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Cuando el destino nos alcanza 
por Lucy Gómez
sábado, 19 noviembre 2005

 

El  último año en  que el ambiente político venezolano se comportó de manera  similar a los  treinta y tres  años anteriores de democracia venezolana fue 1991. Había recalentamiento de la calle, protestas enardecidas por el alza del precio de la gasolina, muertos,  parte del paquete de medidas del gobierno de Carlos Andrés Pérez,  para  lograr que en Venezuela  se generase  una genuina economía de mercado y saliera de una vez de la crisis económica que marcó los  ochenta. Ese fue el último año para mí de una era política, porque el siguiente, el 92,   marcó   la reaparición del autoritarismo militar  como solución a los problemas cotidianos en la mente de nuestros ciudadanos. 

Los años ochenta enfrentaron la contraparte económica  del primer quinquenio de los  años dos mil: bajaron los precios  del petróleo, se cancelaron varios  proyectos industriales y se devaluó  la moneda. El remedio de los gobernantes de AD, Jaime Lusinchi y Carlos Andrés Pérez, fue   la austeridad,  pero  aplicándosela a  los mas débiles. Porque la corrupción siguió exactamente igual  o peor y la sensación de impunidad, creada por el largo tiempo  en que no se produjeron   insurrecciones populares, hizo que los consejeros  económicos gubernamentales  de Pérez, los Iesa Boys,  se afincaran  en el alza de los precios de los combustibles y de los productos de primera necesidad, en la escasez y en la pérdida del poder adquisitivo de la clase media, como método para mejorar los números macro.

La idea era que este pueblo era tan noble, que  aguantaría  callado  el apretón de  cinturón y poco a poco permearía la riqueza. Mientras tanto, la clase media ilustrada y la clase dirigente vigilarían benevolentes  y administrarían con eficiencia el crecimiento. 

En realidad,  ese  programa económico hizo crecer a Venezuela 9% en 1991, el mayor de América Latina ese año, pero el sentimiento  general de rechazo al robo generalizado y al privilegio que colocaba a los políticos  por encima  del ciudadano común, que pasaba trabajo  sin merecérselo,  desprestigió irremediablemente  aquél  consenso  que permitió el desarrollo venezolano y  dio paso en las mentes crédulas de todas las clases sociales,  a  las soluciones de fuerza que se creían sepultadas  después de las intentonas militares  que apostaron a derrocar a Rómulo Betancourt.

Volvieron a actuar logias castrenses, se armaron múltiples conspiraciones  e intentonas, como el golpe militar fallido de febrero del 92 y los que siguieron. 

Los golpistas tuvieron magnífica  prensa y montones de amigos en los medios,  lo que los llevó al tope de la popularidad, mientras los políticos, Carlos Andrés Pérez a la cabeza (quién perdió la presidencia después que se le destituyó para ser  procesado en 1993)  empezaron a hacer aguas  como líderes posibles en la mente de los votantes. Las  administraciones ineficientes  que siguieron, así como las decisiones electorales erradas, dieron fuerza a la opinión que aplaudió la condena de Carlos Andrés Pérez en 1996, tanto como el indulto a los golpistas del 92, concedido por  uno de los líderes  históricos del sistema de partidos venezolano, Rafael Caldera.

Parecía una consecuencia lógica de su política de pacificación, rasgo positivo de su primer gobierno. Años más tarde, sólo cosechó el desprecio público del indultado y la rabia inclemente de los opositores de Chávez. 

De la mano de las soluciones populistas, llegó a nuestras vidas todo lo contrario del consenso, que  llenó páginas de análisis políticos en los setenta,  para explicar  la duración de la democracia venezolana en un continente abundante en  soluciones de fuerza. La propuesta de un gobierno libertario,  marcado por la opción por los pobres, en la boca de los comandantes del 4-F, trajo consigo el  autoritarismo cuartelario como método de gobierno, así como las soluciones violentas, excluyentes y sectarias, la persecución y la violencia callejera y  la actuación de grupos de choque  en la calle y en los tribunales contra los opositores, monedas corrientes en nuestras vidas. 

A quince años del inicio del desmoronamiento  del sistema de partidos que consolidó la democracia en Venezuela, no puedo decir que sienta nostalgia por el modo de vida de aquel tiempo, que  trajo tanta injusticia y crisis económica, provocadoras de aquel entorno político. Pero desgraciadamente, en el ansia de  acabar  con aquel  malestar profundo, los venezolanos tomamos el atajo autoritario en las urnas electorales.

Todavía me acuerdo el frenesí del grupo de  los Notables y de mucha clase media, cuando ganó Chávez. Todos habían creído encontrar en ese Mesías la solución a todos nuestros problemas. Pero evidentemente, ese tipo de entusiasmo no es  provechoso. No hay atajos para conseguir la civilización. 

Cuanto nos quede de estos tiempos de frenesí, persecución, destrucción de estructuras institucionales e instalación de una nueva clase política, tan corrupta y obtusa como la anterior, no sé. Pero ante la angustia de todo aquel que pregunta ¿Que podemos hacer ya? ¿No vamos a salir  nunca de los malos gobernantes, de la suciedad, de la pobreza, del atraso, de la injusticia, de los abusos?  

La respuesta, después de  esta sucesión de equivocaciones históricas,  es que  no hay forma de reconstruir el tejido social y económico, si no empezamos otra vez. ¿Posibilidades de volverse a equivocar? Por supuesto que las hay. Ahí está el caso del “golpe” de  Carmona Estanga. Como también  el de las guerras, que sin ir mas lejos llenan  la historia moderna  de  El Salvador y de Colombia. Vivir y morir en crisis  es posible. La solución  de ese desastre no está en  la voluntad y el trabajo de una sola persona, ni, como hemos visto, resultan las  fórmulas instantáneas.

lucgomnt@yahoo.es    

 
 
 
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