Cuando
los investigadores más acuciosos decidan escribir la historia de
la
era chavista, no podrán obviar -como característica esencial de
esa forma de
gobernar- su habilidad para echar tierra rápidamente sobre los
crímenes más
aberrantes, los escándalos más oprobiosos y las actuaciones más
vergonzosas de sus funcionarios y acólitos. Podrán agregar que
los medios de
comunicación tuvieron mucho que ver con ese capítulo, pero la
realidad es
que si la prensa escrita por ejemplo, quisiera mantener vivos en
la memoria
colectiva los millares de casos de asesinatos, encarcelamientos
arbitrarios,
atropellos, exabruptos, patadas a la Constitución más
democrática del mundo,
hechos de corrupción, cursilerías y ridiculeces de esta era;
tendría que
editar diariamente un cuerpo de unas cien páginas (por ahora)
que podría
llamarse El Baúl de los Recuerdos o Prohibido Olvidar como la
canción de
Rubén Blades.
Muy pocos deben recordar a estas alturas que hace seis años,
apenas se
posesionaba de la presidencia y lo rodeaba un halo de “escoba
nueva barre
bien”, el mismito Chávez se trasladó a la ciudad de Cumaná para
enrostrarle
al gobernador de Acción Democrática, su intolerable violación de
los
derechos humanos: había osado sacar a la calle a la Guardia
Nacional para
reprimir un caos callejero de varios días. Allí no hubo un solo
muerto o
herido grave, apenas algunos asfixiados por gases lacrimógenos y
otros quizá
golpeados por un planazo. Pero eso no podía ocurrir en su
gobierno, el más
democrático del mundo, dijo entonces el ahora Presidente y antes
teniente
coronel que encabezó la asonada militar de febrero de 1992, en
la que
murieron y resultaron heridas decenas de personas. La Guardia
Nacional no
podía, de ahora en adelante, tocar un pelo a ningún habitante de
este país.
No sabemos por qué suerte de injusticia, Chávez no recibió ese
mismo año el
premio mundial de Amnistía Internacional.
No nos detengamos ahora en los manifestantes asesinados por
pistoleros
chavistas el 11 de abril de 2002 ni en los que la Guardia
Nacional liquidó o
hirió de gravedad el 27 de febrero de 2004; antes de ambas
fechas y en el
ínterin comenzaron a conocerse los casos de escuadrones de la
muerte
integrados por policías de varios Estados con gobernadores
oficialistas, y
amparados por éstos. Uno de los primeros y más protuberantes, el
del Estado
Portuguesa, quedó sepultado en el olvido: al fin y al cabo esa
gobernadora
-más que leal al proceso- es muy popular en su terruño. Las
denuncias
surgían en toda la geografía nacional pero las más graves fueron
las
presentadas contra el gobernador del Estado Guárico, Eduardo
Manuitt. Como
serían de espeluznantes que hasta los diputados chavistas en la
Asamblea
Nacional investigaron y concluyeron con un informe condenatorio
contra el
mandatario regional, cuyos antecedentes penales son públicos y
notorios.
Pero no contaban con su astucia: movió la solidaridad de otros
gobernadores
que pusieron sus barbas en remojo y logró que la máxima
dirigencia de su
mini partido, maxi enchufado en el gobierno -el PPT- se cuadrara
patria o
muerte con él. Hasta aquel maestro de escuela, el honestísimo
Aristóbulo,
que vociferaba contra las injusticias, las violaciones de
derechos humanos y
la corrupción, cuando era diputado de oposición; hizo las veces
de mediador
para que el caso Manuitt y el informe parlamentario fuesen
enterrados.
Reuniones fueron y vinieron y hasta el propio Chávez intervino
para calmar
los ánimos y llamar a la reconciliación. Y así no solo se
quedaron con los
crespos hechos los familiares de los asesinados por los hombres
de Manuitt,
sino los parlamentarios chavistas y de oposición que firmaron el
informe
condenatorio.
Un gobierno como éste necesita no solo de enemigos virtuales que
quieran
matar a Chávez para así convertirlo en mártir de utilería, sino
de héroes
que sacrifiquen sus vidas en el altar de la revolución. Hasta
ahora los que
salen en los medios son los que adulan, los que actúan como
robots y los que
roban. El asesinato del fiscal Danilo Anderson fue lo máximo,
por fin un
mártir real. No habían concluido las exequias dignas de un
general muerto en
el desembarco de Normandía, cuando explotó el escándalo de
corrupción más
asqueante del régimen. El pleito entre la novia, hermanos y
amigos por la
cuantiosa herencia del honestísimo fiscal hizo reventar la
pústula. Pero
cuando todavía el gobierno aspiraba consagrar a Anderson como
una víctima
del terrorismo golpista, ocurrió el asesinato del abogado
Antonio López
Castillo. Si no fuera por ser quién era e hijo de sus padres que
son quienes
son, el asunto hubiese sido despachado facilito: se enfrentó a
la policía y
ciao. Pero en este caso había que involucrarlo en la muerte del
fiscal,
sembrar armas en su casa, simular que disparó contra los
policías, y alterar
el informe médico legal para que no se supiera que había sido
sacado a
empellones de su vehículo y baleado en el piso, hasta con un
tiro de gracia
en el rostro.
El
ajusticiamiento de cuatro jóvenes estudiantes de ingeniería de
la Universidad Santa María, este último martes por la noche,
recuerda tanto el caso de Antonio López Castillo. Los policías
que buscaban a los asesinos de un compañero, estaban
encapuchados; desde las cuatro de la tarde de ese día sacaron a
los vecinos de sus viviendas y los golpearon y amenazaron. La
gente se encerró en sus casas y pudo escuchar el tiroteo
nocturno, los gritos que pedían auxilio y al día siguiente ver
el reguero de sangre por
todas partes. Luego alguien sembró armas en el sitio para
simular un enfrentamiento. Uno de los jóvenes tenía un tiro en
un ojo, señal de que fue
asesinado a mansalva. La policía dizque científica parece
inclinada a revelar la verdad, aunque debemos esperar a que esa
verdad no pise ningún callo revolucionario. Por ahora la única
verdad es que los policías y los militares de este país
descubrieron que tienen licencia para matar, porque hasta la
impunidad es políticamente negociable.
|