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Hombres
de negro
por Manuel Malaver
domingo, 9
abril 2006
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Hay
dos señales perturbadoras en el hecho de sangre que costó la
vida al fotógrafo del vespertino “El Mundo”, Jorge Aguirre.
Dos signos que obligan a pensar que un cambio tan radical como
fatídico se ha operado en el clima represivo que asfixia al país
desde hace 7 años y que más allá de la apariencia que permite
decir y admitir que en Venezuela hay democracia, lo que destaca
en la realidad son más y más espacios democráticos cerrados y
sin posibilidad en lo inmediato de que sean reabiertos y
recuperados.
El asesinato de Aguirre es emblemático en este sentido, pues se
trató de la típica operación de comando, segregada desde el
tumor maligno de la ideología y el fanatismo y que no necesitó
que el suceso que cubría el fotógrafo fuera violento y estuviera
cargado de las tensiones que generan los enfrentamientos entre
gobierno y oposición, o transcurriera en el clima de
conflictividad ascendente que hace temer por la vida de las
personas o la pérdida de bienes, o que amenazara la integridad
de policías y funcionarios de orden público para que “un hombre
de negro”, innominado y clandestino, que pasó en una moto sin
placa accionará su arma y cegara la vida del profesional de la
prensa.
O sea, que el asesino simplemente se sintió aludido, provocado y
ofendido cuando vio a Aguirre activando el disparador de su
cámara y logrando las imágenes que contarían la verdad, o parte
de la verdad de los sucesos y eso simplemente le voló los
tapones, lo exacerbó, lo descontroló y llevó a reaccionar como
cualquier pieza de una estructura que ha sido programada para
dar un tipo de respuesta, y solo un tipo de respuesta, ante
ciertos estímulos.
En otras palabras, que mucho antes de la manifestación frente al
gimnasio cubierto de la UCV y el mural de Pedro León Zapata,
mucho antes de la ola de asesinatos que costó la vida del
empresario Filippo Sindoni y de los 3 menores hijos de la
familia Faddoul, “el hombre de negro” merodeaba, rondaba,
circulaba por Caracas en una moto sin placa, anónimo y camuflado
y a la caza de algún periodista o fotógrafo que le permitiera
desatar, volcar la lava de su rabia, odio, resentimiento y
deseos de venganza contra quienes piensa son enemigos
impenitentes e irrescatables de la revolución.
Lo dice, lo grita y vocifera día y noche, en cadenas de radio y
televisión que pueden durar hasta 8 horas diarias, su jefe, el
teniente coronel y presidente de la República, Hugo Chávez, para
el cual pareciera que uno de los enemigos a destruir y vencer
son estos trabajadores humildes y amantes de su profesión a
quienes acusa de contrarrevolucionarios, de agentes de la CIA,
de vendidos al imperialismo y de seguir las órdenes de dueños,
editores y jefes de redacción de medios impresos y
radioeléctricos que forman parte de una conspiración nacional e
internacional que auspicia una práctica tan criminal como
novedosa: “el terrorismo mediático”.
O lo lee, oye y ve en los medios oficiales en los cuales se
predica la tesis de la retroizquierda, izquierda náufraga,
borbónica o religiosa, cara a profesores ultrarradicales de
Europa y América, según la cual, la libertad de expresión es una
enemiga intrínseca de la revolución, culpable del colapso del
socialismo real y del fin del imperio soviético, y por tanto,
tan culpable como los ejércitos, partidos y organizaciones de
los enemigos de clase, por lo que debe ser denunciada,
perseguida y controlada como forma de apartar un gran obstáculo,
un siniestro impedimento.
Sobre todo cuando se está en el poder y se hace obligatorio
soportar espacios democráticos relacionados con la libertad de
expresión en la idea de alcanzar alguna respetabilidad
internacional, pero sin olvidar que se trata de “adversarios”
cuya fuerza, trincheras y recursos deben ser minados, sitiados,
tomados y absorbidos lenta, pero implacablemente.
Por eso la historia de la llamada “revolución bolivariana” es
también la historia de sus agresiones a la libertad de
expresión, de la cruzada de amedrentamiento a dueños, editores,
reporteros, camarógrafos y fotógrafos, de los daños a sus
personas y equipos para aterrorizarlos e inducirlos a la
autocensura que procure una versión trucada y edulcorada de la
gestión de un gobierno cuyos fracasos pueden registrarse en
todos y cada uno de los ramos de la administración.
Recientemente, por ejemplo, las periodistas, Ibéyise Pacheco y
Marianella Salazar fueron amenazadas con decisiones judiciales
que las llevarían entre rejas; el periodista, Gustavo Azócar,
fue esposado y conducido a un calabozo en una cárcel de San
Cristóbal; y ya antes el director “La Razón”, Pablo López Ulacio
y la directora de “El Nuevo País”, Patricia Poleo, fueron
forzados al exilio; y veintenas de comunicadores a lo largo y
ancho del país trabajan bajo la presión de esta espada de
Damocles que en cualquier momento los conmina a presentarse a
despachos de abogados, salas de tribunales, audiencias de juicio
o calabozos puros y simples.
De ahí que afirmemos que la bala que cegó la vida del
fotoperiodista, Jorge Aguirre, es parte del mismo hilo conductor
que tiene su origen en la tesis ideológica nacida entre
profesores de la izquierda retro de Europa y América según la
cual la libertad de expresión es un enemigo a vencer, tan
peligroso como los ejércitos y partidos de los enemigos de
clase; en las arengas antimediáticas de Hugo Chávez; en las
denuncias de ministros y altos funcionarios de un supuesto
“terrorismo mediático”; en la acusación de que la cobertura de
los medios está sesgada a favor de los imperialistas,
contrarrevolucionarios y capitalistas y que produce, en
consecuencia, una respuesta violenta, agresiva, vandálica y
explicable de parte de burócratas, militares, agentes del orden
público, magistrados, jueces, alguaciles, manifestantes y
militantes del partido de gobierno y sus aliados.
Y criminalmente de los “hombres de negro”, de los fantasmas que
recorren las calles de ciudades y pueblos de Venezuela en motos
sin placas, de día y de noche, anónimos e innominados, ocultos y
camuflados y a la espera de cualquier “alteración” del orden
público donde reporteros, camarógrafos y fotógrafos están
cumpliendo con su deber, o sea, con su pauta.
Se trata de “barridos” en los cuales queda expresa la voluntad
oficial de que se puede manifestar, pero no que los medios
transmitan libremente las imágenes escritas y graficadas de las
manifestaciones, de las denuncias y ataques contra el gobierno,
su presidente y altos funcionarios que por lo general surgen en
este tipo de eventos.
De las pruebas de que en Venezuela no hay ninguna revolución,
sino un gobierno militar que tira zamarramente el anzuelo de su
preocupación por lo pobres, mientras los somete a todo tipo de
privaciones, de inequidades e injusticias que los convierte, a
través de su vulnerabilidad, en el ejército de reserva de la
dictadura.
Es la libertad de información entendida como un hecho local,
limitado, reducido, fuera de la aldea global y circunscrito a
los ámbitos y versiones que le interesa a la autocracia.
Es lo que sucede en los países totalitarios donde, no es que no
haya periódicos, emisoras de radio y canales de televisión, pero
siempre controlados, guiados, monitoreados y sin posibilidades
de escapar al círculo de hierro del pensamiento único.
Y aquí aterrizamos en la otra señal perturbadora que dijimos
deja el asesinato del fotoperiodista, Jorge Aguirre y es que si
bien había esa mañana frente al gimnasio cubierto de la UCV y el
mural de Pedro León Zapata, decenas de manifestantes y de
vehículos que pasaban casi por entre los sucesos, como
testimonio del crimen y su autor solo quedaron una foto, la
última foto de Aguirre tomada mientras agonizaba y una discreta
toma de un canal de televisión que solo logra que el asesino
pase como una exhalación.
No era así en el pasado, cuando frente a los atropellos de los
cuerpos represivos había siempre cámaras de profesionales, de
espontáneos y aficionados que constituían herramientas
esenciales para dejar testimonios de la actividad de los
delincuentes que después eran básicos para denunciarlos en
instancias nacionales e internacionales.
O lo que es lo mismo: que puede estar cundiendo más y más entre
los manifestantes que lo peligroso no es protestar sino activar
el obturador, la lente o el disparador, tomar apuntes o prender
el grabador y así evitar que el ejercicio de la libertad de
expresión en Venezuela sea cada vez más autocensurado, limitado,
controlado y estéril.
Lo está gritando la muerte del colega y fotógrafo, Jorge
Aguirre, cuyo asesino puede estar en este momento recorriendo
calles de ciudades o pueblos de Venezuela, de negro, innominado
y clandestino, en una moto sin placa y en espera de que su
olfato, su instinto le indique que en tal manifestación hay
reporteros y fotógrafos independientes a la vista.
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