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Nuestros asesinos - por Lucy Gómez
 sábado, 20 noviembre 2004


 


         
 

Contrariamente a lo que repite machaconamente la televisión venezolana, el asesinato político no nos es extraño.  Nuestro gentilicio no es opuesto a la idea. Los años sesenta estuvieron llenos de ellos, la mayoría cumplidos por policías contra gente de izquierda, como el asesinato de Alberto Lovera o de Jorge Rodríguez.  Pero también hubo ejemplos a la inversa, como el caso del explosivo que por poco acaba con Rómulo Betancourt en Los Próceres.

 

Los asesinatos que no son políticos, también son moneda corriente. Nada más el lunes pasado nuestro ministro del Interior, haciéndole propaganda a su plan de seguridad, dijo que se habían producido nada más 140 en todo el país. Y eso que no le hemos declarado la guerra a nadie. Eso es matándonos nosotros solitos.

 

Lo que no era familiar era el uso efectivo de explosivos para asesinar. Uno que otro coche bomba, y un correo explosivo que le reventó el brazo a un pobre empleado de tribunales, son los atentados de este tipo más efectivos que se recuerdan. Los más recientes, que se efectuaron en embajadas y en edificios públicos, se hicieron en horas y en sitios donde difícilmente podían afectar a nadie. Es más, parecería haber sido planeados simplemente para asustar o prevenir.

 

Pero así como empezaron a popularizarse aquí  los asesinatos por encargo  y los secuestros express que veíamos  como  asunto cotidiano en países vecinos,  y que ahora se realizan con comodidad, rapidez y  constancia , acaba de llegar  para quedarse un perfecto  asesinato por encargo, que  acabó con la vida del  vengador  emblemático del gobierno, el fiscal Anderson, el mismo  que   intentó enjuiciar  de una sola vez  a los 400 firmantes del decreto que proclamó presidente  por un día a  Pedro Carmona Estanga.

 

Era cuestión de unir la disposición a matar, con la oportunidad y la tecnología. Solamente había que darle tiempo y oxígeno a esa voluntad de acabar con el otro sin mediar palabra, que nos envuelve sigilosamente desde 1998, cuando se empezó a usar el calentamiento de la vida pública como medio de acción política.

 

El asesinato, se ha vuelto un asunto normal en estos años. Baste recordar como   ante los ojos aterrados de todos los venezolanos un pistolero, Joao de Gouveia se llevó por delante a los peatones de una plaza entera por hacer oposición y el Presidente de la República lo llamó "caballero" en horario estelar.

 

La agresión, los golpes, los gritos, las balas han luchado victoriosamente hasta ahora contra las marchas con cantos, bailes y colores que caracterizaron hace meses a las protestas contra el gobierno y que parecen haber desaparecido.   Mientras, los titiriteros de la violencia han seguido moviendo las manos, sin saber que no son capaces de controlar sus muñecos.

Hay un viejo cuento que viene a propósito para darse cuenta de hasta donde llega la violencia provocada. Una tarde de diciembre de 1934, un asesino llegó sin problemas al cuartel general del partido Comunista en Leningrado. Tenía un pase que le validaron y entró como pedro por su casa. Le metió un tiro a un hombre llamado Sergei Kirov, miembro del Comité Central. Los escoltas del político no estaban.

Alrededor del cadáver montaron guardia los más altos funcionarios del gobierno en el Salón de las Columnas. Cuando Stalin vio el cadáver, se inclinó hacia delante y lo besó en la mejilla.

 

A quiénes primero acusaron del asesinato fue a la oposición de entonces, los "blancos". Después, a aquellos "que habían fracasado" en proteger a Kirov. Cinco días después ya había 37 acusados por la "preparación y organización de actos terroristas contra funcionarios del régimen soviético". El 13 de diciembre, sentenciaron a muerte a 28 ucranianos por "organizar actos de terror contra funcionarios del gobierno soviético". Estas ejecuciones oficiales vinieron de la mano con otras. Hubo miles de arrestos. Una carta secreta del comité central titulada Lecciones de los Eventos Conectados con el Demoníaco Asesinato del Camarada Kirov fue enviada a todos los comités, pidiéndoles cazar, expulsar, arrestar a todos los antiguos hombres de oposición que permanecían en el partido y fue seguida de una tormenta de denuncias.

 

Luego se produjeron masivas deportaciones a Siberia y el Artico, de entre 30 a 40 000 personas. Hasta el año 38, cientos de ciudadanos soviéticos fueron fusilados por directa responsabilidad en el asesinato y otros fueron a su muerte por complicidad en la vasta conspiración que supuestamente había detrás según el libro El Gran Terror de Robert Conquest, la muerte de Kirov " fue la primera piedra de todo el edificio de terror y sufrimiento mediante el cual Stalin aseguró su puño sobre los pueblos soviéticos".

 

Otros asesinatos por encargo, con repercusiones políticas han llenado de amargura y oscuridad la tierra.  Su manejo, como lo demuestra el caso soviético es de consecuencias realmente desagradables. Y la locura por la belleza de la muerte es fácil de adquirir, pero difícil de curar. 

     

 

 

 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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