Los
desfiles militares representan un símbolo oprobioso del triunfo
de las armas sobre la razón. Son residuos del militarismo y el
despotismo. En los regímenes comunistas, nazistas y fascistas
simbolizan el poderío de la alta jerarquía totalitaria sobre la
sociedad, y constituyen una demostración de capacidad bélica que
sirve para amedrentar a la disidencia interna y disuadir a las
naciones democráticas de cualquier ataque o amenaza. Stalin,
Hitler y Mussolini llegaban al paroxismo ante el despliegue de
tanques, fusiles y cañones desplazados en medio de los
movimientos perfectamente sincronizados de los soldados y
oficiales de sus respectivos ejércitos. En sociedades gobernadas
por caudillos con mentalidad atrasada, esos desfiles sirven
para ensanchar el ego del jefe y, de paso, mostrar su supuesta
invulnerabilidad. Esas exhibiciones de fuerza no enaltecen a las
Fuerzas Armadas profesionales y con mentalidad democrática, sino
a lo gamonales y caciques. Por lo tanto, tales movilizaciones
resultan incompatibles con la naturaleza genuinamente
democrática de una nación, y nada tienen que ver con la
modernidad, el desarrollo de la sociedad civil y la existencia
de instituciones independientes y equilibradas, en las que el
poder militar está subordinado al poder civil. Por estas
razones, esos eventos, sobre todo si son pomposos y rodeados de
una solemnidad impostada, tendrían que desaparecer en todo aquel
país que se califique de amante de la libertad.
Derogar todo resabio militarista no
significa ignorar el aporte y sacrificio de los héroes que
lucharon por la independencia y forjaron la nacionalidad. A esos
próceres se les rinde homenajes más cónsonos con la
trascendencia y entrega de su esfuerzo, cuando los actos en
recuerdo de su gesta están definidos por rasgos en los que se
destaca la vocación republicana y libertaria de las epopeyas que
libraron. En Venezuela a partir de 1958 se trata de conciliar
las paradas militares con la democracia naciente,
convirtiéndolas en jornadas con amplia presencia popular. El
desfile en el Campo de Carabobo tradicionalmente reúne al
Gobierno, el pueblo y el Ejército. Es la manera como el país
recrea el episodio que sella la independencia nacional. La
parada militar forma parte de esa reconstrucción simbólica que
hace la nación de los acontecimientos que concluyen con la
Independencia. De allí que el uso del uniforme militar por
parte de Hugo Chávez el pasado 24 de junio, no posee el
significado de un justo reconocimiento a los protagonistas de
Carabobo, sino la distorsión de un gobernante emborracho por el
poder y que lo utiliza para provocar y atemorizar a los
sectores democráticos y civilistas de la nación. ¿Quién le dijo
a Chávez que vestirse con los atuendos de paracaidista y calarse
un casco que casi le tapa las narices (obviamente, por razones
de seguridad) constituye un reconocimiento a Bolívar, Páez,
Arévalo Cedeño, Bermúdez, Negro Primero y demás patriotas que
triunfan en Carabobo? Empezando que ninguno de esos valientes
podía calificarse de militar. Eran algo muy distinto: guerreros
y combatientes de origen civil que ofrecen sus vidas o la
arriesgan para que Venezuela se libere del imperio español y se
constituya en país libre y soberano. Las circunstancias en las
que le toca combatir y la ferocidad de la guerra contra los
peninsulares, los fuerzan a empuñar las armas y organizarse como
si fuesen militares de carrera. Pero esta fue una circunstancia
casual, no el leitmotiv de sus vidas. Bolívar, por ejemplo,
siempre se define a sí mismo como un libre pensador a quien le
preocupa, además de la independencia, la construcción de una
nación moderna en la que imperen las leyes y las instituciones
de carácter civil. Resulta que ahora quien aspira a continuar su
legado -en un acto de naturaleza esencialmente civil,
democrático y republicano- se disfraza de soldado, pervirtiendo
así la esencia del homenaje al máximo icono de Carabobo.
El hecho de que el 24 de junio sea el Día del Ejército no
significa que sea sólo del Ejército. Esa es una fecha
patria, una fecha nacional, en la que el país recuerda con
orgullo el sacrificio de sus ancestros. Como parte de la nación,
las Fuerzas Armadas rememoran las acciones épicas de aquellos
hombres de una valentía que no conocía fronteras, algo que, por
cierto, el nacido en Barinas no puede enarbolar. Éste, además
de torcer el sentido del tributo a los próceres, y movido por un
terror infinito, convierte el tradicional desfile en el Campo de
Carabobo en un simulacro bufo adornado con objetos de utilería.
La réplica del Arco de Carabobo, de anime. Los oficiales sin su
arma de reglamento. Las cartucheras sin cartuchos. La guardia
del primer mandatario, civiles vestidos de negro que le tienden
un cerco, a pesar de que, en teoría, el lugar más seguro para él
tendría que ser la sede del Ministerio de la Defensa y de la
Escuela Militar, sus compañeros de armas. Todo formando parte de
un guión que muestra de forma trágica el abismo en el que ha
caído el Ejército desde que Chávez llega a Miraflores.
Precisamente el día en que la patria recrea el coraje indómito
de sus libertadores, el jefe del Estado muestra ante el país y
el mundo su miedo insondable y su decisión de ofender a las
Fuerzas Armadas, haciéndolas aparecer como una pandilla que le
infunde terror a su Comandante en Jefe. Chávez traslada el acto
popular y masivo del Campo de Carabobo a un teatro en el que
escenifica una opereta de la peor estirpe militarista, que,
para remate, ofende a los miembros del Ejército.
Tanto esfuerzo de Bolívar por construir una República, y resulta
que quien en apariencia más los exalta, traiciona su ideario.
tmarquez@cantv.net
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