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El cerco alrededor de la iniciativa privada
por Trino Márquez
viernes, 2 junio 2006

 

         En distintos círculos universitarios e intelectuales del país se discute sobre las características básicas del régimen liderado por Hugo Chávez. Quienes se inclinan hacia la izquierda moderada -socialdemócratas o socialistas democráticos- insisten en que este pasticho de múltiples y complejas capas que es la “revolución bonita” hay que calificarlo de fascista, pues de comunista no tiene nada. Fernando Mires, destacado sociólogo chileno, experto en temas latinoamericanos, residenciado en Alemania desde hace bastante tiempo, se inscribe en esta corriente. Según esta manera de aproximarse al tema, el comportamiento del régimen bolivariano encaja cómodamente en los patrones de comportamiento de los camisas pardas de Benito Mussolini o de las Tropas de Asalto (SA) hitlerianas, que en el estilo de los camaradas  bolcheviques.

         Considero que, aunque interesante desde el punto de vista conceptual,  la diferencia entre los nazis, los fascistas y los comunistas es de grados, ya que en su esencia esas doctrinas mantienen una relación mellizal: representan tres caras del totalitarismo. Las coincidencias entre ellas  resultan más poderosas y sustanciales que sus discrepancias: tienen en común que repudian la propiedad privada; aborrecen la democracia representativa y, por supuesto, las elecciones libres; desprecian la libertad individual; le rinden culto al Estado, a la Patria y a todas las entidades colocadas por encima de las personas; ignoran los derechos civiles, y arrinconan y segregan a quienes consideran minorías; modifican la historia a su antojo para alinearla con sus intereses y su visión del mundo.

         Desde el punto de vista teórico, discernir entre los componentes fascistas (yo prefiero hablar de nazistas, pues este modelo representa la etapa superior del fascismo) y los comunistas, puede resultar interesante. Sin embargo, para la acción política lo que resulta más importante es que asumamos que Hugo Chávez no descansará en su afán de implantar un modelo colectivista con rasgos totalitarios cada vez más acentuados. En ese esquema, ciertamente, se combinan aspectos que provienen del nazismo y del comunismo, sobre todo de su versión fidelista. A este aspecto, ni los medios de comunicación ni los dirigentes políticos le están concediendo la enorme importancia que posee. No logran percibir la gravedad de lo que el teniente coronel  fragua con tanto esmero.

         Algunos de los instrumentos jurídicos que se han aprobado y entrado en vigencia en los meses recientes representan verdaderos misiles lanzados contra la línea de flotación de la economía nacional, la actividad empresarial y la iniciativa privada. Uno de ellos es la Solvencia Laboral, que entró en vigencia el pasado primero de mayo, luego de ser aprobada por el teniente coronel en Consejo de Ministros. La fulana solvencia constituye uno de los instrumentos más perversos de la ya abigarrada legislación laboral venezolana: eleva el costo de la fuerza laboral hasta niveles insospechados, les da un poder discrecional desmedido a los funcionarios del Ministerio del Trabajo encargados de otorgarla o revocarla y le proporciona al Gobierno una información completa de todos los datos de la empresa (nómina, salarios, etc.). Poseer ese papel resulta indispensable para tramitar dólares preferenciales ante CADIVI o para formalizar negocios y contratos con los organismos públicos, entre otras. La ausencia de un reglamento que establezca límites precisos a la actuación de los funcionaros y a los derechos de los particulares, crea un ambiente favorable para que prospere la corrupción. Esa solvencia, desde luego, promoverá aún más la informalidad. Los trámites para obtenerla, además de costosos, resultan endiabladamente engorrosos. También estimulará la desocupación: los altos costos que supone la creación de un empleo formal actuarán como un desincentivo para la inversión. Sin embargo, estos desestímulos a la iniciativa privada no le importan al Gobierno. Su propósito apunta a cercar la actividad empresarial privada. Asfixiarla hasta que quede agotada.

Otra bomba atómica del colectivismo chavista es la Ley Orgánica de Prevención, Condiciones y Medio Ambiente en el Trabajo (LOPCYMAT). Al igual que la Solvencia Laboral, abre las compuertas para que los responsables de su instrumentación, los consejos de trabajadores electos para tal fin, cometan toda suerte de abusos. La “democracia participativa” cristaliza en una Ley punitiva, que utiliza como coartada una supuesta intención de resguardar a los trabajadores frente a las inclemencias del ambiente laboral y la indolencia de los patronos, cuando en realidad lo que persigue es crear un clima de terror y amenaza constante contra los empresarios. Las sanciones contempladas en la LOPCYMAT no guardan relación con el carácter de las faltas. La ausencia de luz adecuada, un ruido demasiado alto o la carencia de agua fría, por ejemplo, puede dar lugar a multas exorbitantes. La filosofía que la inspira es idéntica a la que anima la Ley Resorte: provocar temor. La simetría que debe existir entre el pecado y la penitencia no existe. Se nota que el fin de la ley no es corregir errores, sino quebrar industrias y empresas, y desincentivar la iniciativa particular, para que toda la actividad empresarial pase a formar parte del Estado, de las cooperativas o de las empresas cogestionadas. Es la mentalidad anticapitalista puesta en movimiento.

La solvencia laboral y la LOPCYMAT se combinan con las invasiones, expropiaciones y  confiscaciones de hatos, haciendas y fincas; con la invasión de inmuebles urbanos; con las industrias que han sido obligadas a convertirse en cooperativas o a asumir la cogestión o la autogestión para poder sobrevivir; con las Empresas de Producción Social (EPS); con la transferencia masiva de recursos a las cooperativas y a la Misión Vuelvan Caras. Es decir, se articula con en ese proceso que poco a poco ha ido alcanzando la velocidad de crucero, y cuyo destino final es acorralar la iniciativa y la propiedad privada e imponer el colectivismo del siglo XXI.

Este giro hacia el socialismo (hacia el fascismo dirán algunos) se está produciendo sin que encuentre la oposición activa y decidida de las fuerzas que deberían encararlo. Todo indica que si el teniente coronel triunfa el 3 de diciembre, este movimiento se  acelerará hasta llegar a un ritmo meteórico. Sin embargo, la oposición se ocupa más de devorarse las entrañas. Las lecciones de Cuba, Rusia, Europa del Este y Corea del Norte todavía no las hemos aprendido.

          tmarquez@cantv.net

 
 
 
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