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Pinochet no vino de otro planeta
por Sergio Muñoz Riveros
miércoles, 13 diciembre 2006

 

Cuando los dictadores desaparecen, y se inicia entonces el lento y fatigoso proceso de dejar atrás la brutalidad, el miedo y las pesadillas, mucha gente tiende a verlos como la encarnación de todos los vicios, con lo cual se vuelve borroso el contexto en que surgieron y actuaron. Lo tradicional es que el tirano pase a personificar el mal absoluto a los ojos de la mayoría, que su figura se convierta en una excusa global de los pecados colectivos, esas miserias que nos provocan desazón porque obligan a responder por lo que cada uno hizo o dejó de hacer para que la tiranía fuera posible. Es como si la sociedad, al enfrentarse al balance de los horrores, se empeñara en no reconocer su paternidad sobre el dictador, en negar todo parentesco con su monstruosidad.  

Julio Cortázar dijo una vez que todos llevamos un fascista dentro de nosotros y que dependerá de las circunstancias el que salga a la superficie y actúe sin miramientos en contra de otros seres humanos. Su definición de fascista debe entenderse en sentido extenso, referida al desalmado capaz de cometer las peores bajezas, independientemente de la filiación política o

ideológica que proclame. Una afirmación como esa es inquietante porque significa integrar lo humano y lo inhumano en una sola entidad contradictoria. Es perturbador aceptar que los torturadores y asesinos son personas comunes, seres humanos como nosotros, que se convirtieron en individuos despreciables en determinado contexto, cuando se crearon las condiciones para que emergiera lo peor de ellos. Si no estamos alertas, decía Cortázar, esa peor parte puede aparecer en cualquiera de nosotros.  

La historia siempre nos pide cuentas 

Lo normal es que los seres humanos busquemos zafarnos de las responsabilidades abrumadoras y que nos inclinemos hacia la autoindulgencia. Eso explica que concentremos el mal en la persona del tirano, lo que tiene la gran ventaja de las simplificaciones: evita los dolores de cabeza. En los hechos, marcar a fuego a alguien como causante de nuestras desventuras nos libera de la tarea de analizar el encadenamiento de hechos que determinó que la historia fuera como fue. Si el dictador es la peste, basta con que él desaparezca para que recuperemos la salud. Y sin embargo, también es parte de la naturaleza humana el deseo de comprender, lo cual no es posible si miramos la realidad con un solo ojo.  

La tragedia de nuestro país no puede explicarse por la sorpresiva irrupción del hijo del diablo. Hubo condiciones propicias para que apareciera. 

Precisamente porque fue tan devastadora la acción de la dictadura es que no podemos irnos por la tangente para precisar las causas del desastre. Hay responsabilidades que no podemos traspasar a otros. Así como los alemanes cargan colectivamente con el peso histórico de lo que representó Hitler, y los rusos otro tanto respecto de Stalin, los chilenos debemos hacernos

cargo de nuestra historia sin coartadas si queremos extraer enseñanzas valederas y permanentes de lo ocurrido. Ello implica no escabullir el bulto respecto de las circunstancias en que se produjo el debilitamiento extremo de una tradición democrática que parecía vigorosa.  

La democracia no tuvo suficientes defensores  

En la coyuntura dramática de 1973, el régimen democrático no tuvo suficientes defensores. La izquierda allendista, prisionera de la superstición revolucionaria, miraba con desdén las instituciones democráticas y tendía a desvalorizarlas como “burguesas”, con lo que daba a entender que, en cuanto fuera posible, los revolucionarios intentarían poner las bases de un régimen superior. Las simpatías por la URSS y los regímenes llamados socialistas de Asia y Europa, y obviamente por Cuba, completaban el mensaje.  

Aunque esa izquierda había crecido y ganado influencia en el marco de la tradición liberal de Chile, lo que quedaba graficado por el hecho de que sus principales líderes eran parlamentarios, las anteojeras ideológicas no le permitieron sacar las conclusiones del caso. Su rudimentaria noción de la lucha de clases le impidió imaginar el progreso del país mediante un proceso de reformas graduales y con amplio apoyo. El complejo de no ser suficientemente revolucionario llevó al propio Allende a ceder ante la fraseología del “gran enfrentamiento” y a permitir que influyeran en su gobierno los grupos que pedían “avanzar sin transar”, tal como lo recomendó Fidel Castro en la abusiva gira de agitación que desplegó durante tres semanas a lo largo de Chile en 1971, cuando no mostró precisamente respeto por el anfitrión.  

La dinámica generada por la prédica de una forma de socialismo que necesariamente tenía que ser vista como amenaza por el empresariado y las capas medias –y de la cual eran un anticipo las expropiaciones de industrias y tierras-, generó las condiciones para que creciera en la oposición la idea de pasar por encima de las instituciones. Si la izquierda de aquel tiempo ponía en entredicho el derecho de propiedad, era inevitable que los propietarios decidieran defenderse con todos los recursos a su alcance, legítimos e ilegítimos. El Gobierno de la Unidad Popular sembró vientos y cosechó tempestades. La alianza de la DC y la derecha, que no parecía posible en noviembre de 1970, cuando todos los senadores y diputados democratacristianos votaron por Allende en el Congreso pleno, se materializó a poco andar. En octubre de ese año, la experiencia izquierdista ya estaba agotada, al punto de que Allende incorporó a los altos mandos de las FFAA a su gabinete para conseguir cierta estabilidad.  

¿Por qué no pudimos impedir el colapso institucional de 1973? Porque la defensa de las reglas democráticas no era esencial para el objetivo de hacer la revolución, por parte de la UP, ni para el objetivo de impedirla a cualquier precio, por parte de sus adversarios. La tradición republicana, de la que se suponía que la derecha era depositaria, se convirtió en cáscara cuando sus grupos extremistas definieron un plan de guerra para terminar con el gobierno de la izquierda.  

En esas circunstancias, la fuerza centrista que podría haber mediado para evitar la catástrofe, la DC, terminó inclinándose mayoritariamente por la salida de fuerza, en lo que influyó decisivamente la ilusión de sus principales dirigentes de que sólo sería un breve interregno, tras el cual los militares llamarían a elecciones.  

Dura lección: cuando la política se convierte en guerra y termina imponiéndose la lógica de aplastar al enemigo, sólo pueden esperarse calamidades. Lo aprendimos al precio de la sangre.

¿Influyeron los intrusos en nuestra tragedia? Sin duda. En particular, el gobierno de Richard Nixon y el régimen de Fidel Castro, pero la responsabilidad mayor la tenemos los chilenos por lo que hicimos o dejamos de hacer para se consumara.  

El hombre indicado  

¿De dónde surgió Pinochet? Del vientre de una sociedad polarizada hasta la exasperación, llena de trincheras, saturada de miedo y de rabia, en la que el valor de la democracia se fue desvaneciendo en la misma medida en que crecía la furia.  

Pinochet no vino de otro mundo. Fue el oportunista que se sumó a la hora undécima a una gran conjura de civiles y militares. Fue una criatura que trepó al poder en un contexto en el que los sectarismos y el odio le abrieron las puertas. Junto a él hubo otros oficiales dispuestos a hacer lo que hoy sabemos que hicieron, muchos civiles que no se hicieron problemas por la anulación del habeas corpus, muchos hombres de fortunas que miraron para otro lado en los días en que muchos compatriotas eran secuestrados y llevados a las cárceles secretas.  

Si queremos enfrentar la historia sin excusas, tenemos que admitir que la mayoría de los chilenos celebró o aceptó el golpe de Estado de 1973. Esa es la gran derrota. Se podría decir que buena parte de la población “eligió” la dictadura, lo que confirma que cuando los pueblos se ven obligados a elegir entre el caos y la tiranía, se inclinan por la segunda. Por desgracia, el Gobierno de Allende fue impotente para evitar el caos, lo cual es muy duro de reconocer por parte de quienes, con nobles motivaciones, se ilusionaron con la posibilidad de que dicho gobierno abriera una etapa de mayor justicia social, y en ningún caso que fuera lo que terminó siendo: la antesala del espanto.  

La mayor derrota de los dirigentes políticos de aquellos años fue no haber sido capaces de encontrar un camino de transacción que evitara el derrumbe del Estado Derecho. ¡Y cualquier transacción hubiera sido preferible!  

Las llagas que dejó la dictadura  

Los crímenes del pinochetismo jamás tendrán justificación. En lo que respecta a las responsabilidades penales el asunto es diáfano: quienes inspiraron, ordenaron y ejecutaron esos crímenes deben responder directamente, y sabemos, por cierto, que nunca será posible la justicia total.  

Las otras responsabilidades son menos tangibles, pero sin ellas casi no se entiende que los inescrupulosos hayan tomado el poder y lo hayan ejercido por tanto tiempo del modo que sabemos. Estamos hablando de deberes morales, sociales y políticos que quedaron sin cumplir.  

Pinochet es despreciado y estigmatizado hoy, pero fue apoyado por amplios sectores en los años en que se cometían crímenes tan viles como el del general Carlos Prats y su esposa, o se lanzaban al mar los cuerpos de numerosos compatriotas. Las dictaduras tienen el poder de envilecer a mucha gente y nos dejan la tarea de llevar a cabo un profundo proceso de regeneración moral de la sociedad.  

El aprendizaje 

Consciente o inconscientemente, la mayoría de los chilenos entiende que debemos hacer lo humanamente posible para no repetir una experiencia como la de la dictadura pinochetista. Y también, todo lo que esté a nuestro alcance para no crear condiciones políticas y sociales como las de la experiencia allendista. La reconstrucción democrática iniciada en 1990 se basa en esos supuestos.  

No podemos olvidar a las víctimas y el mejor modo de hacerlo es reforzar nuestra adhesión al régimen de libertades y la cultura de los derechos humanos. Por eso mismo hay que rendir homenaje a la Iglesia Católica por haber defendido la dignidad en tiempos de indignidad.

En momentos en que Pinochet se convierte en un mal recuerdo, debemos reafirmar el compromiso de defender la democracia contra viento y marea.

 
 
 
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