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La “deselección”
por Teódulo López Meléndez  
domingo, 8 julio 2006

 

Una de las enfermedades más graves que ha heredado la democracia es la del cansancio de los electores. Las elecciones, suprema forma de expresión democrática, se han convertido en “deselecciones”. He seguido con atención el lenguaje de los candidatos presidenciales que han participado en todos los últimos procesos en América Latina y sólo he encontrado una repetición angustiante. No quiero decir que los electores ya no concurran a las urnas, no se trata de un crecimiento puro y simple de la abstención, se trata de que los electores no van a elegir sino a “deselegir”.  

Una de las formas patentes de esta “deselección” es la inclinación por la novedad. Candidatos o grupos “nuevos” tienden a hacerse con los votos. El último caso que estamos viendo es el de la elección presidencial en Ecuador. No es, pues, una inclinación hacia la izquierda o hacia la derecha lo que caracteriza los procesos eleccionarios en nuestro continente; se trata de inclinación hacia la “novedad”, se trata de “deselección” sustituyendo a elección. 

La desconfianza preside a los electores. Una fundada en la repetición de las ofertas incumplidas, una tolerable, admisible y comprensible. Otra más peligrosa, una dañina, una que ve en el voto un esfuerzo perdido o una inutilidad, una que atenta contra las bases mismas de la democracia. La ola de la democracia continental siempre ha tenido inclinaciones hacia un lado u otro, pero ahora no se trata de elegir a quien conduzca los destinos de cada país, ahora se trata de no elegir a alguien. Entre nosotros la democracia ha bajado de la línea horizontal de las mediciones hacia terreno negativo. Ello ha conducido a un rebrote del populismo, mal entendido por los “entrevistados predilectos” de la televisión que lo consideran unas ofertas vacías, sin contenido. Eso no es populismo, eso es demagogia. El populismo es otra cosa, una apelación a una masa endiosada a quien se proclama como la suprema instancia y a la cual, al menos en teoría, se le otorgan todos los privilegios. No pretendo entrar en disquisiciones sobre concepto de pueblo o de nación, prefiero quedarme en que el populismo otorga una peligrosa especie de “patente de corso” a una mayoría circunstancial, lo que conduce al más feroz totalitarismo. Rosanvallon lo ha dicho meridianamente: el populismo es una forma patológica de la dimensión de la desconfianza. 

El populismo conduce al totalitarismo, pues el poder omnímodo no requiere de ratificaciones, a no ser espurias. La desconfianza transformada en “deselección” elimina la raíz de la convivencia, pues la mayoría siempre tiene la razón, lo que es inexacto y aberrante. Los regímenes de este tipo se limitan a guardar las apariencias en un mundo absolutamente hipócrita y dominado por los intercambios comerciales. A Europa –la gran prostituta- le bastarán algunos signos exteriores de democracia para avalar a cualquier gobierno que le permita hacer negocios. Es obvio que los derechos humanos son los que más sufren con este brote populista y con estas “democracias” de signo negativo que resultan de la “deselección”.  

Para seguir utilizando la terminología de Rosanvallon podríamos decir que una buena desconfianza le hace bien a la democracia. Una mala la sepulta. He allí uno de los puntos cruciales a ser analizados por una teorización adecuada de lo que debe ser una democracia del siglo XXI. El liderazgo continental sigue repitiendo el lenguaje de la democracia del siglo XX y, en muchos casos, un lenguaje cuartelario que apunta hasta el siglo XIX. No se trata de ponerle adjetivos a la democracia, pues bastantes ya le han endilgado. Se trata de reconceptualizarla.  Y ello implica desde considerar lo que es una elección hasta la forma misma de expresar la voluntad colectiva. La enfermedad del populismo producirá más víctimas que la gripe aviar y aún nadie ha lanzado al mercado un antídoto. Por una razón muy simple que recuerda la argumentación de los medios radioeléctricos; estos aseguran que les dan a los televidentes lo que quieren, lo que da “rating”; los políticos en campaña electoral piensan que hay que decirle al pueblo lo que quiere oír. Ambas son flagrantes aberraciones. Se ha dado como un hecho que un candidato conceptual, que hable con seriedad, sin demagogia y con la verdad en la mano, simplemente no tiene chance de ganar. Una programación televisiva de alta factura habituará a los televidentes a la calidad y una campaña electoral manejada con conceptos, aunque se expliquen con sencillez, deberá elevar la calidad decisoria de los electores empujándolos a elegir y no a “deselegir”.  

El concepto mismo de liderazgo está en entredicho. Sin entrar en disquisiciones sociológicas de lo que es un líder, quizás podamos decir que también este se ha convertido en un concepto que está por debajo de la línea de flotación, en el terreno de lo negativo. En Venezuela, por ejemplo, hay un solo líder, uno que se llama Hugo Chávez, y lo es de la desconfianza mala, de la “deselección”, del populismo patológico. Los demás son malas copias, imitadores de segunda. Brilla por su ausencia el líder de la desconfianza buena, de la elección, de la normalidad psicológica de un pueblo que decide sus asuntos en colectivo con pleno respeto por los electores agotados y que se deciden a aplicar los principios de exigencia. 

Si algún adjetivo admite la democracia es el de civil, una democracia civil, un líder de la democracia civil, pues hay que hacerle entender a los ciudadanos que si pretenden ser tales deben actuar cotidianamente sobre la sociedad de la que forman parte y no limitarse a ir de mala o buena gana a votar el día de las elecciones. Esa condición de ciudadanos, de toma de conciencia del hábitat propio, dio, por ejemplos, excelentes resultados en ciudades como Nueva York (caso específico de la tolerancia cero) o en Bogotá (reducción del delito de manera considerable). Una cosa son los políticos que hacen política para ser elegidos o para dirigir y otra es la política que los ciudadanos deben hacer todos los días. Por ello he insistido hasta la saciedad en el concepto mismo de política en una democracia del siglo XXI. 

El proceso de salida del siglo XX hacia el XXI estamos lejos de percibirlo los venezolanos, pues más bien padecemos brotes atávicos decimonónicos. En alguna otra ocasión he dicho que los siglos no comienzan cuando dice el tiempo ni terminan cuando dice el tiempo. En términos globales aún no sabemos cuando terminó el XX y cuando comenzó el XXI. Es posible que el XX terminó con la llegada del hombre a la luna. A lo mejor alguien sostendrá que el XXI comenzó con el desciframiento del código genético. En términos venezolanos el XX comenzó -conforme a la acertada expresión de Mariano Picón Salas- en 1936. Comenzará el siglo XXI entre nosotros, sólo que no sabemos cuando.


tlopezmelendez@cantv.net

 
 
 
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