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Rosales baja a Chávez de la carroza
por Manuel Malaver
miércoles, 11 octubre 2006

 

Un primer efecto en la contienda electoral tuvo la avalancha de Manuel Rosales y fue  bajar a Chávez de la carroza que usa como repelente anti pueblo desde que se estrenó como candidato del gobierno hace poco más de mes y medio.

        Lo vimos el domingo en la tarde en la caravana que le prepararon sus seguidores en la parroquia El Valle, donde, si bien es cierto que repitió su exhibición desde el también llamado Chávezmóvil, al final decidió bajarse y caminar unos 50 metros, pero para después escabullirse.

        Dicen algunos analistas que porque ya no soportaba, primero los ruegos y después las amenazas del Comando Miranda para que descendiera del miedo, pero otros que para tratar de animar unas manifestaciones de calle que más que electorales, parecen velorios.

        Procesiones de enlutados que se dirigen a un entierro, al de un régimen militar disfrazado de revolución que ha hecho más que ninguno otro  para empobrecer a los más pobres y usarlos como pretexto para justificar una dictadura  que se dirige a instaurar la primera presidencia vitalicia de la historia republicana del país.

        Todo lo cual es de suponer que tiene al candidato a la reelección incómodo, maquinando añagazas que vendan tan deleznable baratija y tratando de neutralizar  un estilo electoral como el de Rosales que prefiere la calle a las carrozas,  los venezolanos humildes  a los guardaespaldas, el abrazo franco del hombre de la calle a los escudos protectores y  la voz recia de los pobres que llega airada a reclamar sus derechos, a las zalemas de los burócratas adulantes que se regodean en doblarse y horizontalizarse.

        Pero no es fácil después de 8 años instalado en Miraflores, las nubes y el mundo, viajando en un avión privado de 66 millones dólares con  lujos de un hotel 5 estrellas volante y cupo para 70 invitados, alojado en palacios, casas de gobierno,  residencias  oficiales y hoteles de 1.000 dólares la noche y recibido por príncipes, emperadores, presidentes, jefes de Estado, y altos dignatarios de la iglesia, las academias y los organismos multilaterales.

        Venezuela entre tanto es un país asolado por el hampa, transido de pobreza extrema, con los servicios públicos colapsados, el desempleo creciendo de manera exponencial, la inflación más alta de América latina y una corrupción galopante que vuela a colocarse entre las más rentables, impunes e incontrolables del planeta.

        Un país de millones de pobres que esperan que el presidente regrese para pedirle cuentas, para exigirle que construya viviendas, que  deje definitivamente  de tomar al país como un lugar de vacaciones y se dedique a gobernar y a cumplir con la constitución y las leyes.

        Pero Chávez  continúa con sus viajes intermensuales  y si regresa es para atrincherarse en una carroza desde cuyas alturas saluda a manifestantes  que son controlados por una organización casi militar que pasa lista, transmite órdenes y tarifa su participación.

        Todo lo contrario a lo que sucede en los mítines, caravanas y manifestaciones de Rosales, con su color variopinto, sus hombres y mujeres que pueden vestir, decir, gritar, opinar, preguntar y responder lo que les da la gana, como que la idea es volver a rescatar la Venezuela donde todos hablaban, todos oían, todos preguntaban y todos respondían.

        Una algarabía que hace deslucir y pone en evidencia al estilo y pensamientos únicos de los actos de calle de Chávez, sin más voz, oído, preguntas y respuestas que la del caudillo presidente y candidato, del mismo que dice es el único capacitado para dirigir los destinos del país y aspira -colmo de colmos- a convertirse en presidente  vitalicio fundador de una dinastía.

        De ahí que como dice Manuel Rosales, todas las ideas de Chávez, todas sus propuestas, todas sus  pretensiones, y Chávez mismo, son fenómenos del pasado, hechos vetustos, sacados literalmente del basurero, que de no ser porque ocurren ante nuestras narices, cabría pensar que los segrega la máquina del tiempo.

        Un caudillo cuyo símbolo electoral es la lejanía, la carroza, el podium, el pináculo, la cueva donde se guarece de las manos, de los ojos, de las voces de 26 millones de venezolanos para quienes también es la grafía de la estafa, la burla y la frustración.

        Un candidato corredizo que ensayó el domingo hacer política popular acercándose a una pareja, saludando a un niño, pero para salir corriendo, como si ante su solo contacto hubiera sentido el anuncio del final.

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  Artículo publicado en el vespertino El Mundo, 11 octubre 2006

 
 
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