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Castro, sucesión y conspiración palaciega
por Manuel Malaver
domingo, 6 agosto 2006

 

Aunque no puede ser más contrastante el drama que seguramente se vive en alguna clínica u hospital de Cuba para prolongarle la vida a Fidel Castro y la tranquilidad aparente que se respira en La Habana; en el exterior, y particularmente en Washington y Miami, el suspenso luce menos complejo y se reduce a despejar la naturaleza de una crisis cuya continuidad o solución afectarían la suerte de decenas de millones de personas.

No se trata, a pesar de todo, de una tormenta que estallara en cielo sereno, sin nubarrones ni ráfagas que la anunciaran, como que ya los rumores de una enfermedad severa de Castro rodaban desde los tiempos de su caída en octubre del 2004, y en Caracas y otras ciudades de Sudamérica, hace apenas tres semanas, puede decirse que se le hicieron al caudillo de Birán velorio y entierro adelantados.

Pero Castro, sorpresivamente, apareció el 20 de julio pasado en Córdoba, Argentina, en una cumbre del Mercosur y como para poner en evidencia la ingenuidad de quienes dudaban de su inmortalidad, y de que guarda una suerte de pacto con alguna fuerza sobrenatural que lo protege de guiñas y conjuros, la dio por discursear, rabiar, declarar, amenazar y desafiar al presidente anfitrión, al mismo Néstor Kirchner, a que creara una crisis diplomática a causa de su negativa a recibir una carta del gobierno argentino solicitándole una visa humanitaria para una anciana cubana que insistía en salir de Cuba a visitar y conocer a unos nietos que le habían nacido en Buenos Aires.

Kirchner, desde luego, no se atrevió y perdió de esa manera la única oportunidad que quizá le ofrezca la política continental de dar muestras públicas, racionales y justificadas de coraje y ser recordado en la historia como el jefe de estado que se atrevió a enfrentar a un Castro desfalleciente, pero aun todopoderoso, contribuyendo sin querer, pero contribuyendo al fin, a precipitar la crisis de salud que amenaza con despacharlo de este mundo.

Grupo selecto este último constituido por voluntarios e involuntarios, por quienes accionan conscientes de que algo puede resultar al animar a levantarse de su lecho de enfermo a un anciano de salud frágil que puede colapsar en cualquier momento, y de los otros, de los que simplemente “por amor al caudillo” se prestan sin saberlo a los designios de los primeros, al que también debe agregarse por derecho propio el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, víctima el mismo de su dependencia afectiva de Castro, esclavo de esta sombra que invoca hasta en sus quehaceres más simples, pero a la vez su victimario, ya que en su empeño de usar la leyenda castrista para amedrentar a Lula, Kirchner y otros presidentes del Mercosur, de energizarse con los últimos resplandores de su estrella moribunda, lo dejó sin la fuerza suficiente para enfrentar la hemorragia que lo tiene en trance de muerte.

Pero quien sabe si hasta Raúl, Machado Ventura y Balaguer Cabrera, “raulistas” de línea dura en sociedad con “fidelistas” de línea blanda, como Carlos Lage, Esteban Lazo Hernández y Francisco Soberón Valdés, son igualmente miembros descollantes del grupo, club u organización, y pusieron, no un grano, sino una tonelada de arena en la decisión que animó a Castro a levantarse de la cama, refrescarse, rejuvenecerse, refaccionarse y dirigirse a una cita, la de Córdoba, que, según la proclama o testamento por la que delegó sus poderes, fue la causa eficiente, o una de las causas eficientes, para que hoy no sepamos si vive o muere.

En todo caso estaríamos frente a una de esas conspiraciones sinuosas, torcidas y aviesas típicas de los regímenes totalitarios y de enorme concentración de poder, y en los cuales un caudillo o centro envejece, pero conservando todos los hilos, y en condiciones, aun al borde de la tumba, de reaccionar y aplastar sin piedad a los enemigos que se atreven a desafiarlo.

O sea, que nada –y esta es otra innovación de la teoría política del marxismo-leninismo- nada de golpes de estado, atentados, insurrecciones, o revoluciones para enfrentar una fuerza crepuscular, pero avasallante que en cualquier momento puede recomponerse, sino el bisturí de los cirujanos, los tratamientos de los especialistas, las hospitalizaciones y las transfusiones para cortar un nudo que por otra vía podría significar demasiados riesgos.

A este respecto habría que recordar la muerte de dos caudillos totalitarios, ancianos e hiperpoderosos, liquidados por las manos de equipos médicos que jamás explicaron las circunstancias de sus muertes, pero que actuaron a nombre de herederos, de áulicos aprovechados en crueldades y conspiraciones, de sucesores que después pelearon por los despojos del causahabiente y procedieron a mover las agujas del reloj en la dirección contraria a como lo había estatuido el difunto, haciendo befa del legado que hasta días antes habían jurado defender y perpetuar.

Hablamos, desde luego, de José Stalin y Mao Tse Tung, “víctimas” de su vejez y sus estados de salud, de médicos de guardia y forenses que jamás presentaron los diagnósticos y autopsias y evaporados en la soledad y frialdad de quirófanos cuyas historias pasaron a ser “secreto de Estado”.

De la misma manera que el informe médico de la enfermedad de Castro, el diagnóstico, el estado real en que se encuentra y la posible evolución, es un arcano que se deja a la especulación y olvido de cada quien, ya que quizá en meses, o semanas, se anuncie su deceso, pero cuidando de que las circunstancias y causas que lo produjeron nunca se conozcan.

Y aquí es donde procede preguntarse por qué la sucesión provisional de Castro no fue puesta en manos del órgano del poder público establecido en el Art. 92 de la constitución cubana del 76 para legalizar a cualquier gobierno, como es la Asamblea Nacional de Poder Popular, sino en una especie de sanedrín presidido por Raúl Castro y constituido mayoritariamente por “raulistas”.

¿Qué pasó para que una ficha tan connotada del “fidelismo” como el presidente de la Asamblea Nacional, Ricardo Alarcón, fuera dejada de lado, y otra, como el canciller, Pérez Roque, quedara en un cargo menor y bajo la supervisión de Carlos Lage?

¿Por qué, así mismo, Ramiro Valdés, Juan Almeida y Guillermo García, comandantes que nacieron política y militarmente en la Sierra Maestra, y cumplieron roles destacadísimos en el curso de la revolución, pero conocidos por sus inclinaciones “antirraulistas”, no aparecen en el grupo sucesor y más bien lucen como lanzados al limbo y con un futuro nada cierto?

¿Nace una sorda e inevitable pugna por el poder y Cuba está al borde de acontecimientos que incluso podrían precipitarla a una guerra civil?

Es temprano para saberlo, pero los hitos que condujeron a la actual crisis pueden establecerse en el tiempo y a partir de ellos deducir que Castro, en un momento del 2005, pudo ser ganado para arremeter contra el sucesor oficial, su hermano Raúl, y todo porque empezó a acusársele de nuevorico, corrupto y dirigir una banda que venía a liquidar la revolución y restaurar el capitalismo.

El primero en sostenerlo públicamente fue el propio Fidel, el 17 de noviembre del año pasado en la universidad de La Habana, en un discurso donde afirmó que si bien debía pensarse en su retiro y necesaria sucesión, lo que le preocupaba era que la Cuba socialista, ya sin su influjo y presencia, cambiara de rumbo, y tal como sucedió la Unión Soviética, se convirtiera en un país capitalista.

¿Pero quiénes podían llevar a cabo tan perversos planes y acabar con la única sociedad socialista de América y el mundo occidental?

Pues seguro que no serían los capitalistas e imperialistas que habían sido derrotados en todos los frentes, sino los nuevoricos y corruptos, una nueva casta de burócratas y burgueses formados en la revolución y que acechaban para dar el zarpazo.

Y en el mismo sentido se pronunció el canciller, Pérez Roque, el 23 de diciembre en un discurso en la Asamblea Nacional, donde afirmó “que debemos prestar atención a este llamado hecho por Fidel en la universidad, a esa frase no pronunciada antes en la historia de la revolución: la revolución puede ser reversible y no por el enemigo que ha hecho todo lo posible por hacerlo, sino por nuestros propios errores”.

Discusión, tensión o refriega que pareció quedar sellada y en espera de otro round que la agudizara, cuando Raúl Castro, el 14 de junio pasado y en un acto realizado en San José de Las Lajas para celebrar el 45 aniversario de la fundación del ejército occidental, afirmó “que era el Partido Comunista, y solo el partido Comunista, quien podía reclamar la herencia de Castro”.

En otras palabras, que una lucha por el poder, por la sucesión había comenzado, pero disfrazada por diferencias ideológicas y la preservación del socialismo, mientras cada uno de los protagonistas sacaba sus piezas y se disponía a jugarlas en la dirección y sentido que aconsejaran sus intereses.

Creo que la actual crisis, agudizada por la enfermedad y posible muerte de Castro, está inscrita en estas coordenadas y que su curso, continuidad y solución dependerán de la forma como cada una de los grupos en pugna atraen la atención del pueblo cubano para que respalde sus apuestas.

No hay dudas: la sucesión, transición y cambio político en Cuba han comenzado.
 

 
 
 
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