¿Qué
pensaría el Libertador, quien a pesar de sus andanzas
donjuanescas era un hombre serio y austero, de que su figura
esté siendo utilizada por un megalómano vernáculo para
proyectarse internacionalmente? Podemos imaginar la ira que
semejante ultraje le causaría. En esta etapa trágica de la vida
nacional, en la que las explicaciones racionales no abundan, y
en el que la soberbia es el signo dominante del gobierno, algún
funcionario de alta jerarquía debería dar la cara y decirle al
país, sobre todo a los bolivarianos seguidores del “proceso” y a
los idólatras del Padre de la Patria, por cuál razón Hugo
Chávez aparece asociado con un espectáculo tan grotesco como el
que se pudo presenciar a través de la televisión y los medios
impresos.
Defender la
idea de que Bolívar es un patrimonio que nos pertenece a todos
los venezolanos y que su imagen hay que preservarla del festín
burlesco, nada tiene que ver con mojigatería o pudibundez. Los
carnavales de Río de Janeiro representan uno de los
espectáculos más importantes del mundo. Es esperado por millones
de fieles que lo siguen con devoción. Ahora bien, son eso: una
fiesta de origen pagano que tiene como propósito darle rienda
suelta al disfrute hedonista. Nada que condenar. Ahora bien, el
rostro de Bolívar no cuadra con una comparsa, ni con una
carroza, no porque los carnavales sean una fiesta menor o
vulgar, sino porque no se corresponden con la figura de un héroe
de la dimensión continental y mundial del prócer venezolano.
¿Alguien en su sano juicio se imagina al Gobierno de los Estados
Unidos financiando una escuela de samba brasileña para que
esculpan una réplica de Washington, o a los franceses para que
reproduzcan a Napoleón, o a los rusos para que hagan algo
parecido con Lenin? Los gobiernos preservan a sus íconos porque
en sus figuras míticas, incluso tan condenables como Lenin, se
sintetizan la historia y los valores de las sociedades a las que
pertenecen. Cuando una nación exalta al Olimpo a uno de sus
símbolos épicos, éste pasa a formar parte de los semidioses,
ante los cuales conviene mantener una actitud reverencial, lo
cual para nada significa perder todo sentido crítico. A los
héroes hay que entenderlos en los contextos donde se movieron, y
no sacarlos de allí, mucho menos para pasearlos en una carroza.
En este episodio, al
comandante el tiro parece haberle salido por la culata. El
Bolívar de Río ha sido un insulto para todo el país. No sólo
profanó al ídolo, sino que además, con tantas carencias que
muestra la población, se gastó un dinero que bien hubiese
servido para invertirlo en hospitales, escuelas, carreteras,
viaductos, etc.
Con Bolívar
ocurre lo mismo que con Vargas, no José María, sino el estado. A
este territorio este Gobierno lo ha maltratado como a ningún
otro. Después del deslave de 1999 se le prometieron villas y
castillas. Cancún, el hermoso y moderno balneario mexicano, no
competiría en riqueza y esplendor con la infraestructura que se
edificaría cuando los planes gubernamentales se pusiesen en
marcha. Los hoteles, los malecones, los restaurantes, los
servicios de toda clase, convertirían a esa entidad en un
paraíso. Los varguenses tendrían trabajos estables y bien
remunerados. La entidad dejaría de ser un satélite de Caracas, y
se transformaría en una zona autosuficiente por su atractivo
turístico nacional e internacional.
¿Qué ha ocurrido
luego de casi siete años de la tragedia? Vargas está peor que
nunca. Hoy depende más de Caracas. Las grandes cadenas y
consorcios hoteleros del mundo no lo incluyen en sus planes de
inversión. No se ha construido ni siquiera un cine. En la
precaria carretera que comunica a los pueblos de todo el litoral
central no puede caer una lluvia fuerte, porque comienzan a
rezar hasta los más incrédulos. La fantasía de un Vargas moderno
y pujante se volvió trizas ante la incuria oficial.
El
colapso del viaducto No. 1 era la pieza que faltaba. La
hecatombe que esa fractura produjo, hundió aún más a un estado
ya depauperado. Tanto, que la inauguración de la trocha, llamada
por el gobierno vía de contingencia, ha sido percibida
por los habitantes de Vargas como una bendición del Cielo. No es
para menos. Durante casi dos meses el estado estuvo desolado,
como si fuese un campo petrolero abandonado. Ahora bien, esa
trocha es un ejemplo vivo de lo que es la Venezuela de Chávez:
un país que se ve presionado a conformarse con las sobras; con
las migajas que le lanza el autócrata. La trocha se parece mucho
a la ruta de la empanada, a los gallineros verticales, a los
fundos zamoranos, a Barrio Adentro, a las soluciones
habitacionales donde la gente tiene que dormir parada, y a toda
esa pacotilla ideológica que forma la quincalla que Chávez le
ofrece al país. Del horizonte del caudillo desaparecieron las
grandes autopistas, los modernos hospitales, las urbanizaciones
confortables, las vastas haciendas tecnificadas que practican
una agricultura intensiva en capital y de alta productividad. La
maqueta diseñada por el comandante está construida con tablitas
y adobe. Venezuela, de seguir por el camino que le propone el
teniente coronel, terminará volviendo a ser aquel país arruinado
del período agro exportador, cuando los precios del cacao y el
café se habían desplomado, sólo que con cien años de retraso y
en medio de un cuadro en el que el gobierno nada en la
abundancia.
El Bolívar
de Río de Janeiro y la trocha representan los extremos en los
que mueve Chávez. El derroche grandilocuente hacia fuera y la
austeridad mediocre hacia adentro. Consciente de la paradoja, el
comandante delegó, cosa rara en él, en sus subordinados la
inauguración de la vía que mejor muestra sus siete años de
gobierno.