Hugo
Chávez, a diferencia de los grandes estadistas, concibe la
política como una sucesión interminable de eventos mediáticos.
El país lo dirige desde Aló, Presidente. El Gobierno,
como cuerpo orgánico que diseña y aplica políticas en los campos
más importantes de la vida nacional, desapareció desde hace
tiempo. La tasa de rotación de ministros es tan alta, que hasta
los periodistas especializados que cubren las fuentes oficiales,
se ven en serios aprietos para aprenderse los nombres de los
colaboradores del primer mandatario. Para saber quiénes
continúan en sus cargos y quiénes pasan a otros destinos, los
altos funcionarios están obligados a ver el show
dominical. Allí se enteran de cuáles son las líneas maestras del
gobierno, cuál el presupuesto de gastos, cuánto el aumento de
sueldos, cuáles las medidas en educación, salud, servicios
públicos y seguridad ciudadana (que no son muchas). ¿Cuánto
tiempo pasa un ministro sin reunirse con el jefe de Estado y
entregarle una cuenta? Esta pregunta nadie puede responderla.
Trabajar con quienes se supone son sus aliados más estrechos,
no forma parte de las prioridades del autócrata. Todo lo que
caiga fuera de los reflectores y de las cámaras de televisión lo
considera una pérdida de tiempo. La sana rutina administrativa
que debe mantener un Presidente de la República, no forma parte
de la agenda del mandatario criollo. Un día de estos convertirá
a Miraflores en una estación de televisión, y desde allí
dictará órdenes y dirigirá la vida de todos los ministros,
presidentes de empresas públicas, diputados, gobernadores y
alcaldes chavistas.
La
desmedida vocación mediática del caudillo lo llevó a cometer
los desaguisados de la sede de la ONU y del Harlem. El golpe
publicitario que buscaba lo logró. Su figura es mucho más
conocida ahora que antes de sus estrambóticas intervenciones.
Solo que el costo para la nación ha sido demasiado alto. Las
posibilidades de que vengan inversiones extranjeras con un
presidente tan dado al espectáculo fácil y a la agresión
injusta, se redujeron aún más. Venezuela se proyecta como un
país dirigido por una persona inestable, egocéntrica y
pendenciera, capaz de desatar graves conflictos con el único
propósito de satisfacer su egolatría. En un mundo interconectado
y globalizado, donde debe dárseles seguridad a los
inversionistas, lo que Chávez ofrece es incertidumbre y
violencia. Mal negocio para el país. De paso, la nación, por la
desmesura del autócrata, puede haber perdido la oportunidad de
obtener el puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Esto no
sería grave si la desaforada campaña de Chávez por conseguir esa
representación, no nos hubiese costado una inmensa fortuna.
Dinero que bien habría servido para mejorar los hospitales, las
escuelas, construir viviendas y, sobre todo, incrementar la
seguridad ciudadana. Por el derroche y la imprudencia habrá que
pedirle cuentas.
Chávez
es una quimera. Después de ocho años al frente de gobierno,
sigue conjugando los verbos en futuro. Promete resultados que
debió haber obtenido hace varios años. Su propio mito lo ha
construido no como, por ejemplo, Ricardo Lagos, afincado en la
eficacia y la responsabilidad, sino a partir del gasto
dispendioso de la riqueza petrolera, los “golpes” publicitarios
y las extravagancias delante de los flashes, como esa de
anunciar cada cierto tiempo un magnicidio.
Su comportamiento
como presidente lo está reproduciendo como candidato
continuista. Ahora es como Internet, no sube cerros, ni dialoga
con la gente común y corriente. Su contacto con el pueblo es
tangencial. No suda ni siente el calor de quienes todavía
confían en él. Considera que la victoria del 3 de diciembre la
tiene asegurada porque cuenta con la mayoría de los miembros del
CNE, posee el control de todas las instituciones del Estado y
cree mantener sometidas a las Fuerzas Armadas. Desprecio del
más puro el que siente por la mayoría de los votantes, incluidos
en primer lugar sus simpatizantes. La campaña del candidato
Chávez no guarda ninguna relación con la de un líder carismático
genuinamente popular, admirado y querido.
En días recientes
señaló que era una temeridad de Manuel Rosales ir a los barrios
pobres, pues supuestamente estos eran territorio chavista. Algo
perecido a que él, líder de los desamparados, se presentase en
La Lagunita. Además de establecer una división odiosa
-inaceptable en boca de quien fue electo para ejercer la
presidencia de todos los venezolanos- esa afirmación no resiste
ninguna prueba. El candidato en trance de reelección no se
atreve a ir a las barriadas populares, ni transitar por ellas,
como haría un dirigente democrático que trata de obtener el
voto de sus conciudadanos. Las pocas veces que está en
Venezuela, Chávez se refugia en Miraflores. Su campaña en
Caracas y en el interior no avanza en medio de la relación
directa con quienes irán a votar en diciembre. Álvaro Uribe,
mandatario de un país con un conflicto secular y con unas FARC
que habían prometido sabotear los comicios, salía a estrecharles
las manos a sus compatriotas de los sectores populares. Sin
embargo, el hombre de Sabaneta, que se considera como el único
venezolano capaz de gobernar el país, a pesar del aprecio con el
que dice contar, no se atreve a pasear por los barrios humildes,
ni por las urbanizaciones de la clase media, ni por ningún otro
lugar que no sea el Harlem de New York. En las caravanas y
mítines de su campaña, el candidato luce como el líder distante
e inaccesible que ha terminado siendo. El poder y la adulancia
lo envanecieron.
Razones para no
encontrarse con los ciudadanos de a pie le sobran. Todos los
problemas de Venezuela se han agravado desde que asumió la
presidencia. Hay más pobres, más desempleados, más inseguridad,
más niños en la calle. La inflación no cede. Los inversionistas
no llegan.
El relativo
fracaso de Lula, quien no pudo obtener la victoria en la primera
vuelta, como él, sus seguidores y muchos especialistas
esperaban, debe de tener a Chávez intranquilo. Si eso le ocurrió
a un Presidente carismático y exitoso, ¿por qué no puede pasarle
a una decepción en ejercicio?