(Para Jesús Sanoja Hernández)
“Entonces me habrán abandonado los recuerdos: ahora huyen y
vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos
aullantes
en la noche que cubre el desierto de nieve “
José
Antonio Ramos Sucre
Curiosa,
trágica y fecunda, resultó la breve existencia de este poeta
nacido en Cumaná (1890), bajo el nombre de José Antonio
Ramos Sucre. Hombre atormentado por demonios reales e
imaginarios, se despidió de la vida (que le fue huraña) por
mano propia, hace unos 76 años (en Ginebra). La influencia de
su Obra lírica, ignorada durante muchos años, por
herméticamente refractaria, fue apreciada por la crítica algo
más de décadas después de su desaparición física; como otros
grandes creadores pagó ese sino del desconocimiento en vida de
una obra compacta y hermosa. Lo paradójico, es que en los
últimos treinta años obras suyas como “ La Formas del
Fuego”, “La Torre del Timón” y “ El Cielo de esmalte” se han
ido editando ( así como se han intensificado los estudios
sobre las mismas) , precisamente, para hacer conocer la
admirable capacidad literaria y sensibles imágenes, que
encierran sus poemas, en los que la muerte ( esa que libera y
se teme tanto ) esas “vacías tinieblas “ ( en palabras de
Ramos Sucre) juega papel estelar, y es la dama que desde una
lejana cercanía otea ese mundo espiritual, que rodea a los
actores de este drama diario, conocido como existencia.
Pese
a todos los esfuerzos de divulgación de su obra poética (en la
que hay que reconocer, a personajes como Katyna Henríquez,
Guillermo Sucre, José Ramón Medina y Francisco Pérez Perdomo),
José Antonio Ramos Sucre no ha podido ser recuperado de las
tinieblas, en las que buscó guarecerse de ese inclemente
diluvio que le escaldaba el espíritu. Muchos venezolanos
ignoran lo fundamental, que para las letras nacionales resulta
la obra de Ramos Sucre. Este poeta del desarraigo (en
referencia atribuida a Jóvito Villalba, que a su vez hizo en
un artículo ese extraordinario periodista llamado Jesús
Sanoja Hernández) “era el centro de atracción en la Plaza
Bolívar, al salir de su oficina de la cancillería, de los
estudiantes que bebían de él conocimientos inalcanzables por
otras vías”, escenario que (guardando las distancias y
diferencias de épocas) habría que reeditar. ¿Por qué
tendríamos que hacer, el supremo esfuerzo de reeditar
situaciones, como las que se daban en esa Plaza mayor de la
Capital? ¿Qué importancia podría residir en esa intención?
Para responder ambas interrogantes, tendríamos que remontarnos
a las palabras de Don Mariano Picón Salas: “¿Y no es uno de
los secretos del arte hacer salir al hombre de su
contingencia, ofrecerle contra la vulgaridad del mundo, un
otro universo del mundo, otro universo de belleza y asombro?”.
Ser mejores seres humanos, va a depender en mucho, del
goce que hagamos de ese legado, de la inmensa riqueza de la
herencia de nuestros creadores, ser mejores ciudadanos tiene
su asiento, sin duda alguna, en un mejor cultivar de ese
espíritu que siempre esta allí, esperando el alimento
adecuado. ¿Qué mejor alimento que el proveniente de uno de
nuestros poetas mayores? ¿Qué mejor manera de crecer, como
seres que la de tomar como propia esa ofrenda que, con
angustia y sufrida lucidez quiso depararnos este Poeta del
desarraigo?