En
distintos escenarios Hugo Chávez se ha referido de forma
insistente al igualitarismo que debe predominar en el país. En
una de sus más recientes alocuciones, en reunió a un grupo de
empresarios para entregarles cheques que supuestamente
materializaban la voluntad de su gobierno de contribuir con los
emprendedores nacionales, insistió en que en la empresa todos
son importantes e iguales. Desde el gerente hasta el portero,
cada uno desempeña una labor significativa e insustituible, por
lo tanto, nada de quererse destacar, o de establecer jerarquías
odiosas y ofensivas para el espíritu humano. Como todas las
utopías igualitarias, encandilan los deseos del hombre de
Sabaneta. Sin embargo, al levantar un poco la alfombra
inmediatamente aparece la hipocresía de esa pretendida simetría,
destinada a encubrir el autoritarismo del régimen hegemónico que
ha logrado ir ensamblando. Chávez sabe que la división del
trabajo, las especializaciones y, por esta vía, las diferencias
forman una parte sana de la cultura. Desde hace varios siglos se
reconoce que la igualdad económica y social sólo se alcanzan en
ambientes económicos que propician la libre iniciativa,
resguardan la propiedad privada y restringen el tamaño y las
funciones del Estado. Las utopías colectivistas, desde los
falansterios de Fourier hasta el comunismo cubano, han desatado
tormentos bíblicos. En el plano político, la igualdad está
asociada al voto, institución que Chávez pisotea.
El fariseísmo del
discurso presidencial queda al desnudo al revisar el
comportamiento del mismo comandante. Nadie como él para ejercer
el liderazgo y la jefatura indiscutible. Algunas de sus frases
más recurrentes tienen que ver con su lugar dentro del
“proceso”: aquí hay un solo jefe y ese soy yo, se le ha
oído decir con frecuencia. La relación con sus ministros no es
la de un primo inter pares. A sus colaboradores más
cercanos los veja y humilla en público. Los designa y los
desecha en Aló, Presidente. La labor de gobernar forma
parte de un libreto en el que cada movimiento se ejecuta en un
escenario lleno de reflectores y micrófonos. Lo que Chávez les
propone a los empresarios y a los trabajadores se encuentra en
las antípodas de su propio comportamiento. Él es el autócrata
populista por excelencia. La viva encarnación de Yo, el
Supremo. Les propone a los otros lo que es incapaz de
practicar consigo mismo.
Sería
interesante que su visión “igualitaria” la discutiera con los
oficiales de las Fuerzas Armadas. Habría que ver la reacción de
los generales, almirantes y otros militares de alta graduación,
al oír que ellos tienen idéntica jerarquía que los soldados
rasos o que los subtenientes, que no han realizado estudios en
la Academia, entre ellos, el curso de Estado Mayor Conjunto, ni
han ido al IAEDEN. Por supuesto que Chávez, experto en el arte
de lanzar fuegos artificiales, jamás incurrirá en semejante
desatino. Su método de destrucción progresiva de las FAN es
otro: las politiza; les crea órganos paralelos como las
milicias; desconoce las jerarquías y la antigüedad en los
ascensos y en la asignación de cargos públicos, por ejemplo,
nombra ministro a un coronel y viceministro del mismo despacho a
un general.
Su discurso sobre la
igualdad es el mismo que elogia la pobreza (sobre todo la de los
demás), pero envuelto en un papel celofán de otro color. El
“hombre nuevo” guevariano-chavista está achatado por el
conformismo, la falta de estímulos al logro y al éxito. Da lo
mismo tener iniciativas y una mentalidad dirigida a conquistar
la prosperidad, que dejarse atrapar por la rutina y el
conformismo. El componente comunista y autoritario de este
igualitarismo no puede ocultarse: La igualdad no surge de la
generación creciente de riqueza producto del trabajo creador de
empresarios, gerentes, profesionales, técnicos y obreros, sino
de la voluntad de un gobernante benigno preocupado por el
bienestar de su pueblo. En el comunismo todas las instituciones
quedan subordinadas de forma incondicional al poder
revolucionario, que además se concentra en un líder irrefutable.
La estructura interna de las instituciones y organizaciones de
la sociedad se violan. La horizontalidad se impone desde arriba,
por decreto. El Gobierno declara que las organizaciones sociales
de la sociedad tienen que ser “igualitarias”. Lo que nunca es
equilibrada, horizontal, ni equitativa es la distribución del
poder dentro del Estado, del Gobierno y del Partido. El mando lo
ejerce, generalmente, la misma persona. Es un poder autocrático.
En este campo Chávez sigue la ruta delineada por Castro y por
Stalin. Sin embargo, sería injusto dejar de lado al nazismo.
Hitler practicó un “igualitarismo” equivalente al de sus
homólogos ruso y cubano: iguales eran todos los que estaban por
debajo de su infinito poder.
La visión comunista
de la igualdad se cuida de decir que la equivalencia debe estar
basada en el fortalecimiento del ingreso, el ascenso vertical
dentro de la escala social y en la expansión y consolidación de
los sectores medios de la sociedad. El paralelismo lo alcanzaron
los países de Europa, Estados Unidos, Japón, los tigres
asiáticos, ahora las naciones del este de Europa, y por estas
tierras lo está logrando Chile, a partir de la generación
abundante de riqueza en un ambiente de acato a las instituciones
democráticas, entre ellas a la institución del voto y la
alternancia en el poder, y de respeto al individuo y a la
libertad en todas sus variadas manifestaciones.
El igualitarismo que
propone Chávez es, más bien, uniformidad. El suyo es un
igualitarismo por abajo. Lo que trata es de cumplir con el
precepto socialista según el cual hay que distribuir
equitativamente la pobreza. Es una igualdad que aplasta y
uniforma, como el rojo de las misiones.