Como
historiador, por principio, no puedo oponerme a la
reforma de los símbolos patrios. En Venezuela, esas
modificaciones se han hecho legalmente muchas veces
desde los comienzos mismos de la república en 1811 (la
última era la que se hizo en 1954). Pero nunca causaron el
revuelo y el rechazo que ha causado la más reciente; porque
todas las veces que se hicieron reformas a los símbolos fue
ponderadamente, y –aunque algunas tuvieron ciertos matices
políticos circunstanciales– las reformas siempre se hicieron
justificadas por razones históricas y académicas
serias, y nunca en la forma innecesaria, inconsulta y
apresurada en que fue hecha la última. Ésta obedeció sólo a
un capricho de Presidente, apoyado en la evidente
disposición de una Asamblea Legislativa Nacional
complaciente –dispuesta a servir “al líder”
incondicionalmente– que no está a la altura de sus
responsabilidades ante el país.
El origen de la
reforma y la manera en que ésta se realizó es –en mi
opinión– una afrenta a la conciencia histórica de los
venezolanos porque tiene un trasfondo político e
ideológico que no se ha querido confesar abiertamente.
De seguida razono mi opinión.
Por decreto del 25
de mayo de 1881, el general Guzmán Blanco completó la
trilogía de Símbolos Patrios que finalmente fueron
establecidos en la Ley de Bandera, Escudo e Himno Nacional
sancionada el 17 de febrero de 1954, la cual establecía que
dichos símbolos “deben ser venerados por todos los
venezolanos y respetados por los ciudadanos de los demás
países”. A esos símbolos oficiales, la conciencia nacional,
en su imaginario popular, había agregado sentimentalmente un
“cuarto símbolo” de la patria: la figura histórica de Simón
Bolívar.
Si en algo no
había discusión en este país tan dividido en banderías y
opiniones políticas, era en la universal aceptación y
veneración de los Símbolos Patrios (incluido Bolívar) por
parte de todos los venezolanos. Pero ni eso ha sido
respetado por el autocrático régimen actual pues la
revolución bolivariana, –según palabras del ministro de
Educación Superior, Samuel Moncada–: …“sigue elaborándose
en el camino de su propia historia”, y por lo tanto “…es
justo y necesario que la revolución haya creado (sic) una
vivencia propia, unos símbolos con significado propio (sic)
que entendemos quienes la vemos desde adentro porque la
vivimos juntos.” Por eso, los que la padecemos la
revolución desde afuera, no podemos entender esos
símbolos con significado propio que ella “ha creado”.
En función de la
idea del ministro, presidente Chávez, por simple capricho
suyo y por afán de notoriedad, retó, una vez más, a la
conciencia histórica de los venezolanos para pretender
hacerles creen que con él ha comenzado “una nueva
historia de Venezuela”, la cual merece tener unos
símbolos patrios con significado propio que dejen de
lado la equivocada tradición histórica, y que
pongan la bandera y el escudo a tono con el avance de los
ideales de la presunta “Revolución socialista del siglo XXI”.
Basándose sólo en
una ingenua observación que le hizo su menor hija sobre la
posición del caballo del nuestro Escudo de Armas, el
Presidente afirmó en su programa Aló Presidente:
…“Ese es un caballo frenado, es un caballo que alguien lo
frenó y lo puso a mirar al pasado, hacia atrás, eso no es un
caballo indómito (...), aquí hay un “símbolo reaccionario”.
Luego, también opinó que se debería, reivindicar un
circunstancial decreto del Libertador, del 20 de noviembre
de 1817, en el cual ordenaba añadir una “octava estrella” a
la bandera nacional como emblema de la provincia de Guayana
recién incorporada a la república. Sin sentido histórico,
sin ningún argumento serio y de peso, “sugirió” [léase
ordenó] a la Asamblea Legislativa Nacional que
procediera a hacer las modificaciones legales necesarias.
Como en los
mejores tiempos de la dictadura de J. V. Gómez, –cuando los
congresistas iban a palacio a manifestarle al general:
“Venimos a pedirle instrucciones, General… Estamos para
servirle”–, los diputados de la ALN se desvivieron por
complacer a toda prisa los deseos “del Comandante en Jefe”.
Los antojos del presidente contaron también con la anuencia
de unos profesores de la Escuela de Historia de la UCV, que
asistieron a la ALN, que, sin ninguna razón histórica
de peso, sostuvieron allí, simplemente, que los símbolos “debían
ser actualizados.”
Así, sin ningún
estudio previo, sin nombrar una comisión que se asesorara
con expertos en la materia, sin tener en cuenta las reglas
de la heráldica y sin consultar ninguna otra opinión
distinta a la oficialista, los parlamentarios se
lanzaron a la aprobación inmediata de los cambios sin más
motivación que la “sugerencia” presidencial. Ni siquiera
hubo una discusión seria para cumplir las formas. En una
sola sesión, sin permitir que se expresara ni una sola voz
disidente, aprobaron apresuradamente la incorporación de una
octava estrella a nuestra bandera; bastó con la sola
intervención de la experta y prolífica “historiadora” Cilia
Flores, para acordar por unanimidad (con la sola excepción
de un diputado que se retiró porque no le permitieron
hablar) la aprobación del capricho del presidente sobre
la octava estrella… La única razón aducida fue: “reivindicar
un decreto del Libertador”.
Respecto a la
modificación de la bandera trataré de demostrar que la
“octava estrella”, agregada arbitrariamente es
improcedente desde el punto de vista histórico y en, la
coyuntura actual, es un error político porque es un factor
más de división entre los venezolanos, pues ya se han
alineado en dos bandos: los “ochoestrellistas” que
apoyan a Chávez y los “sieteestrellistas” que se le
oponen y que ya han manifestado en diversas formas que no
agregarán a sus banderas la nueva estrella.
El asunto de la
improcedencia histórica de la octava estrella sería muy
largo de analizar pormenorizadamente, lo cual no puede
hacerse en un artículo de prensa. Por lo tanto me limitaré a
lo esencial.
La “bandera
madre” (así se ha llamado el pabellón que trajo Miranda)
no tenía estrellas, tampoco las tuvo la bandera que,
inspirada aquélla, adoptó la Confederación Americana de
Venezuela en el Continente Meridional (primer nombre que
tuvo la Venezuela republicana) formada por las siete
provincias que aprobaron la declaración de independencia
el 5 de julio de 1811. Fueron los diputados de esas siete
provincias originarias quienes redactaron la Constitución
federal sancionada el 27 de diciembre del mismo año.
Esa bandera sin
estrellas fue la que flameó en el bando patriótico a lo
largo de todas las campañas militares de las llamadas
primera y segunda republicas (1811-1814) y al iniciarse
“el tercer período de la republica” (1816-1819), como
lo llamó el propio Libertador, tras el exitoso desembarco en
Margarita de la Expedición de los Cayos en 1816.
En la asamblea de
ciudadanos realizada en la Villa del Norte (el 8 de mayo) se
le ratificó a Bolívar la Jefatura Suprema de la República.
Mariño y Piar mostraron recelos para aceptar esta autoridad.
No obstante Bolívar les encomendó misiones militares
importantes en tierra firme. Mientras Mariño fracasó por su
atolondrado ímpetu guerrero, Piar pudo obtener el triunfo en
la batalla de San Félix (11-4-1817) que abrió el camino para
la conquista definitiva de la provincia de Guayana, que sólo
se lograría con la brillante toma de Angostura, más de tres
meses después de San Félix.
La disidencia
pronto apareció en el bando republicano pues algunos
militares le disputaron el liderazgo a Bolívar, al tiempo
que otros connotados republicanos querían la vuelta al
gobierno civil. Fue así como una docena de ciudadanos,
civiles y militares, (incitados por el canónigo José Cortés
de Madariaga) se autonombraron diputados, y, en
Cariaco, se constituyeron en un presunto “Congreso de la
República”.
Entre los días 8 y
9 de mayo de 1817, desconocieron la Jefatura Suprema
de Bolívar y decidieron restablecer el sistema federal, con
un ejecutivo triunviral, de acuerdo a la Constitución de
1811, lo cual era un reto a las ideas de Bolívar pues ya se
conocían las acerbas críticas que éste había hecho al
sistema de 1811 tanto en el Manifiesto de
Cartagena como en la Carta de Jamaica.
Esos diputados
espurios, –pues nadie los había elegido como representantes
del pueblo– se trasladaron luego a Pampatar y fue allí donde
dictaron una serie de decretos, entre ellos el del 17 de
mayo de 1817, en el cual ordenaron incorporar a la bandera
siete estrellas (azules, en la franja amarilla) en
memoria de la siete provincias originarias de la
Confederación.
“Congresillo”,
llamó Bolívar Congreso de Cariaco, y el triunvirato allí
constituido se disolvió rápidamente pues nadie lo apoyó. A
eso se refiere Bolívar en la carta que escribió a su amigo
Martín Tovar Ponte el 6 de agosto de 1817:
“... El canónigo
[Cortés de Madariaga] restableció el gobierno que tu deseas
[el federal] y ha durado tanto como casabe en caldo
caliente. Nadie lo ha acatado y él se a disuelto por si
mismo (…) Yo no he escrito ni dicho nada contra tal gobierno
federal, y, sin embargo, no ha podido sostenerse contra todo
el influjo de la opinión. Aquí no manda el que quiere sino
el que puede”.
No he encontrado
evidencia de que se haya acatado y llevado a la práctica el
decreto del 17 de mayo sobre la incorporación de las siete
estrellas a la bandera. La propia disolución del gobierno de
Cariaco, la disidencia de Mariño, la rebelión de Piar, la
concentración de los esfuerzos en el asedio de Angostura y
en la preparación de la campaña fluvial para la liberación
definitiva de Guayana, hacen difícil pensar que el Jefe
Supremo se haya ocupado de una cosa tan secundaria como la
modificación del pabellón patriota.
Por decreto del 15
de octubre de 1817 El Libertador decidió la incorporación de
Guayana a la “República de Venezuela”, que teóricamente
seguía siendo una confederación de provincias unidas por
un pacto federal según la Constitución de 1811. Este
decreto, en la práctica, no era más que la aplicación del
Art. 128 de la misma, el cual previó “el aumento sucesivo
de la Confederación”:
“Luego que libres
de la opresión que sufren las provincias de Coro, Maracaibo
y Guayana puedan y quieran unirse a la Confederación, serán
admitidas a ella, sin que la violenta separación en que a su
pesar y al nuestro han permanecido pueda alterar para con
ellas los principios de igualdad, justicia y fraternidad de
que gozarán, desde luego, como todas las demás provincias de
la Unión.”
Es verdad que,
apoyado en el anterior decreto, Bolívar emitió otro el 20 de
noviembre de 1817, en el cual ordenaba escuetamente que:
"por haber aumentado el numero de las provincias que
componen la republica de Venezuela" (…) "el número de
estrellas (de la bandera) será en adelante el de ocho". Lo
cual induce a pensar que efectivamente, en alguna forma, se
estaba utilizando una bandera con siete estrellas.
Pero, al respecto,
es posible hacer algunas conjeturas, que si bien que no se
pueden probar documentalmente, tampoco pueden ser desechadas
a priori en un intento de interpretación histórica:
1- Resulta, cuando
menos, extraño o incoherente que Bolívar haya acatado el
decreto del 17 de mayo, emanado de un poder legislativo
espurio, que habían desconocido su autoridad de Jefe Supremo
(que él consideraba necesaria en esos difíciles momentos) y
que, además, habían restaurado el sistema federal de 1811
que él consideraba inapropiado para Venezuela y lo había
criticado acerbamente en el Manifiesto de Cartagena y
en la Carta de Jamaica.
2- Bolívar fue un
excelente y perspicaz político que, no pocas veces, apeló a
la demagogia para captar la voluntad popular. A este
objetivo muy bien pudo estar destinado ese decreto: halagar
a la mayoría de los guayaneses que nunca adhirieron
voluntariamente a la causa patriota y más bien se alinearon
del lado del general realista La Torre, combatieron junto a
él hasta lo último en la ciudad de Angostura y lo
acompañaron en los barcos de la armada española en la
heroica retirada cuando La Torre decidió, al fin, evacuar la
ciudad. No obstante esta resistencia, la octava estrella
podía querer significar que la República recibía con
honor a sus nuevos ciudadanos guayaneses.
3- Si fue que
alguna vez se implementó ese decreto de la octava estrella,
de lo cual no tengo evidencia documental alguna, éste estaba
destinado a perder vigencia muy pronto pues, el 11 de
agosto 1819, el Congreso de Angostura sancionó la
Constitución propuesta por el mismo Bolívar, la cual
establecía:
“Art. 2º. El
territorio de la república de Venezuela se divide en diez
provincias que son Barcelona, Barinas, Caracas, Coro,
Guayana, Maracaibo, Margarita, Mérida y Trujillo. Sus
límites y demarcaciones se fijarán por el congreso.”[Véase
Constitución de 1819, Titulo 2º, Art. 2º].
Se trataba ahora
de una república centralista y unitaria, no federal, que
incorporó a su territorio las provincias de Coro y de
Maracaibo a pesar de que no estaban liberadas todavía. En
consecuencia las "ocho estrellas" perdieron todo
sentido pues obedecían a una circunstancia transitoria.
Lógicamente –por la misma razón por la cual Bolívar decretó
la octava estrella en 1817– en 1819 el número tendría
que haberse aumentado automáticamente a diez. Esto no
se hizo y, además, no hubo necesidad de hacerlo, pues el 17
de diciembre de 1819, con la promulgación de la Ley
Fundamental de la República de Colombia, se adoptó
provisionalmente como bandera de la nueva república,
la enseña de Venezuela ("por ser la más conocida"), pero es
evidente que el carácter meramente local de ese símbolo no
tenía sentido en los otros dos departamentos de la República
de Colombia (Cundinamarca y Quito). Por eso el pabellón
nacional colombiano decretado oficialmente en 1821 nunca
tuvo estrella alguna, sino el Escudo de Colombia. Esa
bandera fue la que ondeó en las grandes batallas que
sellaron la independencia de Colombia y del Perú. Al
producirse la disolución de Colombia no se usó más.
La bandera que
adoptó Venezuela al separarse de la Unión en 1830 tampoco
tuvo estrellas, pero en ella se uniformó la anchura de las
tres franjas tricolores. Las estrellas sólo volvieron a
“reaparecer” fugazmente –también azules y en número de siete
sobre la franja amarilla– en la bandera que creó en Coro el
Comité Revolucionario que dio el grito de “Federación”, el
20 de febrero de 1859. Ese mismo año las estrellas fueron
aumentadas a veinte por Ezequiel Zamora, en Barinas, en
representación de los presuntos veinte estados federales.
Pero esta bandera no prosperó.
Oficialmente las
siete estrellas (pero esta vez blancas y en círculo
sobre la franja azul) fueron decretadas por Juan Crisóstomo
Falcón en 1863. Desde entonces estas siete estrellas
blancas se fijaron afectivamente en la conciencia
nacional con su sentido originario, aunque habrían de
cambiar de posición en sucesivas leyes.
Así pues, si la
intención de la presencia de las estrellas en la bandera
hubiese sido la de representar el número de las provincias
(y más tarde estados) que integraban la república, entonces,
lógicamente, el número de estrellas habría tenido que ser
modificado tantas veces como ha cambiado el mapa político
de Venezuela en el transcurso del tiempo, lo cual
sería prolijo detallar. En consecuencia, actualmente las
estrellas deberían ser 24 y no las ocho que se adoptaron.
En resumen, el
decreto bolivariano de “octava estrella” que ahora se
pretendió "reivindicar" desconocía y variaba –sólo
por razones políticas circunstanciales– el significado
histórico que tuvieron siempre, desde su origen hasta
hoy, las siete estrellas de nuestra bandera, el cual
no es otro que propósito de representar simbólicamente un
hecho irreversible y fijado para siempre en la
historia: que las provincias que integraron la originaria
Republica de Venezuela fueron siete. Fue por esa
razón por la cual se tomó como símbolo patrio este hecho
fundacional.
Así
pues, en mi opinión, por razones históricas, las
estrellas tendrán que seguir siendo, por siempre y como es
tradición, sólo siete. En apoyo de esta opinión,
puede servirnos de ejemplo ilustrativo la famosa escultura
de "Loba del Capitolio" que, según la leyenda, amamantó a
Rómulo y a Remo, los fundadores de Roma. Ese símbolo
fundacional permaneció siempre a lo largo de toda la
historia de la antigua Roma a pesar de que "la
urbe" inicial se convirtió luego en "orbe"
y dominó el mundo mediterráneo por muchos siglos. De igual
manera las siete estrellas de la bandera deberían
seguir inmutables en nuestra historia republicana.
Las modificaciones
al Escudo Nacional, también fueron decididas apresuradamente
y, a mi juicio, también carecen de todo sentido histórico,
pues cambiar la orientación del caballo simplemente porque
al Presidente le pareció que el caballo “miraba hacia el
pasado” y por lo tanto era un “símbolo reaccionario”,
es un disparate que no necesita ser demostrado… Según las
pautas de la heráldica los animales que figuran en los
escudos o blasones, siempre deben mirar al lado derecho del
escudo y cuando miran al lado izquierdo debe advertirse que
“están contornados” y darse la razón de la postura en
que se hallan.
En el Escudo de
Armas venezolano, el caballo estaba orientado correctamente
hacia el lado diestro, como recomienda la heráldica; no
miraba “hacia atrás”, como pudo parecerle al
presidente, sino que estaba descrito en la ley respectiva
como “…un caballo de plata [en heráldica = blanco]
desbocado, con la cabeza vuelta hacia la derecha, que
simboliza la libertad”.
Es un auténtico
contrasentido trasladar el concepto político de izquierda
ideológica a la imagen del caballo del escudo nacional
venezolano. Eso es un simple mensaje subliminal que pretende
confirmar oficialmente que, de ahora en adelante, Venezuela
marchará definitivamente hacia la izquierda hasta lograr el
establecimiento del “Socialismo del siglo XXI”. Invertir en
ese sentido la posición del caballo del escudo es una
enmienda intrascendente. No es más que un recurso demagógico
de la izquierda radical, identificada con Fidel Castro y con
Chávez, con el cual se pretende disimular el hecho real de
que el “chavismo” carece de un proyecto coherente
realmente útil para la sociedad del país.
En el mismo
sentido, el carcaj, las flechas y el machete que se
agregaron al segundo cuartel, lucen como un simple pegoste
´(indigenista y populista) que no está a tono con el
significado épico originario de las “armas y pabellones”
que conquistaron la independencia en los campo de batalla.
En la mayoría de éstos (salvo en la batalla de San Félix en
la que hubo 500 indios flecheros) ni las flechas ni el
machete jugaron papel significativo como armas del
ejército patriota, y en las grandes batallas que sellaron la
independencia de las hoy llamadas “Republicas Bolivarianas”
(Boyacá, Carabobo, Bomboná, Pichincha, Junín y Ayacucho) no
jugaron ningún papel, y la bandera no lucía estrella alguna.
En conclusión, lo
censurable de la reforma de los símbolos, no son los cambios
en si mismos, que –aunque no tienen sentido histórico–
en realidad son intrascendentes, sino la forma prepotente
apresurada e inconsulta como se impuso la intención solapada
de acomodar los emblemas nacionales a la
perspectiva de la “revolución”, sin tener para nada en
cuenta las razones históricas; y sólo
para complacer los caprichos de un presidente demagogo y
parlanchín. Esto constituye una herida más a la
conciencia histórica nacional y por lo tanto es una
necedad, que lo único que realmente reivindica del
pensamiento de Simón Bolívar es este tajante aserto suyo: “Un
necio no puede ser autoridad.”
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Historiador - Profesor universitario / mihurle1@hotmail.com |