No
recuerdo en que contexto exacto habló
Hannah
Arend de “desamparo organizado”, pero si se
recuerda su obra en conjunto seguramente lo hizo ante el
brote totalitario que caía sobre Europa y en el marco
del desasosiego de su época.
El desamparo se organiza por
necesidad ante una persecución, pero se organiza para
minimizar el sufrimiento, para cubrir psicológicamente
las penurias, para tener un rostro que mirar en la
tragedia. Desamparo es no tener amparo, el desamparado
es el que está separado o dislocado, desamparar es dejar
sin amparo a alguien. Ese dislocado no tiene fuerza ni
estrategia para enfrentar el mal que lo acecha. Se queja
en su desamparo de no haber tomado previsiones, de haber
sido descuidado en sus análisis, de haber escondido el
rostro tras las cortinas pensando que el acechante no
venía sobre él.
El desamparo en política es
producto de la ausencia de cultura y de criterio. Otras
veces de hipnotismo de masas, como en el caso de las
grandes dictaduras totalitarias del siglo XX, pero aún
en estas últimas hay razones de otra índole, como vengar
afrentas contra la propia nacionalidad, descubrir un
violento contraste entre la grandeza supuestamente
merecida y un estado real de cosas donde prevalecen la
humillación y el desprecio. Siempre hay razones para que
los pueblos caigan en el desamparo. Son de signo
negativo o de signo positivo, sólo que lo positivo es
generalmente apariencia.
El desamparo produce
espejismos, tiene un efecto parecido al del sol del
desierto quemando arena y tostando cerebros. Por doquier
se comienzan a ver palmeras y una fuente de agua
cristalina. El desamparado es un zombi que se une a
otros para levantar escapes y refugios, salidas
artificiales, repeticiones constantes sobre la
proximidad del oasis hasta que el desamparado se
convence que el oasis está efectivamente delante.
Los desamparados se unen
para auto complacerse en la visión falsa. Todos repiten
el oasis está delante y así se apaciguan y entran en una
especie de euforia que se convierte en protector y cuyos
efectos opioides sedan y las conciencias entran en un
mar de tranquilidad. Si el oasis no está delante, como
efectivamente no estaba, se complacerán los pobres
desamparados repitiendo que cumplieron con su deber, que
buscaron el oasis, que agotaron sus energías en el
empeño y, en consecuencia, ya no se les pida nada más,
que cumplieron con su deber de buscar el oasis.
Si se les dice que el oasis
jamás estuvo delante entrarán en aletargamiento, no
responderán a las señales visibles de una caravana que
se dirige por ruta segura hacia un sitio de
aprovisionamiento. Alegarán que no se puede buscar el
oasis, sin comprender que lo buscaron donde sólo había
un espejismo.
Los pueblos desamparados se
organizan para perder el tiempo, para gastar energías
donde no deben, para ayudarse en su desamparo con
mentirijillas. Sólo las direcciones fuertes los pueden
sacar del trauma posparto fallido. A veces duran
decenios escarbando la tierra con el arado de la
resignación, sentimiento al que están muy proclives los
pueblos que organizan el desamparo.
Los pueblos desamparados que
meten la pata por sus autoengaños se distraen preparando
sopa de coles en las cocinas destartaladas y
recordándose de cuando podían echar un pedazo de carne
en el hervido. Entonces deciden que no quieren oír
hablar más de desamparo, como si borrándolo del léxico
cotidiano lo conjuraran. Los verdaderos dirigentes, los
que aparecen siempre después de los desastres, se
sentirán impotentes para despertar a aquél pueblo
comedor de coles, pero deberán insistir, aunque el
pueblo se dedique a levantar falsos ídolos y a entrar en
pecaminosas actividades. Si la voz es fuerte, decidida,
sin titubeos y sin dobleces, los comedores de coles
desamparados terminarán la pequeña juerga de su falta de
cultura política y tal vez sea posible arrancarles un
hálito para la marcha hacia el lugar de la seguridad y
de la salvación.
La organización de los
pueblos desamparados es efímera como el espejismo. Los
falsos profetas se evaporan, al igual que a sus palabras
se las lleva el viento. No duran
nada en el imaginario, son lanzados al olvido y algunos,
desesperados en la soledad, regresan humildes a los
predios que supuestamente combatieron. Es muy propio de
los pueblos desamparados por su falta de cultura
política, por la manipulación a que han sido sometidos y
son sometidos, este tipo de comportamiento que les
parece salvador, absolvedor de conciencias, limpiador
de reclamos, tranquilizante que les permite decir que
arriesgaron todo sin arriesgar nada. Entonces alegarán
que no hay espíritu navideño, que no hay voluntad para
hacer las hallacas, pero que de todas maneras harán unas
poquitas para no perder la tradiciones y la costumbres.
Por encima del olor a güisqui que quedará como resaca de
“mientras se pueda” tendrá que venir una dirección a
latiguear, a sustituir la organización del pueblo
desamparado por una organización de pueblo combatiente.