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El 3-D y la regularización
de la lucha política

por Manuel Malaver
domingo, 10 diciembre 2006

 

Aunque es temprano para evaluar las consecuencias de mediano y largo plazo que tendrá para la oposición democrática la decisión tomada por el candidato opositor, Manuel Rosales, de reconocer el triunfo de Hugo Chávez en las elecciones del 3 de diciembre, sí se puede ensayar a precisar cómo influirá en el corto plazo de la política nacional una apuesta por la racionalidad que aun no termina de ser asimilada por el conjunto de los factores que apoyaron, bien a Chávez, o bien a Rosales.

Y para la cual seguramente no estaban preparados unos y otros, ya que hasta el momento de tan sorpresivo anuncio, las 10 de la noche del 3 de diciembre pasado,    resultaba mucho más cómodo para los chavistas continuar viendo a la oposición como un factor meramente golpista y desestabilizador; y para la oposición percibir al chavismo como una corriente minoritaria que solo por la vía del fraude y la marramucia podía mantenerse en el poder.

A partir de esa hora, sin embargo, la política venezolana comenzó a leerse a través de otro libreto, de otro guión, pues de un lado Manuel Rosales -y a poco de conocerse el primer boletín del CNE- apareció en televisión confirmando el triunfo de Hugo Chávez; y del otro, Chávez no tuvo más remedio que responderle desde el llamado “Balcón del Pueblo” reconociendo el talante democrático de la oposición.

De modo que, tanto los que tenían en la oposición a mano la cartilla para salir a cantar “fraude” e invitar al pueblo a “cobrar”, como los que en el chavismo se paseaban espectralmente  por Caracas y otras ciudades del interior al frente de bandas armadas para darle pruebas de fidelidad sangrienta al caudillo reelecto llegado el caso,  se quedaron con los crespos hechos, y quien sabe si restregándose los ojos mientras se preguntaban si lo que veían y oían era sueño o realidad.

Dos propuestas que de todas maneras no deben descartarse como formas de concebir y practicar la política a futuro, pero que deben esperar por el desarrollo  de los acontecimientos que empezaron a desencadenarse a partir del 3-D a las 10 de la noche, para ver si reaparecen o desaparecen.

Porque es que la decisión de Rosales involucra de muchas maneras la buena fe de un gobierno que sin duda no  la tiene ni conoce de que se trata, y solo por la vía de un pragmatismo que le garantice ventajas nacionales e internacionales, podría obligarse a respetar cualquier acuerdo y hacer de la política una práctica civilizada, o más o menos civilizada.

Y   es aquí donde cabe establecer que lo que sin duda alguna aportó el acto comicial del 3-D no fue tanto una legitimación del gobierno por la oposición, o de la oposición por el gobierno, como una suerte de regularización de la lucha política, donde uno y otro contendor se reconocen como agentes legales, munidos de representatividad,  e inician un acercamiento del cual posiblemente saldrá una relación más normada, reglada y regularizada.

Desde luego que no estamos confundiendo “legitimidad” con “legalidad”, como que la primera es una condición abstracta, casi moral, difícil de reclamar en una instancia meramente judicial, en cambio que la legalidad esta sujeta a leyes preacordadas cuya violación puede ser reclamada, tanto en instancias jurídicas  nacionales, como  internacionales.

En otras palabras, que si bien la legitimidad o ilegitimidad no es pretexto  para activar o desactivar la lucha contra cualquier gobierno, el que se reconozca o desconozca la legalidad de algunas de sus políticas parciales,  puede tener enormes consecuencias en el día a día de la política, o de la práctica política.

Situación que normalmente surge cuando en una confrontación política o militar ninguna de las dos partes puede imponerse a la otra, las soluciones de alargan en el tiempo, se suceden fuera de control y se hace urgente el reconocimiento de los factores, que aparte de ganar tiempo, racionalizan la lucha para que cada cual se apertreche lo mejor que puede con vistas a una decisión futura que lo favorezca.

Por supuesto que hablamos en primera instancia de una detente política, con un marco jurídico cuya violación acarrea consecuencias y que se presta idealmente para el momento a solas con el dios de la guerra y de la política que en tales coyunturas tiene mucho que hablar.

Recurso que conviene sobre todo al que manifiesta mayor debilidad a la hora de pensar en derrotar a su enemigo, y debe tratar de alguna manera de imponerle un tipo de control, en tanto que restringiéndose, adquiere personería  para prepararse a  una ofensiva final.

Un caso macro y emblemático de regularización de una guerra que marcó la historia venezolana -y que merece recordarse aún subrayando las enormes distancias de tiempo y espacio político y militar-,  fue el “Tratado de Regularización de la Guerra” firmado por el Libertador, Simón Bolívar, y el Pacificador, Pablo Morillo en Santa Ana de Trujillo el 27 de noviembre de 1820, y mediante el cual se normaba el curso de una guerra de exterminio iniciada en el año 13 con el “Decreto de Guerra a Muerte”,  protocolizando el curso de tácticas y estrategias    que en un año culminarían con la libertad de Venezuela el 24  de junio 1821.

En otras palabras, que regularización es por sobre todo el sentarse frente a los mapas, marcar  posiciones, estudiar las debilidades y fortalezas de uno y otro contendiente y establecer las estrategias que pueden consolidar los éxitos y revertir los fracasos.

Y esta es la esencia de la decisión por la cual la oposición democrática fortaleció transitoriamente a Chávez reconociendo su triunfo, pero fortaleciéndose a si misma,  colocándose, es cierto en una oposición de enorme riesgo, pero que en todo caso es preferible a la situación de anarquía, espontaneismo e improvisación que habían caracterizado sus acciones y hasta ahora no le había permitido una victoria significativa.

Visión de la política que se negaba ingenuamente a aterrizar en el supuesto de que, a partir del referendo revocatorio  del 15 de  agosto del 2004, la oposición pudo haber perdido la mayoría entre las clases y sectores populares, que era urgente certificarlo y trazar un programa de reinserción entre los sectores más vulnerables y menos favorecidos.

De modo que al lado de las “elecciones transparentes y del CNE imparcial” es necesario estructurar una fuerza política con un programa de hondo contenido social, y que desarrolle con eficacia una estrategia de reconexión con los sectores populares que Chávez, vía sus políticas clientelares, ha engatusado.

Sin complejos, frivolidad, ni tardanza, tomando por los cachos una realidad que no nos favorece y que no podemos revertir si no se implementa un plan audaz de trabajo político que comience aproximando a la oposición a los sectores más pobres de la población que conocerán a partir de enero una dosis de ingobernabilidad, incompetencia, corrupción e incumplimiento de las promesas como no se conoció siquiera en los peores momentos de la Cuarta República.

Y completadas con el sancocho del Socialismo del Siglo XXI, delirio indigesto, inviable y francamente desenergizante que no dudamos será como la droga que paralizará sin posibilidad de recuperación un proyecto que –sin ironía- mereció mejor suerte.

 
 
 
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