En
distintos círculos universitarios e intelectuales del país se
discute sobre las características básicas del régimen liderado
por Hugo Chávez. Quienes se inclinan hacia la izquierda moderada
-socialdemócratas o socialistas democráticos- insisten en que
este pasticho de múltiples y complejas capas que es la
“revolución bonita” hay que calificarlo de fascista, pues de
comunista no tiene nada. Fernando Mires, destacado sociólogo
chileno, experto en temas latinoamericanos, residenciado en
Alemania desde hace bastante tiempo, se inscribe en esta
corriente. Según esta manera de aproximarse al tema, el
comportamiento del régimen bolivariano encaja cómodamente en los
patrones de comportamiento de los camisas pardas de Benito
Mussolini o de las Tropas de Asalto (SA) hitlerianas, que en el
estilo de los camaradas bolcheviques.
Considero que, aunque interesante desde
el punto de vista conceptual, la diferencia entre los nazis,
los fascistas y los comunistas es de grados, ya que en su
esencia esas doctrinas mantienen una relación mellizal:
representan tres caras del totalitarismo. Las coincidencias
entre ellas resultan más poderosas y sustanciales que sus
discrepancias: tienen en común que repudian la propiedad
privada; aborrecen la democracia representativa y, por supuesto,
las elecciones libres; desprecian la libertad individual; le
rinden culto al Estado, a la Patria y a todas las entidades
colocadas por encima de las personas; ignoran los derechos
civiles, y arrinconan y segregan a quienes consideran minorías;
modifican la historia a su antojo para alinearla con sus
intereses y su visión del mundo.
Desde el punto de vista teórico,
discernir entre los componentes fascistas (yo prefiero hablar de
nazistas, pues este modelo representa la etapa superior del
fascismo) y los comunistas, puede resultar interesante. Sin
embargo, para la acción política lo que resulta más importante
es que asumamos que Hugo Chávez no descansará en su afán de
implantar un modelo colectivista con rasgos totalitarios cada
vez más acentuados. En ese esquema, ciertamente, se combinan
aspectos que provienen del nazismo y del comunismo, sobre todo
de su versión fidelista. A este aspecto, ni los medios de
comunicación ni los dirigentes políticos le están concediendo la
enorme importancia que posee. No logran percibir la gravedad de
lo que el teniente coronel fragua con tanto esmero.
Algunos de los instrumentos jurídicos
que se han aprobado y entrado en vigencia en los meses recientes
representan verdaderos misiles lanzados contra la línea de
flotación de la economía nacional, la actividad empresarial y la
iniciativa privada. Uno de ellos es la Solvencia Laboral, que
entró en vigencia el pasado primero de mayo, luego de ser
aprobada por el teniente coronel en Consejo de Ministros. La
fulana solvencia constituye uno de los instrumentos más
perversos de la ya abigarrada legislación laboral venezolana:
eleva el costo de la fuerza laboral hasta niveles insospechados,
les da un poder discrecional desmedido a los funcionarios del
Ministerio del Trabajo encargados de otorgarla o revocarla y le
proporciona al Gobierno una información completa de todos los
datos de la empresa (nómina, salarios, etc.). Poseer ese papel
resulta indispensable para tramitar dólares preferenciales ante
CADIVI o para formalizar negocios y contratos con los organismos
públicos, entre otras. La ausencia de un reglamento que
establezca límites precisos a la actuación de los funcionaros y
a los derechos de los particulares, crea un ambiente favorable
para que prospere la corrupción. Esa solvencia, desde luego,
promoverá aún más la informalidad. Los trámites para obtenerla,
además de costosos, resultan endiabladamente engorrosos. También
estimulará la desocupación: los altos costos que supone la
creación de un empleo formal actuarán como un desincentivo para
la inversión. Sin embargo, estos desestímulos a la iniciativa
privada no le importan al Gobierno. Su propósito apunta a cercar
la actividad empresarial privada. Asfixiarla hasta que quede
agotada.
Otra bomba atómica del colectivismo chavista es
la Ley Orgánica de Prevención, Condiciones y Medio Ambiente en
el Trabajo (LOPCYMAT). Al igual que la Solvencia Laboral, abre
las compuertas para que los responsables de su instrumentación,
los consejos de trabajadores electos para tal fin, cometan toda
suerte de abusos. La “democracia participativa” cristaliza en
una Ley punitiva, que utiliza como coartada una supuesta
intención de resguardar a los trabajadores frente a las
inclemencias del ambiente laboral y la indolencia de los
patronos, cuando en realidad lo que persigue es crear un clima
de terror y amenaza constante contra los empresarios. Las
sanciones contempladas en la LOPCYMAT no guardan relación con el
carácter de las faltas. La ausencia de luz adecuada, un ruido
demasiado alto o la carencia de agua fría, por ejemplo, puede
dar lugar a multas exorbitantes. La filosofía que la inspira es
idéntica a la que anima la Ley Resorte: provocar temor. La
simetría que debe existir entre el pecado y la penitencia no
existe. Se nota que el fin de la ley no es corregir errores,
sino quebrar industrias y empresas, y desincentivar la
iniciativa particular, para que toda la actividad empresarial
pase a formar parte del Estado, de las cooperativas o de las
empresas cogestionadas. Es la mentalidad anticapitalista puesta
en movimiento.
La solvencia laboral y la LOPCYMAT se combinan
con las invasiones, expropiaciones y confiscaciones de hatos,
haciendas y fincas; con la invasión de inmuebles urbanos; con
las industrias que han sido obligadas a convertirse en
cooperativas o a asumir la cogestión o la autogestión para poder
sobrevivir; con las Empresas de Producción Social (EPS); con la
transferencia masiva de recursos a las cooperativas y a la
Misión Vuelvan Caras. Es decir, se articula con en ese proceso
que poco a poco ha ido alcanzando la velocidad de crucero, y
cuyo destino final es acorralar la iniciativa y la propiedad
privada e imponer el colectivismo del siglo XXI.
Este giro hacia el socialismo (hacia el fascismo
dirán algunos) se está produciendo sin que encuentre la
oposición activa y decidida de las fuerzas que deberían
encararlo. Todo indica que si el teniente coronel triunfa el 3
de diciembre, este movimiento se acelerará hasta llegar a un
ritmo meteórico. Sin embargo, la oposición se ocupa más de
devorarse las entrañas. Las lecciones de Cuba, Rusia, Europa del
Este y Corea del Norte todavía no las hemos aprendido.