Debe
ser políticamente una posición incómoda, insegura, disuasiva e
intimidadora, ya que nunca se sabe
cuando sin que haya matones que lo eviten salta una voz recia,
ronca, firme y canta las verdades que no se quieren oír,
teniendo que meter retroceso o salir a gritar que se trata de
una conspiración mediática, o de agentes comprados por la CIA
que trabajan día y noche contra la felicidad del pueblo
venezolano y latinoamericano.
Tal cual acaba de sucederle a
Chávez en la reunión del MERCOSUR en Montevideo, Uruguay, donde
ante la evidencia abrumadora de los informes de los observadores
de la OEA y la UE sobre las elecciones del 4 de diciembre
pasado, no tuvo más remedio que saltar a insultarlos,
calumniarlos y acusarlos por el delito de decir lo que vieron y
no lo que “el líder redentor de los pueblos del mundo” quería
que vieran.
Medicina que ya una buena parte de
los observadores de la UE habían probado durante los tiempos del
imperio soviético, o de las dictaduras de Franco y Salazar,
igualmente “legitimadas” por procesos electorales de un solo
partido que contaban con el apoyo del cien por ciento de los
votantes.
Y si no la habían probado, estaban
los recuerdos frescos de sus padres, tíos y abuelos, nacidos
poco antes o poco después de Stalin,
Hitler,
Musolini, Franco y Salazar, de aquellos tiempos en que el
establecimiento de las dictaduras más sangrientas que conoce la
historia estuvo precedida de una corrupción sistemática,
criminal y programada del sistema electoral.
Pero si no había experiencia
directa, ni recuerdos frescos, estaban también los archivos de
noticias de las elecciones que se celebran en Cuba, Irán,
Zimbawue, Corea del Norte y
Miammar, donde tiranías de diversa
forma, pero de idéntica esencia, convocan “democráticamente” a
sus electores a votar, pero siempre por un solo partido y unos
mismos candidatos que salen elegidos con los votos de hasta las
Tres Divinas Personas.
Esto si se trata de elecciones
legislativas, o de cuerpos que por su naturaleza tienen una
representación múltiple, ya que si se trata de elegir o reelegir
al mandamás, se procede al plesbiscito
puro y simple, a la apoteosis que entre cantos, festivales y
ferias reinstala en el palacio presidencial al viejo o nuevo
Júpiter Tonante.
De modo que de paso por Caracas en
las elecciones del domingo 4 de diciembre pasado, los
observadores de la UE tenían pocas razones para equivocarse, ya
que con una geografía electoral copiada al carbón de las de
otros países totalitarios de vieja y nueva data, era como para
sentarse a ver una película desgastada, aburrida y llena de
parches, cortes e interrupciones.
Borrones que, sin embargo, no
escondían lo esencial: en Venezuela, como en tiempos de la
Alemania de Hitler, del imperio
soviético o la Cuba de hoy, se usan las elecciones para
destruir las elecciones, la democracia para arreglar cuentas con
la democracia, y abrir paso a un sistema dictatorial de
candidato y pensamiento únicos que cuente con los simuladores
que permitan presentarlo como una democracia.
Estaban ahí para demostrarlo,
Jorge Rodríguez, el flamante presidente del CNE, rodeado de
adláteres, seguidores y cómplices,
detentadores de una parafernalia electoral cuyos arcanos solo
conocen ellos y el alto gobierno, de un registro electoral que
es como una libreta de anotaciones de pulpería, lleno de tachas
y enmendaduras; de máquinas electrónicas de todo tipo (de
votación, cuadernos electrónicos y
cazahuellas) que nadie sabe cómo se manejan ni para que
sirven (aunque ya se sabe que es para que Chávez las gane todas)
y una negativa permanente, consistente y recurrente a que el
acto electoral, ante y después de las votaciones, sea auditado y
revele sus cifras y secretos.
Personaje siniestro de cualquier
historia, dicen que psiquiatra, pero paciente el mismo de una
comedia de equivocaciones, estafas y corruptelas donde lo
primero que ha desaparecido es la verdad.
Veraneante de estaciones
privilegiadas, de sitios donde no se habla precisamente de
revoluciones, sino de comisiones y ventajas que deben cancelarse
porque si no “no hay leal, no hay lopa”.
Ah, y por si faltaba algo, un
ventajismo electoral aplicado con todos los hierros, como podía
comprobarse con las cadenas de hasta 5 horas que un día si otro
también perpetraba Chávez para promover a los candidatos
oficiales, o elogiar la obra de gobierno, el proceso, la
revolución que solo podían salvarse si los electores votaban
abrumadoramente por ellos.
Y aquí fue donde falló el
mecanismo, la trampa, la estafa, el asalto, el
arrebatón. Y fue que los electores,
aprovechando los últimos espacios de libertad y legalidad
democráticas que restan en el país, no es solo que no salieron a
prestarse a la farsa chavista, sino
que no salieron en absoluto.
Pocas almas en las calles y mesas
de votación de aquella Venezuela del 4 de diciembre pasado,
tensa y silenciosa y más preocupada de los derrumbes,
inundaciones y damnificados que podían seguir a la llovizna que
de la suerte de una sarta de políticos marrulleros que tienen el
tupé de llamarse revolucionarios.
Una abstención del 85 por ciento
fue el resultado de repetir en el país de Bolívar la experiencia
electoral de los países totalitarios, pero cubriéndola,
disfrazándola, barnizándola de afeites
seudodemocráticos creyendo que bastaban, junto con la
gigantesca inversión en la compra de votos que también llamas
misiones, para que los venezolanos se volcaran a votar.
Cálculo lamentable de pichones de
dictadores, salido del meollo de autodidactas, improvisados,
aventureros e histriones, de gente como los dos Rodríguez, Pedro
Carreño, Nicolás Maduro, Cilia
Flores y Albornoz, nadie sabe si en trance de irse o convertirse
en la superélite del poder, pero en
todo caso devenidos en pavimentadores
de la vía más calamitosa y riesgosa que ha vivido el
chavismo hasta ahora.
Pero sobre todo, salido de los
delirios del propio Chávez, quien piensa que sus mentiras se
compran en función de su habilidad e inteligencia y no de la
chequera bien repleta de petrodólares que reparte según le
interesa tramar alianzas y lealtades.
Tiempos en que jugar con Chávez es
jugar al totalitarismo, o, lo que es peor, de aprovechar que aun
tiene repleta la cartera de petrodólares para sacárselos del
bolsillo simulando que lo apoyan.
Es un club, tinglado, o corte de
los milagros donde entran antes que todo los que andan buscando
negocitos o pendientes de que en el
corto o mediano plazo tendrán que arreglar cuentas con sus
electores.
Para probarlo las declaraciones
del presidente Lula da Silva en Uruguay, “de que la oposición
brasileña era tan golpista como la venezolana” y la respuesta
del expresidente, Fernando
Henrique
Cardozo, que si no fuera por la oposición “democrática”
de Brasil hace mucho tiempo que Lula habría sido juzgado por
corrupción.
Pero también hubo y sigue habiendo
buenos negocios de parte de este venezolano que juega ahora el
papel de la banca extranjera, prestando a bajísimos intereses y
a plazos irrecuperables, cuando no regalando, pero creando la
sensación de que se puede negar a la realidad, aislarse de la
globalización y sobrevivir en precarias condiciones, pero
sobrevivir.
Mundo que es ideal para la
preservación de los mitos, de aquellos que se aprendieron
leyendo los manuales de marxismo-leninismo de la Academia de
Ciencia de la URSS, del “Libro Rojo” de Mao
y las simplezas del Che Guevara, pero a los que cuesta
renunciar, ya que si se hace, se admite que se ha perdido la
vida, o la mitad de la vida.
Que es el drama de la izquierda
religiosa o borbónica, condenada a repetir los mismos errores
creyendo que son aciertos, pero en medio de espasmos neuróticos,
histéricos y viscerales que es la única forma que conoce de
sentirse viva.
Por eso escribe, Jean
Francois Revel,
en “La gran mascarada” que la izquierda no solo está lejos de
admitir sus fracasos sino que piensa que sus fracasos son una
confirmación del acierto de sus teorías.
Estado de ánimo que la predispone
a llevar a los pueblos, y a si misma, a desastres sin fin, pero
creyendo que está salvando a los pobres y a la humanidad.
Ejercicio que se cumple de manera
relativamente fácil cuando se cuenta con recursos, fuerzas y
voluntad para imponer dictaduras al estilo de
Stalin, Mao
y Fidel, pero no comprando complicidades y mendigando el apoyo
de observadores internacionales que cuando menos se piensa salen
hablando de la verdad, gritando lo que vieron y no lo que el
dictador quería que vieran.
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