron a los funcionarios, chantajearon
a los contratados, sobornaron a los desempleados, coaccionaron
a los misioneros, contrataron miles de autobuses en todo el país
que se desplazaban con 4 ó 5 reclutas, gastaron miles de
millones de bolívares, sin embargo, a pesar de esa colosal
inversión, apenas lograron reunir a unas 200.000 almas. La
montaña parió un ratón. La movilización nacional fue apenas una
buena marcha capitalina.
El 4 de
febrero les ratificó al jefe y a su Gobierno lo que ya el 4-D
les había anunciado: Chávez no despierta el entusiasmo de
antaño, gran parte de su “popularidad” se afinca en la
coerción, en el derroche de los recursos públicos, en la falta
de instituciones que lo restrinjan y sometan a cumplir con las
normas legales y en la complicidad inexplicable de las Fuerzas
Armadas.