El
último año en que el ambiente político venezolano se comportó
de manera similar a los treinta y tres años anteriores de
democracia venezolana fue 1991. Había recalentamiento de la
calle, protestas enardecidas por el alza del precio de la
gasolina, muertos, parte del paquete de medidas del gobierno de
Carlos Andrés Pérez, para lograr que en Venezuela se
generase una genuina economía de mercado y saliera de una vez
de la crisis económica que marcó los ochenta. Ese fue el último
año para mí de una era política, porque el siguiente, el 92,
marcó la reaparición del autoritarismo militar como solución
a los problemas cotidianos en la mente de nuestros ciudadanos.
Los años ochenta
enfrentaron la contraparte económica del primer quinquenio de
los años dos mil: bajaron los precios del petróleo, se
cancelaron varios proyectos industriales y se devaluó la
moneda. El remedio de los gobernantes de AD, Jaime Lusinchi y
Carlos Andrés Pérez, fue la austeridad, pero aplicándosela
a los mas débiles. Porque la corrupción siguió exactamente
igual o peor y la sensación de impunidad, creada por el largo
tiempo en que no se produjeron insurrecciones populares, hizo
que los consejeros económicos gubernamentales de Pérez, los
Iesa Boys, se afincaran en el alza de los precios de los
combustibles y de los productos de primera necesidad, en la
escasez y en la pérdida del poder adquisitivo de la clase media,
como método para mejorar los números macro.
La idea era que
este pueblo era tan noble, que aguantaría callado el apretón
de cinturón y poco a poco permearía la riqueza. Mientras tanto,
la clase media ilustrada y la clase dirigente vigilarían
benevolentes y administrarían con eficiencia el crecimiento.
En realidad, ese
programa económico hizo crecer a Venezuela 9% en 1991, el mayor
de América Latina ese año, pero el sentimiento general de
rechazo al robo generalizado y al privilegio que colocaba a los
políticos por encima del ciudadano común, que pasaba trabajo
sin merecérselo, desprestigió irremediablemente aquél
consenso que permitió el desarrollo venezolano y dio paso en
las mentes crédulas de todas las clases sociales, a las
soluciones de fuerza que se creían sepultadas después de las
intentonas militares que apostaron a derrocar a Rómulo
Betancourt.
Volvieron a actuar
logias castrenses, se armaron múltiples conspiraciones e
intentonas, como el golpe militar fallido de febrero del 92 y
los que siguieron.
Los golpistas
tuvieron magnífica prensa y montones de amigos en los medios,
lo que los llevó al tope de la popularidad, mientras los
políticos, Carlos Andrés Pérez a la cabeza (quién perdió la
presidencia después que se le destituyó para ser procesado en
1993) empezaron a hacer aguas como líderes posibles en la
mente de los votantes. Las administraciones ineficientes que
siguieron, así como las decisiones electorales erradas, dieron
fuerza a la opinión que aplaudió la condena de Carlos Andrés
Pérez en 1996, tanto como el indulto a los golpistas del 92,
concedido por uno de los líderes históricos del sistema de
partidos venezolano, Rafael Caldera.
Parecía una
consecuencia lógica de su política de pacificación, rasgo
positivo de su primer gobierno. Años más tarde, sólo cosechó el
desprecio público del indultado y la rabia inclemente de los
opositores de Chávez.
De la mano de las
soluciones populistas, llegó a nuestras vidas todo lo contrario
del consenso, que llenó páginas de análisis políticos en los
setenta, para explicar la duración de la democracia venezolana
en un continente abundante en soluciones de fuerza. La
propuesta de un gobierno libertario, marcado por la opción por
los pobres, en la boca de los comandantes del 4-F, trajo consigo
el autoritarismo cuartelario como método de gobierno, así como
las soluciones violentas, excluyentes y sectarias, la
persecución y la violencia callejera y la actuación de grupos
de choque en la calle y en los tribunales contra los
opositores, monedas corrientes en nuestras vidas.
A quince años del
inicio del desmoronamiento del sistema de partidos que
consolidó la democracia en Venezuela, no puedo decir que sienta
nostalgia por el modo de vida de aquel tiempo, que trajo tanta
injusticia y crisis económica, provocadoras de aquel entorno
político. Pero desgraciadamente, en el ansia de acabar con
aquel malestar profundo, los venezolanos tomamos el atajo
autoritario en las urnas electorales.
Todavía me acuerdo
el frenesí del grupo de los Notables y de mucha clase media,
cuando ganó Chávez. Todos habían creído encontrar en ese Mesías
la solución a todos nuestros problemas. Pero evidentemente, ese
tipo de entusiasmo no es provechoso. No hay atajos para
conseguir la civilización.
Cuanto nos quede
de estos tiempos de frenesí, persecución, destrucción de
estructuras institucionales e instalación de una nueva clase
política, tan corrupta y obtusa como la anterior, no sé. Pero
ante la angustia de todo aquel que pregunta ¿Que podemos hacer
ya? ¿No vamos a salir nunca de los malos gobernantes, de la
suciedad, de la pobreza, del atraso, de la injusticia, de los
abusos?
La respuesta,
después de esta sucesión de equivocaciones históricas, es que
no hay forma de reconstruir el tejido social y económico, si no
empezamos otra vez. ¿Posibilidades de volverse a equivocar? Por
supuesto que las hay. Ahí está el caso del “golpe” de Carmona
Estanga. Como también el de las guerras, que sin ir mas lejos
llenan la historia moderna de El Salvador y de Colombia.
Vivir y morir en crisis es posible. La solución de ese
desastre no está en la voluntad y el trabajo de una sola
persona, ni, como hemos visto, resultan las fórmulas
instantáneas.
lucgomnt@yahoo.es
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