Una
de las enfermedades más graves que ha heredado la
democracia es la del cansancio de los electores. Las
elecciones, suprema forma de expresión democrática, se han
convertido en “deselecciones”. He seguido con atención el
lenguaje de los candidatos presidenciales que han
participado en todos los últimos procesos en América
Latina y sólo he encontrado una repetición angustiante. No
quiero decir que los electores ya no concurran a las
urnas, no se trata de un crecimiento puro y simple de la
abstención, se trata de que los electores no
van a elegir sino a “deselegir”.
Una de las formas patentes de
esta “deselección” es la
inclinación por la novedad. Candidatos o grupos “nuevos”
tienden a hacerse con los votos. El último caso que
estamos viendo es el de la elección presidencial en
Ecuador. No es, pues, una inclinación hacia la izquierda o
hacia la derecha lo que caracteriza los procesos
eleccionarios en nuestro continente; se trata de
inclinación hacia la “novedad”, se trata de “deselección”
sustituyendo a elección.
La desconfianza preside a los
electores. Una fundada en la repetición de las ofertas
incumplidas, una tolerable, admisible y comprensible. Otra
más peligrosa, una dañina, una que ve en el voto un
esfuerzo perdido o una inutilidad, una que atenta contra
las bases mismas de la democracia. La ola de la democracia
continental siempre ha tenido inclinaciones hacia un lado
u otro, pero ahora no se trata de elegir a quien conduzca
los destinos de cada país, ahora se trata de no elegir a
alguien. Entre nosotros la democracia ha bajado de la
línea horizontal de las mediciones hacia terreno negativo.
Ello ha conducido a un rebrote del populismo, mal
entendido por los “entrevistados predilectos” de la
televisión que lo consideran unas ofertas vacías, sin
contenido. Eso no es populismo, eso es demagogia. El
populismo es otra cosa, una apelación a una masa endiosada
a quien se proclama como la suprema instancia y a la cual,
al menos en teoría, se le otorgan todos los privilegios.
No pretendo entrar en disquisiciones sobre concepto de
pueblo o de nación, prefiero quedarme en que el populismo
otorga una peligrosa especie de “patente de
corso” a una mayoría
circunstancial, lo que conduce al más feroz totalitarismo.
Rosanvallon lo ha dicho
meridianamente: el populismo es una forma patológica de la
dimensión de la desconfianza.
El populismo conduce al
totalitarismo, pues el poder omnímodo no requiere de
ratificaciones, a no ser espurias. La desconfianza
transformada en “deselección”
elimina la raíz de la convivencia, pues la mayoría siempre
tiene la razón, lo que es inexacto y aberrante. Los
regímenes de este tipo se limitan a guardar las
apariencias en un mundo absolutamente hipócrita y dominado
por los intercambios comerciales. A Europa –la gran
prostituta- le bastarán algunos
signos exteriores de democracia para avalar a cualquier
gobierno que le permita hacer negocios. Es obvio que los
derechos humanos son los que más sufren con este brote
populista y con estas “democracias” de signo negativo que
resultan de la “deselección”.
Para seguir utilizando la
terminología de Rosanvallon
podríamos decir que una buena desconfianza le hace bien a
la democracia. Una mala la sepulta. He allí uno de los
puntos cruciales a ser analizados por una
teorización adecuada de lo que
debe ser una democracia del siglo XXI. El liderazgo
continental sigue repitiendo el lenguaje de la democracia
del siglo XX y, en muchos casos, un lenguaje
cuartelario que apunta hasta
el siglo XIX. No se trata de ponerle adjetivos a la
democracia, pues bastantes ya le han endilgado. Se trata
de reconceptualizarla. Y ello
implica desde considerar lo que es una elección hasta la
forma misma de expresar la voluntad colectiva. La
enfermedad del populismo producirá más víctimas que la
gripe aviar y aún nadie ha lanzado al mercado un antídoto.
Por una razón muy simple que recuerda la argumentación de
los medios radioeléctricos; estos aseguran que les dan a
los televidentes lo que quieren, lo que da “rating”;
los políticos en campaña electoral piensan que hay que
decirle al pueblo lo que quiere oír. Ambas son flagrantes
aberraciones. Se ha dado como un hecho que un candidato
conceptual, que hable con seriedad, sin demagogia y con la
verdad en la mano, simplemente no tiene chance de ganar.
Una programación televisiva de alta factura habituará a
los televidentes a la calidad y una campaña electoral
manejada con conceptos, aunque se expliquen con sencillez,
deberá elevar la calidad decisoria de los electores
empujándolos a elegir y no a “deselegir”.
El concepto mismo de liderazgo
está en entredicho. Sin entrar en disquisiciones
sociológicas de lo que es un líder, quizás podamos decir
que también este se ha convertido en un concepto que está
por debajo de la línea de flotación, en el terreno de lo
negativo. En Venezuela, por ejemplo, hay un solo líder,
uno que se llama Hugo Chávez, y lo es de la desconfianza
mala, de la “deselección”, del
populismo patológico. Los demás son malas copias,
imitadores de segunda. Brilla por su ausencia el líder de
la desconfianza buena, de la elección, de la normalidad
psicológica de un pueblo que decide sus asuntos en
colectivo con pleno respeto por los electores agotados y
que se deciden a aplicar los principios de exigencia.
Si algún adjetivo admite la
democracia es el de civil, una democracia civil, un líder
de la democracia civil, pues hay que hacerle entender a
los ciudadanos que si pretenden ser tales deben actuar
cotidianamente sobre la sociedad de la que forman parte y
no limitarse a ir de mala o buena gana a votar el día de
las elecciones. Esa condición de ciudadanos, de toma de
conciencia del hábitat propio, dio, por ejemplos,
excelentes resultados en ciudades como Nueva
York (caso específico de la
tolerancia cero) o en Bogotá (reducción del delito de
manera considerable). Una cosa son los políticos que hacen
política para ser elegidos o para dirigir y otra es la
política que los ciudadanos deben hacer todos los días.
Por ello he insistido hasta la saciedad en el concepto
mismo de política en una democracia del siglo XXI.
El proceso de salida del siglo
XX hacia el XXI estamos lejos de percibirlo los
venezolanos, pues más bien padecemos brotes atávicos
decimonónicos. En alguna otra ocasión he dicho que los
siglos no comienzan cuando dice el tiempo ni terminan
cuando dice el tiempo. En términos globales aún no sabemos
cuando terminó el XX y cuando comenzó el XXI. Es posible
que el XX terminó con la
llegada del hombre a la luna. A lo mejor alguien sostendrá
que el XXI comenzó con el desciframiento del código
genético. En términos venezolanos el XX comenzó -conforme
a la acertada expresión de Mariano
Picón Salas- en 1936. Comenzará el siglo XXI entre
nosotros, sólo que no
sabemos
cuando.
tlopezmelendez@cantv.net