Si
alguien alguna vez tuvo dudas sobre el carácter
fascista y asesino de este régimen que agoniza,
ayer debe haberlas despejado y si ese mismo
alguien llegó a pensar que la vena heroica del
pueblo venezolano había dejado de palpitar hace
mucho tiempo, tendría que haber estado en la Plaza
O Leary del Silencio.
Después de años y
años de jurar solemnemente que como presidente
nunca ordenaría disparar contra el pueblo, ayer
Hugo Chávez se manchó, una vez más, las manos de
sangre. Al final se quitó la careta democrática y
quedó al descubierto su verdadera naturaleza de
matón sin escúpulos que ordena disparar, a su
guardia de corps, contra una multitud pacífica y
desarmada. Implacable, dispuesto a conservar el
poder sobre una montaña de cadáveres, si fuera
necesario, mientras discurseaba sandeces
extemporáneas por radio y televisión, las calles
aledañas a Miraflores se convertían en un campo de
batalla que no era tal porque de un lado estaban
la casa Militar, la Guardia Nacional, los círculos
chavistas y los francotiradores del alcalde
Bernal, y del otro decenas de miles de
manifestantes que protestaban según las normas
civilizadas existentes en cualquier sociedad
democrática.
El resultado
fueron nueve muertos y 88 heridos luego de una
sangrienta y horrible tarde en la que se impidió,
a sangre y fuego, lo que en cualquier otro país
del mundo resulta absolutamente normal, cual es el
paso de una manifestación por el frente de la casa
de gobierno.
Lo evitaron
gracias a los francotiradores entranados en Cuba,
a quienes Bernal apostó en el edificio de la
alcaldía, y en la azotea de las dependencias que
ese organismo tiene a lo largo de la avenida
Baralt, para jugar tiro al blanco con seres
humanos, como si de una cacería se tratara. Lo
evitaron también gracias a los hombres de la
Guardia Nacional que dispararon bombas molotov y a
los efectivos de la Casa Militar, quienes
apuntaron sus FAL contra venezolanos inermes,
armados de una bandera y una pancarta.
II
Lo admirable de este bochornoso y
cobarde episodio, quizás el último ocurrido por la
voluntad de Chávez, fue la heroica actitud de una
muchedumbre que gritando 'No tenemos miedo' y
desafiando un despiadado e intenso fuego, avanzó
hacia el palacio desde la Plaza O'leary, hasta que
empezaron a caer los muertos, los heridos y los
ahogados por los gases lacrimógenos. Ahí
retrocedían, se reagrupaban y movidos por líderes
espontáneos, jóvenes de todas las clases y
condiciones, muchachas y muchachos, volvian a las
andadas, con un pañuelo en el rostro y el pecho al
descubierto.
Arriba estaban
las hordas chavistas, armadas, ebrias de sangre,
protegidas por un cordón de la Guardia Nacional y
otro de la Casa Militar. Luego venía un trecho de
cien metros, la tierra de nadie, un cordón de la
Policía Metropolitana, cuyos efectivos se
limitaron a impedir el paso, a trasladar heridos y
repeler los asesinos a sueldo de Chávez y Bernal.
Al final, en los espacios de la plaza, en las
esceleras del Calvario, en los accesos laterales,
la gente.
No faltaron los
líderes de la oposición, muchos en realidad para
nombrarlos a todos, tratando de canalizar la
protesta de una muchedumbre que lejos de
amilanarse, al observar los primeros caídos,
comenzó a corear: '¡Chávez asesino, Chávez
asesino, Chávez tiene miedo!'. Pasadas las tres de
la tarde el fuego arreció y el combate se conentró
entre las esquinas de Marcos Parra y Solís. Allí
fue donde un grupo heroico de veinteañeros, con la
camisa a modo de gorro y sin ningún tipo de armas,
avanzaban en medio de la balacera y las nubes de
humo tóxico hacia los destacamentos de la Guardia,
con agilidad felina recogían las bombas que les
lanzaban y las devolvían con feroz puntería. Eran
los muchachos de Banderas Roja, cuyo arrojo
enardecía a muchos otros más y entonces los grupos
avanzaban desafiando el humo y los disparos de los
francotiradores de los círculos chavistas hasta
que alguno caía y vuelta atrás. Cargaban el cuerpo
ensangrentado, gritaban pidiendo un médico,
clamaban que por favor no corrieran en medio de
toses y lágrimas, dejaban el herido en la
ambulancia y volvían a la pelea.
Hasta las cinco y media de la tarde,
cuando una arremetida salvaje y sostenida los hizo
correr en desbandada hacia la avenida Baralt,
dispersados, aunque no vencidos, para retirarse
por la avenida Lecuna gritando la arrechera en
contra de un Presidente que ha cerrado su paso por
el poder con una masacre. Ya se sabía, Chávez no
se iba sin saciar su odio visceral y su
resentimiento contra quienes, unos muertos y otros
vivos, han logrado lo que ya resulta e inminente:
su salida del poder y el rescate de la democracia.
|