Las
tribunas de algunos de los principales estadios de fútbol de
Europa se han convertido en altavoz de comportamientos
racistas, aunque el problema va más allá de lo que sucede el
día del partido.
Tres días después de
iniciarse la nueva temporada futbolística inglesa, Patrick
Vieira, el centrocampista ganador de la Copa del Mundo en
Francia y de la Copa de Europa 2000, fue expulsado cuando
jugaba en el Arsenal contra el Liverpool, al ser sancionado
con una tarjeta roja, la segunda en dos partidos. Enseguida
la prensa inglesa empezó a especular sobre si dejaría de
jugar en Inglaterra, basándose en las acusaciones del
futbolista de que había sido víctima de intimidación
“racista” tanto por parte de sus compañeros como de los
directivos del club. Según Vieira, recibía insultos no por
ser negro, sino por ser francés —queja formulada
anteriormente por futbolistas como Eric Cantona, Frank
Leboeuf y Emmanuel Petit. Pocos meses antes se había
sancionado a un defensa del West Ham por haber tratado a
Vieira de “French prat” (trasero francés) y de haber dicho,
burlándose, que “sintió olor a ajo” cuando el centrocampista
le escupió. “Todo eso es una sarta de tonterías”, comentó
entonces Harry Redknapp, entrenador del West Ham. “No hay
ninguna razón para castigarlo. ¿Por qué? ¿Por haberle
gastado una broma?”
En Inglaterra, cuna de los
hooligans (gamberros) en el fútbol, las formas que adopta el
racismo en ese deporte han cambiado. El racismo ostensible
entre los aficionados y los denuestos contra los jugadores
negros, frecuentes en los setenta y ochenta, han remitido en
los últimos años gracias a las intensas campañas públicas,
aunque es evidente que los viejos prejuicios raciales contra
los extranjeros no han desaparecido. En otros países, en
cambio, invaden el juego manifestaciones de racismo mucho
más triviales. En casi toda Europa, los campos de fútbol se
han convertido en escenario de expresiones deplorables del
fanatismo de los hinchas, que dan salida a través de las
rivalidades deportivas a actitudes latentes en toda la
sociedad.
La condena reciente de
Ricardo Guerra por el asesinato de Aitor Zabaleta, un
aficionado de la Real Sociedad oriundo del País Vasco
español, es elocuente. La muerte de Zabaleta se produjo
después del apedreo de un autobús de aficionados del
Atlético Madrid tras un partido de liga jugado en San
Sebastián, durante el cual un grupo de fanáticos que se
autodenomina Bastión Atlético, al que pertenecía Guerra,
cantó “Fuera, fuera maricones, negros, vascos, catalanes
fuera, fuera” al son de los acordes del himno nacional
español. Aunque la versión oficial asegura que lo que le
costó la vida a Zabaleta fue ser partidario de otro equipo,
las simpatías políticas del grupo agresor quedaron más
claras cuando en el partido de vuelta sus miembros fueron
filmados brincando con una bandera en la que había una cruz
gamada.
Para diversos comentaristas,
este odio racial puede explicarse por la influencia de
grupos neonazis y neofascistas en los estadios. Además del
que se ha observado en el Atlético, el extremismo racista ha
resurgido entre los aficionados del Real Madrid y del
Espanyol en España, del Lazio y del AC Milan en Italia, del
Paris Saint-Germain en Francia y del Estrella Roja de
Belgrado en Yugoslavia. En Italia, el Udinese no insistió en
contratar al jugador judío Ronnie Rosenthal cuando en las
paredes de las oficinas del club aparecieron consignas
antisemitas, mientras los aficionados del Lazio, antes de un
partido con sus rivales locales del Roma, desplegaban una
bandera con una esvástica que decía “Auschwitz es tu país,
los crematorios tu casa”.
Sin embargo, lo cierto es que
caracterizar a determinados clubes o aficionados como
prototipos fascistas o racistas resulta engañoso. Aunque
Alemania tiene una de las peores reputaciones en cuanto a
influencia de la extrema derecha entre sus aficionados,
muchos estiman que esta imagen, impulsada por los medios de
comunicación, no refleja adecuadamente la realidad. Por
ejemplo, el Profesor Volker Rittner, del Instituto de
Sociología del Deporte de Colonia, sostiene que “los
símbolos nazis cumplen un papel de provocación; rompen
tabúes. Pero el fondo no es político, su finalidad es llamar
la atención y aparecer en los periódicos del lunes.” Incluso
cuando se demuestra un comportamiento con motivaciones
racistas entre los aficionados, éste es a menudo inestable,
contradictorio e incluso secundario en comparación con las
enemistades resultantes del fútbol. Durante los últimos
partidos de la Copa del Mundo celebrada en Italia en 1990,
cuando los hinchas del Napoli abandonaron al equipo nacional
italiano para animar a su héroe local argentino Diego
Maradona, los hinchas del norte de Italia mostraron su
hostilidad hacia Maradona, el Napoli y la región meridional
apoyando a cualquier equipo que jugase contra Argentina, y
así los elementos “racistas” entre los aficionados del Norte
no tuvieron ningún empacho en vitorear con entusiasmo al
equipo africano negro del Camerún cuando éste jugó contra
Argentina, encarnación de todo lo que los del Norte
detestaban, en ese momento.
Brasil prefiere los insultos sexistas a los raciales
En resumen, el racismo que se
manifiesta en los partidos de fútbol en Europa depende, las
más de las veces, de tradiciones y rivalidades propias de
las culturas de los hinchas. En este caso, el concepto de
“insulto eficaz” resulta útil: los aficionados tenderán a
emplear la injuria más efectiva y virulenta, en un afán de
causar el mayor daño posible. Los hinchas de los clubes
ingleses, cuando se enfrentan a los clubes de Liverpool,
cantan habitualmente “prefiero ser paki (pakistaní) que
scouse (oriundo de Liverpool)”. En este caso, el insulto se
elige pensando en los parias despreciados por ambos grupos
de hinchas, con el claro objetivo de que resulte lo más
hiriente posible. En este sentido, afirmar que la categoría
racial de los pakistaníes es preferible a la identidad
blanca de los de Liverpool significa añadir al insulto una
dosis de veneno.
La raza como tal suele
permanecer en segundo plano, pero lista para ser esgrimida
si se estima adecuado incorporarla al ritual de denuestos de
un partido de fútbol, y no como un elemento político
decisivo de la identidad de los hinchas. El hecho de que
muchos de los cánticos de los ultras italianos sean
adaptaciones de melodías tradicionales comunistas o
fascistas no constituye en sí una prueba de adhesión
política, como tampoco indica una afiliación eclesiástica la
frecuente utilización de músicas de himnos religiosos por
parte de los aficionados británicos.
Las comparaciones entre las
injurias registradas en los estadios de fútbol en el mundo
sólo permite probar que el racismo emerge en un contexto de
prejuicios compartidos por los aficionados. En Brasil, por
ejemplo, donde muchos pertenecen a grupos étnicos marginados
y discriminados, los insultos raciales son escasos (en su
lugar se practica el humor sexista). En Inglaterra, el éxito
de los jugadores negros ha hecho perder terreno al tipo de
denuestos basados en la raza antes citados o al “humor”
xenófobo de que fue víctima Vieira. En Europa Oriental, y
hasta cierto punto en Alemania e Italia, la ausencia de
jugadores negros, comparativamente hablando, ha hecho que
los insultos racistas contra ellos sigan siendo un arma
poderosa dentro del arsenal de injurias de los aficionados.
El espectro del racismo en el
campo de fútbol nos sobrecoge, es cierto, pero no hay que
buscar sus orígenes en facciones de extrema derecha ni en
características peculiares de los aficionados.
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Profesor de sociología del deporte en la Universidad
Hallam de Sheffield, Reino Unido.
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