Cuando
los dictadores desaparecen, y se inicia entonces el lento y
fatigoso proceso de dejar atrás la brutalidad, el miedo y
las pesadillas, mucha gente tiende a verlos como la
encarnación de todos los vicios, con lo cual se vuelve
borroso el contexto en que surgieron y actuaron. Lo
tradicional es que el tirano pase a personificar el mal
absoluto a los ojos de la mayoría, que su figura se
convierta en una excusa global de los pecados colectivos,
esas miserias que nos provocan desazón porque obligan a
responder por lo que cada uno hizo o dejó de hacer para que
la tiranía fuera posible. Es como si la sociedad, al
enfrentarse al balance de los horrores, se empeñara en no
reconocer su paternidad sobre el dictador, en negar todo
parentesco con su monstruosidad.
Julio Cortázar
dijo una vez que todos llevamos un fascista dentro de
nosotros y que dependerá de las circunstancias el que salga
a la superficie y actúe sin miramientos en contra de otros
seres humanos. Su definición de fascista debe entenderse en
sentido extenso, referida al desalmado capaz de cometer las
peores bajezas, independientemente de la filiación política
o
ideológica que
proclame. Una afirmación como esa es inquietante porque
significa integrar lo humano y lo inhumano en una sola
entidad contradictoria. Es perturbador aceptar que los
torturadores y asesinos son personas comunes, seres humanos
como nosotros, que se convirtieron en individuos
despreciables en determinado contexto, cuando se crearon las
condiciones para que emergiera lo peor de ellos. Si no
estamos alertas, decía Cortázar, esa peor parte puede
aparecer en cualquiera de nosotros.
La historia siempre nos pide cuentas
Lo normal es que
los seres humanos busquemos zafarnos de las
responsabilidades abrumadoras y que nos inclinemos hacia la
autoindulgencia. Eso explica que concentremos el mal en la
persona del tirano, lo que tiene la gran ventaja de las
simplificaciones: evita los dolores de cabeza. En los
hechos, marcar a fuego a alguien como causante de nuestras
desventuras nos libera de la tarea de analizar el
encadenamiento de hechos que determinó que la historia fuera
como fue. Si el dictador es la peste, basta con que él
desaparezca para que recuperemos la salud. Y sin embargo,
también es parte de la naturaleza humana el deseo de
comprender, lo cual no es posible si miramos la realidad con
un solo ojo.
La tragedia de
nuestro país no puede explicarse por la sorpresiva irrupción
del hijo del diablo. Hubo condiciones propicias para que
apareciera.
Precisamente
porque fue tan devastadora la acción de la dictadura es que
no podemos irnos por la tangente para precisar las causas
del desastre. Hay responsabilidades que no podemos traspasar
a otros. Así como los alemanes cargan colectivamente con el
peso histórico de lo que representó Hitler, y los rusos otro
tanto respecto de Stalin, los chilenos debemos hacernos
cargo de nuestra
historia sin coartadas si queremos extraer enseñanzas
valederas y permanentes de lo ocurrido. Ello implica no
escabullir el bulto respecto de las circunstancias en que se
produjo el debilitamiento extremo de una tradición
democrática que parecía vigorosa.
La democracia no
tuvo suficientes defensores
En la coyuntura
dramática de 1973, el régimen democrático no tuvo
suficientes defensores. La izquierda allendista, prisionera
de la superstición revolucionaria, miraba con desdén las
instituciones democráticas y tendía a desvalorizarlas como
“burguesas”, con lo que daba a entender que, en cuanto fuera
posible, los revolucionarios intentarían poner las bases de
un régimen superior. Las simpatías por la URSS y los
regímenes llamados socialistas de Asia y Europa, y
obviamente por Cuba, completaban el mensaje.
Aunque esa
izquierda había crecido y ganado influencia en el marco de
la tradición liberal de Chile, lo que quedaba graficado por
el hecho de que sus principales líderes eran parlamentarios,
las anteojeras ideológicas no le permitieron sacar las
conclusiones del caso. Su rudimentaria noción de la lucha de
clases le impidió imaginar el progreso del país mediante un
proceso de reformas graduales y con amplio apoyo. El
complejo de no ser suficientemente revolucionario llevó al
propio Allende a ceder ante la fraseología del “gran
enfrentamiento” y a permitir que influyeran en su gobierno
los grupos que pedían “avanzar sin transar”, tal como lo
recomendó Fidel Castro en la abusiva gira de agitación que
desplegó durante tres semanas a lo largo de Chile en 1971,
cuando no mostró precisamente respeto por el anfitrión.
La dinámica
generada por la prédica de una forma de socialismo que
necesariamente tenía que ser vista como amenaza por el
empresariado y las capas medias –y de la cual eran un
anticipo las expropiaciones de industrias y tierras-, generó
las condiciones para que creciera en la oposición la idea de
pasar por encima de las instituciones. Si la izquierda de
aquel tiempo ponía en entredicho el derecho de propiedad,
era inevitable que los propietarios decidieran defenderse
con todos los recursos a su alcance, legítimos e ilegítimos.
El Gobierno de la Unidad Popular sembró vientos y cosechó
tempestades. La alianza de la DC y la derecha, que no
parecía posible en noviembre de 1970, cuando todos los
senadores y diputados democratacristianos votaron por
Allende en el Congreso pleno, se materializó a poco andar.
En octubre de ese año, la experiencia izquierdista ya estaba
agotada, al punto de que Allende incorporó a los altos
mandos de las FFAA a su gabinete para conseguir cierta
estabilidad.
¿Por qué no
pudimos impedir el colapso institucional de 1973? Porque la
defensa de las reglas democráticas no era esencial para el
objetivo de hacer la revolución, por parte de la UP, ni para
el objetivo de impedirla a cualquier precio, por parte de
sus adversarios. La tradición republicana, de la que se
suponía que la derecha era depositaria, se convirtió en
cáscara cuando sus grupos extremistas definieron un plan de
guerra para terminar con el gobierno de la izquierda.
En esas
circunstancias, la fuerza centrista que podría haber mediado
para evitar la catástrofe, la DC, terminó inclinándose
mayoritariamente por la salida de fuerza, en lo que influyó
decisivamente la ilusión de sus principales dirigentes de
que sólo sería un breve interregno, tras el cual los
militares llamarían a elecciones.
Dura lección:
cuando la política se convierte en guerra y termina
imponiéndose la lógica de aplastar al enemigo, sólo pueden
esperarse calamidades. Lo aprendimos al precio de la sangre.
¿Influyeron los
intrusos en nuestra tragedia? Sin duda. En particular, el
gobierno de Richard Nixon y el régimen de Fidel Castro, pero
la responsabilidad mayor la tenemos los chilenos por lo que
hicimos o dejamos de hacer para se consumara.
El hombre
indicado
¿De dónde surgió
Pinochet? Del vientre de una sociedad polarizada hasta la
exasperación, llena de trincheras, saturada de miedo y de
rabia, en la que el valor de la democracia se fue
desvaneciendo en la misma medida en que crecía la furia.
Pinochet no vino
de otro mundo. Fue el oportunista que se sumó a la hora
undécima a una gran conjura de civiles y militares. Fue una
criatura que trepó al poder en un contexto en el que los
sectarismos y el odio le abrieron las puertas. Junto a él
hubo otros oficiales dispuestos a hacer lo que hoy sabemos
que hicieron, muchos civiles que no se hicieron problemas
por la anulación del habeas corpus, muchos hombres de
fortunas que miraron para otro lado en los días en que
muchos compatriotas eran secuestrados y llevados a las
cárceles secretas.
Si queremos
enfrentar la historia sin excusas, tenemos que admitir que
la mayoría de los chilenos celebró o aceptó el golpe de
Estado de 1973. Esa es la gran derrota. Se podría decir que
buena parte de la población “eligió” la dictadura, lo que
confirma que cuando los pueblos se ven obligados a elegir
entre el caos y la tiranía, se inclinan por la segunda. Por
desgracia, el Gobierno de Allende fue impotente para evitar
el caos, lo cual es muy duro de reconocer por parte de
quienes, con nobles motivaciones, se ilusionaron con la
posibilidad de que dicho gobierno abriera una etapa de mayor
justicia social, y en ningún caso que fuera lo que terminó
siendo: la antesala del espanto.
La mayor derrota
de los dirigentes políticos de aquellos años fue no haber
sido capaces de encontrar un camino de transacción que
evitara el derrumbe del Estado Derecho. ¡Y cualquier
transacción hubiera sido preferible!
Las llagas
que dejó la dictadura
Los crímenes del
pinochetismo jamás tendrán justificación. En lo que respecta
a las responsabilidades penales el asunto es diáfano:
quienes inspiraron, ordenaron y ejecutaron esos crímenes
deben responder directamente, y sabemos, por cierto, que
nunca será posible la justicia total.
Las otras
responsabilidades son menos tangibles, pero sin ellas casi
no se entiende que los inescrupulosos hayan tomado el poder
y lo hayan ejercido por tanto tiempo del modo que sabemos.
Estamos hablando de deberes morales, sociales y políticos
que quedaron sin cumplir.
Pinochet es
despreciado y estigmatizado hoy, pero fue apoyado por
amplios sectores en los años en que se cometían crímenes tan
viles como el del general Carlos Prats y su esposa, o se
lanzaban al mar los cuerpos de numerosos compatriotas. Las
dictaduras tienen el poder de envilecer a mucha gente y nos
dejan la tarea de llevar a cabo un profundo proceso de
regeneración moral de la sociedad.
El aprendizaje
Consciente o
inconscientemente, la mayoría de los chilenos entiende que
debemos hacer lo humanamente posible para no repetir una
experiencia como la de la dictadura pinochetista. Y también,
todo lo que esté a nuestro alcance para no crear condiciones
políticas y sociales como las de la experiencia allendista.
La reconstrucción democrática iniciada en 1990 se
basa en esos supuestos.
No podemos
olvidar a las víctimas y el mejor modo de hacerlo es
reforzar nuestra adhesión al régimen de libertades y la
cultura de los derechos humanos. Por eso mismo hay que
rendir homenaje a la Iglesia Católica por haber defendido la
dignidad en tiempos de indignidad.
En momentos en
que Pinochet se convierte en un mal recuerdo, debemos
reafirmar el compromiso de defender la democracia contra
viento y marea.