Castro no sólo es el
dueño de los cubanos vivos. Es también el dueño de los muertos,
y hace con ellos o con su recuerdo lo que le da la gana. Los
ensalza y exhibe o los esconde, denigra y humilla: como quiera.
Por eso el general Ochoa no tiene tumba, por eso el coronel Tony
de la Guardia y el resto de sus compañeros fusilados no
tienen tumba. Por eso en la bóveda del general Abrantes, ex
Ministro del Interior, han sido retiradas y confiscadas sus
fotografías. Por eso a los familiares de los hombres que el
régimen ejecuta se les entrega una tarjeta blanca con
instrucciones que no pueden llevar flores ni poner nombres en
sus tumbas. Por eso las turbas fascistas atacan y
agreden a los familiares de los asesinados en la masacre
del remolcador 13 de Marzo, ocurrida el 13 de julio de 1994,
cuando van a lanzar flores al mar en recuerdo de sus seres
queridos. Esos muertos son muy peligrosos. El régimen se encargó
de que no tuvieran ni tumba, que se los tragara el mar, pero las
flores son un arma de guerra del enemigo interno y hay que
castigarlos por rendir tributo a sus muertos. Hay que humillar a
los que quedaron vivos y se atrevieron a desafiar al gobierno.
Yo no había llegado a comprender en toda su magnitud este
aberrante procedimiento represivo hasta que pude comprobar el
pasado 11 de Julio en carne propia que, efectivamente, el
castigo a los muertos es parte inseparable ya del extenso manual
de represión de la tiranía castrista. Ese día falleció mi madre
en la ciudad de Pinar del Río.
Hubo que sepultarla en tumba ajena. La bóveda de mi familia
había sido confiscada y los restos de mis abuelos, mi padre y
otros familiares queridos habían sido lanzados a un basurero.
Por alguna parte el Comandante en Jefe tenia que encontrar la
forma de pasarle la cuenta a su ex subordinado rebelde. “¡A
matar a los muertos de este desgraciado para que se acuerde de
hasta donde puede llegar mi mano justiciera!”
Son curiosos los recuerdos que me vienen a la mente en esta
hora amarga.
Cuando falleció Lina Ruz. la madre de Fidel Castro, yo era el
jefe de la Defensa Aérea en la región Oriental de Cuba, y la
mayoría de los familiares de Doña Lina, incluyendo a Fidel y a
Raúl, llegaron por la Base Área de Holguín para asistir a sus
funerales. En dicha base bajo mi mando tuve que recibirlos en la
escalerilla de sus respectivos aviones ejecutivos, los Ilushin-14
CUT-824 y CUT-825. Ya desde tan temprana fecha ambos líderes
habían decidido viajar siempre separados, temiendo que un
tiranicidio descabezara por completo al
régimen que habían implantado.
El jefe del Ejercito Oriental en aquella época, el Comandante
Reineiro Jiménez, nos pidió a los jefes de las principales
unidades que asistiéramos también a los funerales para ofrecer
nuestras condolencias. Por una de esas casualidades de la vida
me encontré próximo a Raúl, y, aunque imperceptible para mí,
Fidel se percató de que a su hermano Raúl se le habían aguado
los ojos. El Comandante en Jefe no podía dar cabida a las
reacciones emocionales que
experimentan los seres humanos comunes y corrientes, así que sin
medir sus palabras, ni considerar la presencia de los que
estábamos a
su alrededor, lo fustigó de inmediato sin piedad: “Raúl,
¿porque lloras por esa.......”? Mis dedos se resisten a
escribir reproduciendo semejante frase.
¿En qué podía afectar a una Revolución o la autoridad de
sus dirigentes exteriorizar los sentimientos humanos en un
momento como ése? ¿Mellar
la imagen del tipo duro? O es que este señor piensa que el
sufrimiento y las lágrimas son exclusivos del sexo femenino en
nuestra especie.
Aquel episodio se me quedó grabado por mucho tiempo. Cuando
ocurrió,
pensé que en aquellos momentos difíciles del proceso cubano su
máximo
dirigente tenía que forjar el espíritu de los encargados
de defenderlo. Sin embargo el tiempo, ese juez tan severo, se
encargó de demostrar otra cosa más compleja y perversa.
Cuando la madre de Fidel Castro murió, como queda dicho, el azar
me
colocó en la situación de rendirle honores, algo que no
lamenta ninguna persona honorable. Cuando murió la mía, Castro
se encargó de vejar sus restos, y, de paso, mi familia descubrió
que había ordenado hacer lo mismo con mis demás antepasados.
Algún día yo o mis hijos podremos darles sepultura y un último
adiós. Algún día Fidel Castro también morirá y, por su
infinita vileza, los cubanos maldecirán su nombre eternamente.
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