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Ensayo de
sucesión
en La
Habana
por Rafael Rojas
sábado, 5
agosto
2006
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La
Proclama del Comandante en Jefe al pueblo de Cuba por la cual
Fidel Castro informó, el 1 de agosto, a la isla y al mundo sobre
los detalles de su "crisis intestinal aguda con sangramiento
sostenido" y la "complicada operación quirúrgica" a que fue
sometido, además de una buena muestra del meollo caudillista de
la última "dictadura del proletariado" que queda en Occidente
-la salud de Castro no es, como él dice, "secreto de Estado",
sino todo lo contrario: su cuerpo, como el de los reyes, es
público porque su funcionamiento refleja la mayor o menor
vitalidad del régimen-, vino a confirmar y, a la vez, corregir
el modelo de sucesión adoptado constitucionalmente por el
comunismo cubano desde 1976.
El artículo 94 de la Constitución "marxista-leninista" que rige
en Cuba establecía que, "en caso de ausencia, enfermedad o
muerte del Presidente del Consejo de Estado, lo sustituye en sus
funciones el Primer Vicepresidente". Como se sabe, este último
rango ha correspondido desde 1976 a Raúl Castro, el hermano
menor de Fidel, quien, de acuerdo con principios más dinásticos
que meritocráticos o ideológicos, es el segundo al mando en las
dos instituciones básicas del régimen cubano: las Fuerzas
Armadas y el Partido Comunista.
Raúl ha sido un político más leal a la tradición soviética que
su hermano mayor y, por eso, ha insistido siempre en el cuidado
de esas dos instituciones que, en su idea del país, deberían
estar entrelazadas. Sin embargo, la letra del artículo 94 hacía
pensar que la sucesión implicaba el traslado de todo el poder de
un hermano al otro.
Una lectura atenta de la Proclama, y del Mensaje enviado por
Castro a sus "amigos en el mundo" el 2 agosto, nos persuade de
que no se trata de una "transferencia", un "traspaso" o una
"cesión" de poderes. Tampoco de una "presidencia interina", que
es ajena al sistema político cubano, y mucho menos del inicio de
una transición a la democracia, la cual implicaría,
necesariamente, el reemplazo del régimen de partido único por la
libertad de asociación y expresión. Se trata, en el preciso
lenguaje monárquico de Fidel Castro, de una "delegación con
carácter provisional" de seis funciones personalmente
desempeñadas durante décadas por el líder cubano: tres de ellas
(comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, primer secretario
del Partido Comunista y presidente del Consejo de Estado),
correspondientes a la máxima autoridad en la estructura del
gobierno de la isla; las restantes, a programas estratégicos del
régimen (educación, salud, energía) que absorben la mayor parte
del presupuesto oficial.
Fidel delegó las tres primeras funciones en Raúl. Pero
encomendó, directamente, la administración de los programas
estratégicos a cuatro políticos de diversas generaciones y
temperamentos: José Ramón Machado Ventura, José Ramón Balaguer,
Esteban Lazo y, el más joven de todos, Carlos Lage. Los tres
primeros, figuras hieráticas del aparato provincial y nacional
del Partido Comunista; el cuarto, una suerte de primer ministro
en funciones desde hace, por lo menos, quince años.
Otro líder muy visible de la nomenclatura de la isla, el
presidente de la Asamblea Nacional, Ricardo Alarcón, no fue
mencionado con nombre y apellido, y otro más, el joven canciller
Felipe Pérez Roque, fue incluido, junto con el presidente del
Banco Central, Francisco Soberón Valdés, y el propio Lage, como
posible miembro de una comisión que se encargaría de mantener
los programas de salud, educación y energía dentro de la máxima
prioridad del Gobierno.
Además de "provisional", ya que en caso de que Castro se
recupere retomaría las seis funciones, dicha delegación de
poderes es parcelada e institucional. A sus 75 años, Raúl Castro
deberá gobernar con ese equipo, no otro, y tres instituciones,
el Partido Comunista, las Fuerzas Armadas y la Asamblea
Nacional, han recibido el encargo de apoyarlo en tal empeño. Jus-to
ahí, la Proclama y el Mensaje no prescinden de cierto tono de
testamento, como si Fidel quisiera comprometer a sus sucesores,
frente al "pueblo", con el cumplimiento de su última voluntad.
Sin embargo, Castro no ha muerto, vive convaleciente,
inhabilitado para aparecer en público, aunque, por lo visto,
capaz de comunicarse verbalmente y por escrito con los voceros
de la prensa oficial. A Fidel no se le ve, pero su palabra se
escucha y esa presencia, si bien vaga, acota la identidad
simbólica del Gobierno sucesor.
En lo que va de año, Fidel y Raúl Castro han ofrecido versiones
divergentes, aunque virtualmente complementarias, de la
inevitable sucesión. El primero, en una larga entrevista con
Ignacio Ramonet, dijo que su "verdadero sustituto" no era una
persona, sino una generación: "Son unas generaciones las que van
a sustituir a otras". El segundo, en un discurso el pasado 14 de
junio, con motivo del 45º aniversario del Ejército Oriental,
refrendado por el V Pleno del Comité Central, afirmó que la
autoridad de su hermano no se transmitía a otra persona, "como
si se tratara de una herencia", y que "sólo el Partido
Comunista, como institución que agrupa a la vanguardia
revolucionaria y garantía segura de unidad de los cubanos en
todos los tiempos, puede ser un digno heredero". Generacional o
institucional, ambas ideas de la sucesión dan por descontado la
permanencia del régimen de partido único en caso de desaparición
o incapacidad para gobernar de Fidel Castro.
Entre tanta ambigüedad y hermetismo, dos escenarios pueden
suscribirse sin mayor riesgo: Fidel Castro, o se deteriora
físicamente hasta morir o se restablece y recupera los poderes
delegados en las próximas semanas o meses. El lapso de tiempo
que dure la incertidumbre será la prueba de fuego para el
Gobierno sucesor. ¿Se comunicarán sus miembros, directa y
autónomamente, con la ciudadanía de la isla y la comunidad
internacional? ¿Ese rol comunicativo, monopolizado por el
caudillo durante medio siglo, seguirá dependiendo de la palabra
de un anciano que se debate entre la vida y la muerte, pero que,
desde ese limbo, evalúa el trabajo de sus herederos? Si el
Gobierno sucesor se comporta como tal e intenta una
interlocución propia con la isla y el mundo, el estilo de la
política cubana cambiará sensiblemente, ya que se volverá más
institucional y burocrático, lo cual podría producir una difícil
recepción en la ciudadanía, acostumbrada al vínculo carismático
con el Comandante en Jefe.
De cara a la comunidad internacional, una dirección colegiada e
institucional de Cuba, aún en nombre de la "Revolución", el
"Socialismo" y con su patriarca moribundo o con frecuentes
intervenciones retóricas de éste desde la cama, podría levantar
mayores expectativas de reforma política y, sobre todo, de
apertura económica, que seguramente serán incentivadas por
algunos gobiernos europeos y latinoamericanos. La oposición y el
exilio, Washington y Miami, por su parte, observarán cada paso
del Gobierno sucesor con desconfianza y escepticismo, pero a la
espera de un leve indicio de voluntad de cambio que les permita
ajustar sus agendas en el mediano plazo.
¿Cuánta cohesión dentro de las élites y, sobre todo, cuánta
tranquilidad social logrará preservar el equipo sucesor, en
medio de la múltiple presión de tantos actores internos y
externos, ansiosos de democracia? Esta pregunta podría decidir
la historia de Cuba en los próximos años.
* |
Escritor y ensayista cubano, codirector de la revista
Encuentro.
Artículo publicado en el diario El País, 5 agosto 2006 |
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