Aunque
es temprano para evaluar las consecuencias de mediano y largo
plazo que tendrá para la oposición democrática la decisión
tomada por el candidato opositor, Manuel Rosales, de reconocer
el triunfo de Hugo Chávez en las elecciones del 3 de diciembre,
sí se puede ensayar a precisar cómo influirá en el corto plazo
de la política nacional una apuesta por la racionalidad que aun
no termina de ser asimilada por el conjunto de los factores que
apoyaron, bien a Chávez, o bien a Rosales.
Y para la cual
seguramente no estaban preparados unos y otros, ya que hasta el
momento de tan sorpresivo anuncio, las 10 de la noche del 3 de
diciembre pasado, resultaba mucho más cómodo para los
chavistas continuar viendo a la
oposición como un factor meramente golpista y desestabilizador;
y para la oposición percibir al chavismo
como una corriente minoritaria que solo por la vía del fraude y
la marramucia podía mantenerse en el
poder.
A partir de esa
hora, sin embargo, la política venezolana comenzó a leerse a
través de otro libreto, de otro guión, pues de un lado Manuel
Rosales -y a poco de conocerse el primer boletín del CNE-
apareció en televisión confirmando el triunfo de Hugo Chávez; y
del otro, Chávez no tuvo más remedio que responderle desde el
llamado “Balcón del Pueblo” reconociendo el talante democrático
de la oposición.
De modo que,
tanto los que tenían en la oposición a mano la cartilla para
salir a cantar “fraude” e invitar al pueblo a “cobrar”, como los
que en el chavismo se paseaban
espectralmente por Caracas y otras ciudades del interior al
frente de bandas armadas para darle pruebas de fidelidad
sangrienta al caudillo reelecto llegado el caso, se quedaron
con los crespos hechos, y quien sabe si restregándose los ojos
mientras se preguntaban si lo que veían y oían era sueño o
realidad.
Dos propuestas
que de todas maneras no deben descartarse como formas de
concebir y practicar la política a futuro, pero que deben
esperar por el desarrollo de los acontecimientos que empezaron
a desencadenarse a partir del 3-D a las 10 de la noche, para ver
si reaparecen o desaparecen.
Porque es que la
decisión de Rosales involucra de muchas maneras la buena fe de
un gobierno que sin duda no la tiene ni conoce de que se trata,
y solo por la vía de un pragmatismo que le garantice ventajas
nacionales e internacionales, podría obligarse a respetar
cualquier acuerdo y hacer de la política una práctica
civilizada, o más o menos civilizada.
Y es aquí donde
cabe establecer que lo que sin duda alguna aportó el acto
comicial del 3-D no fue tanto una legitimación del gobierno por
la oposición, o de la oposición por el gobierno, como una suerte
de regularización de la lucha política, donde uno y otro
contendor se reconocen como agentes legales,
munidos de representatividad, e
inician un acercamiento del cual posiblemente saldrá una
relación más normada, reglada y regularizada.
Desde luego que
no estamos confundiendo “legitimidad” con “legalidad”, como que
la primera es una condición abstracta, casi moral, difícil de
reclamar en una instancia meramente judicial, en cambio que la
legalidad esta sujeta a leyes preacordadas cuya violación puede
ser reclamada, tanto en instancias jurídicas nacionales, como
internacionales.
En otras
palabras, que si bien la legitimidad o ilegitimidad no es
pretexto para activar o desactivar la lucha contra cualquier
gobierno, el que se reconozca o desconozca la legalidad de
algunas de sus políticas parciales, puede tener enormes
consecuencias en el día a día de la política, o de la práctica
política.
Situación que
normalmente surge cuando en una confrontación política o militar
ninguna de las dos partes puede imponerse a la otra, las
soluciones de alargan en el tiempo, se suceden fuera de control
y se hace urgente el reconocimiento de los factores, que aparte
de ganar tiempo, racionalizan la lucha para que cada cual se
apertreche lo mejor que puede con vistas a una decisión futura
que lo favorezca.
Por supuesto que
hablamos en primera instancia de una detente política, con un
marco jurídico cuya violación acarrea consecuencias y que se
presta idealmente para el momento a solas con el dios de la
guerra y de la política que en tales coyunturas tiene mucho que
hablar.
Recurso que
conviene sobre todo al que manifiesta mayor debilidad a la hora
de pensar en derrotar a su enemigo, y debe tratar de alguna
manera de imponerle un tipo de control, en tanto que
restringiéndose, adquiere personería para prepararse a una
ofensiva final.
Un caso macro y
emblemático de regularización de una guerra que marcó la
historia venezolana -y que merece recordarse aún subrayando las
enormes distancias de tiempo y espacio político y militar-, fue
el “Tratado de Regularización de la Guerra” firmado por el
Libertador, Simón Bolívar, y el Pacificador, Pablo Morillo en
Santa Ana de Trujillo el 27 de noviembre de 1820, y mediante el
cual se normaba el curso de una guerra de exterminio iniciada en
el año 13 con el “Decreto de Guerra a Muerte”, protocolizando
el curso de tácticas y estrategias que en un año culminarían
con la libertad de Venezuela el 24 de junio 1821.
En otras
palabras, que regularización es por sobre todo el sentarse
frente a los mapas, marcar posiciones, estudiar las debilidades
y fortalezas de uno y otro contendiente y establecer las
estrategias que pueden consolidar los éxitos y revertir los
fracasos.
Y esta es la
esencia de la decisión por la cual la oposición democrática
fortaleció transitoriamente a Chávez reconociendo su triunfo,
pero fortaleciéndose a si misma, colocándose, es cierto en una
oposición de enorme riesgo, pero que en todo caso es preferible
a la situación de anarquía, espontaneismo
e improvisación que habían caracterizado sus acciones y hasta
ahora no le había permitido una victoria significativa.
Visión de la
política que se negaba ingenuamente a aterrizar en el supuesto
de que, a partir del referendo revocatorio del 15 de agosto
del 2004, la oposición pudo haber perdido la mayoría entre las
clases y sectores populares, que era urgente certificarlo y
trazar un programa de reinserción entre los sectores más
vulnerables y menos favorecidos.
De modo que al
lado de las “elecciones transparentes y del CNE imparcial” es
necesario estructurar una fuerza política con un programa de
hondo contenido social, y que desarrolle con eficacia una
estrategia de reconexión con los sectores populares que Chávez,
vía sus políticas clientelares, ha
engatusado.
Sin complejos,
frivolidad, ni tardanza, tomando por los cachos una realidad que
no nos favorece y que no podemos revertir si no se implementa un
plan audaz de trabajo político que comience aproximando a la
oposición a los sectores más pobres de la población que
conocerán a partir de enero una dosis de ingobernabilidad,
incompetencia, corrupción e incumplimiento de las promesas como
no se conoció siquiera en los peores momentos de la Cuarta
República.
Y completadas con
el sancocho del Socialismo del Siglo XXI, delirio indigesto,
inviable y francamente desenergizante
que no dudamos será como la droga que paralizará sin posibilidad
de recuperación un proyecto que –sin ironía- mereció mejor
suerte.