A Rosol Botello,
por sus constantes acerca del hermano Jung
Ojalá las paredes no retengan tu ruido de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.
Ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa,
la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un
disparo de nieve.
Silvio Rodríguez
El
lunes pasado regreso a casa y me encuentro con la proclama
de Fidel. -El regreso es arquetípico
- casi escucho el comentario de una
amiga que está ahora inmersa en los asuntos junguianos.
Me asombró el suceso. El líder revolucionario no delega ni
en los momentos cruciales, él mismo proclamaba la súbita
intervención, no de las fuerzas imperialistas, sino de las
manos quirúrgicas que le saldrán al paso a una proclamada
hemorragia producida por su proclamado estress viajero, una
especie de jet lag que sobreviene a los grandes hombres.
Imaginé al comandante, cubierto por una bata verde oliva y
embriagado por el néctar de la anestesia, dictar cada punto
de aquel asombroso documento histórico que sobrepasaría,
como hecho mediático, al tópico de la guerra en el Medio
Oriente. También lo imaginé dando consejos y recomendaciones
a los médicos que buscaban detener la efusión anárquica de
su sangre. Su presencia absoluta no podía privarse de
controlar su salida de escena.
Fidel había regresado de su viaje a la Argentina, adonde,
entre otras cosas, fue a desmentir los rumores de la CIA
sobre su precario estado de salud.
El ejercicio de la estupidez no ha sido tan desenfadado como
suele ser; y cubre sus lacras guardando, cosa rara, un
prudente silencio. El ruido continúa siendo la guerra en el
Medio Oriente, un ruido viejo y sobrecargado de lugares
comunes. Y a pesar de que la figura de Fidel Castro casi es
tan tópica y añosa como el conflicto árabe-israelí, y
cualquier mediano amateur podría decir lo suyo, un estupor
paraliza a la masa de ingentes comentadores. El miedo
pareciera trascender un espacio determinado, una realidad
específica. Los halcones en el Pentágono apenas se atreven a
cruzar sus miradas y prefieren continuar sobre sus
escenarios bélicos, y hasta la mano de doble U Bush ha
temblado al alzar la taza de café que ha ido a beber en un
local cubano en Miami. Es un mérito del viejo dictador, se
ha hecho temible, ha calado como la malaria en la médula de
la opinión global, ningún análisis escapa a la trémula
febrícula del trópico.
En momentos como éstos creo poder alcanzar la profundidad de
la tesis de la ficción de George Orwell, creo comprender un
poco más, en el tema del autoritarismo, a Anna Arent; luego
vuelvo sobre mis confusiones, me abstraigo y apelo al
recuerdo, esa distorsión esclarecedora que decanta las
impresiones. Ahora, luego de sobreponerme al embotamiento, a
la contundencia abrasadora de la proclama, manejo las
impresiones de una figura que ha estado a mi lado a lo largo
de toda la vida. Pareciera que anduviera echando mano a un
giro hiperbólico al afirmar que yo, a los 48 años de edad,
no pueda hablar de un antes de Castro ni de un después de
Castro, ojo, y no soy cubano. Hay un párrafo con el que
comienza Roberto Bolaño su cuento magistral, El Ojo Silva,
que parece avalar esta certeza que hoy manifiesto: “…pero de
la violencia, de la verdadera violencia, no se puede
escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica
en la década del cincuenta…” En estos momentos la proclama
del hombre que administró a la violencia mesiánica en el
continente durante los últimos cincuenta años, sume en el
aturdimiento a quienes hemos formado parte de su
coreografía. El gobernante absolutista no solo copa los
espacios públicos y las instituciones, también copa el ánima
de los que han dejado de ser ciudadanos para suscribir o
enfrentar los sueños hegemónicos del hombre de poder. Ante
estas figuras hay una pérdida sustantiva de la libertad de
conciencia, ellas llegan y usurpan toda inquietud y
esperanza, le dan su nombre, las desdibujan en el turbión
del proyecto colectivo, al que también poseen de manera
inequívoca.
Más acá de toda la elaboración anterior, comprendo que sólo
en las impresiones podré encontrarle forma a lo que digo.
Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de
noche ni de día. Mi abuelo y mi abuela no compartieron nunca
el lecho. Cada cual tenía su cuarto y se encontraban sólo
para los asuntos puntuales del amor. En gran medida fui
criado por mis abuelos. Ahora tengo una evocación nítida,
los vítores e himnos que salían, siempre de noche y en la
oscuridad; desde el cuarto de mi abuelo, un canto marcial
saludaba a los combatientes de la Sierra Maestra, a los
pueblos oprimidos del mundo -adelante cubano, la patria
premiará tu heroísmo-, a la gesta del Granma, a playa Girón,
a la declaración de La Habana del año 62. Todas las noches
de cada día, Radio Habana Cuba, estaba allí, y en la
oscuridad el ruidito que acompañaba la sintonización, porque
quizá era subversivo escuchar aquellas cosas. Puedo pensar
que aquello era natural en mi casa, pero en la casa de mis
amigos también se hablaba de Fidel, se le condenaba o se le
ponderaba, nunca, incluso sus enemigos, en aquellos tiempos,
lo despojaron de su terno romántico.
Era un asunto de inteligencia, de sensibilidad.
Primero salió de escena Camilo Cienfuegos, luego el Che.
Fidel los sobrevivía y reinterpretaba sus épicas, los
despedía en efusivas alocuciones ante las multitudes,
lloraba, leía su correspondencia, e invocaba el valeroso
ejemplo de sus vidas. Y en la medida que morían los
camaradas, perdían aquella igualdad que los hermanaba en la
gesta contra la dictadura y se realzaba la figura del héroe
constructor de un hombre nuevo por quien todos los demás
habían ofrendado la vida. Cuba la última colonia del imperio
español, la única que no participó de la Guerra continental
de Independencia, la que estuvo al margen de las ambiciones
de Bolívar, de San Martín y de O’Higgins, se reinventaba a
sí misma bien entrado el siglo XX, y le devolvía al
continente un ejercito libertador, nuevos próceres y un
líder. Las repúblicas americanas habían nacido de la capa y
de la espada de los libertadores. El futuro, en aquel
entonces, a finales de la década de los cincuenta y a
principio de los sesenta, parecía comenzar a nacer de los
fusiles de aquellos guerrilleros de la Sierra Maestra. Algo
se repetía, y se repetía mal. El militarismo libertario y
caudillista que había sembrado nuestros siglos de tiranuelos
y guerras civiles cobraba un vigor insólito en la humanidad
redentora de Fidel Castro, y se proponía de nuevo extenderse
por toda la América. Todas aquellas cosas salían de la radio
de mi abuelo.
Más adelante,
andaba con mis inquietudes revolucionarias, y a veces me
involucraba en ciertas cosas, estaba cerca de los grupos de
solidaridad con los presos políticos, y visitaba mucho al
cuartel San Carlos. Aparte de las tareas propias de los
comités de solidaridad, propaganda, agitación y denuncia,
nos reuníamos con los presos, ellos eran una especie de
mentores, nos daban charlas de marxismo, que seguramente
aprendían de los manuales de Plejanov y de los folletos de
la ya impertérrita Martha Harnecker. A mi me preguntó un
compañero preso, que era poeta y componía canciones sobre
qué cosa quería hacer yo con mi vida, le dije que me
gustaría escribir, entonces de inmediato me habló del caso
Padilla, de las razones de Fidel para darle una lección al
egoísmo pequeño burgués e individualista de los
intelectuales, porque todas las libertades estaban sujetas a
un proyecto colectivo y dentro de la revolución todo, y
fuera de la revolución nada; había que tener cuidado porque
la duda llevaba al cuestionamiento de la revolución y
cuestionar a la revolución era, en definitiva, cuestionar a
Fidel y hacerle el juego a la derecha y al imperialismo. De
eso no se dan cuenta los intelectuales pequeño burgueses,
repetía el compañero preso con cadencia y eufonía cubana. En
aquellos momentos, luego de la crítica al estalinismo, la
muerte del Che y de la invasión soviética a Checoslovaquia,
el liderazgo de Fidel fue debatido desde dos flancos
distintos, la gente que se desencantaba del socialismo real
y buscaba derroteros en la socialdemocracia y los que
querían más dureza, mayor contundencia y ortodoxia en la
aplicación del marxismo leninismo y observaban en la
revolución cultural China y en las enseñanzas del camarada
Mao la alternativa real de liberación. Fidel sería criticado
con ferocidad por muchos de los que hoy lo lloran y le
rinden culto. Por aquel entonces, el caudillo cubano, que
nunca dejó de estar presente, se reconciliaba con Carlos
Andrés Pérez.
Y el país
terminó reconciliándose con Fidel. Acción Democrática, el
partido político que había conjurado varios levantamientos
militares, que había hecho frente a, entre otras, la
invasión de Machurucuto y derrotado a los guerrilleros que
gritaban en las sierras el Patria o Muerte del Che, se
alejaba de su anticastrismo y encontraba coincidencias,
Junto a Omar Torrijo, el verde oliva de Panamá, en una nueva
visión nacionalista en la región.
Fue la época del
whisky con Nueva Trova Cubana, Alfredo Sadel interpretó La
canción del Elegido en el CEN del partido de Rómulo
Betancourt, y junto al decreto uno por uno, el lanzamiento
vernáculo de Lilia Vera, Jesús Sevillano y Cecilia Todd,
llegaron Silvio Rodríguez y Pablo Milanés con sueño con
serpientes y Yolanda. Había furor y la fidelmanía llegó a su
clímax en el momento en que connotadas figuras del
anticastrismo, y enemigos jurados de la revolución, se daban
codazos en la Casona, para estrecharle la mano al
comandante. Nadie podía negar conocer los juicios sumarios,
las torturas y el confinamiento de cientos de presos
políticos en las cárceles del dictador, hasta Brian de Palma
había filmado Caracortada, los sucesos de Mariel pusieron al
desnudo al paraíso tropical, pero en Venezuela no pasaba
nada, cientos de figuras firmaron manifiestos de bienvenida
y otros tantos desfilaron en el besamanos al supremo. Se
puede afirmar que los años ochenta y noventa estuvieron
retratados por dos figuras: El Papa Juan Pablo II y Fidel
Castro Ruz. Hubo mucho más entusiasmo, sobre todo entre la
clase media y la clase media alta, por la figura del
legendario comandante que la que ha tenido el pueblo ahora,
en los tiempos de Hugo Chávez. Aun recuerdo la voz conmovida
de Nelson Bocaranda narrando con desbordada emoción su
encuentro cercano del tercer tipo, le había tocado el hombro
verde oliva al comandante.
Inmediatamente después de la coronación de Carlos Andrés
Pérez, bendecida por la presencia del viejo guerrero en
Caracas y en otras ciudades del país, se produjo el sacudón.
Luego de un incremento del precio del pasaje, la gente se
lanzó a la calle, y en una fiesta de anarquía y saqueo,
cobró las promesas electorales. Todo aquel exceso fue
reprimido. Pocos años más tarde, viviríamos el folclórico
pronunciamiento militar del teniente coronel que hoy amenaza
con perpetuarse en el poder tantos o más años que Castro. El
primer telegrama de respaldo condenando al militar traidor,
fue de Fidel. Y con el telegrama llegó un consejo:
elimínalo. Desde aquellos tiempos en los que se deploró la
figura de Castro, pasando por la gran reconciliación
nacional entre los años ochenta y noventa, hasta hoy cuando
todos de una forma u otra, compartimos la incertidumbre que
ha generado la críptica proclama, Fidel ha estado dentro y
fuera de nosotros, como diría mi amiga que se ocupa de los
asuntos junguianos, haciéndole sombra a este país que nació
a la luz de la voluntad de un militarismo mesiánico y
absolutista, expresado en la figura de sus libertadores.
No quiero cerrar
esta larga nota que no llega a ningún puerto sin rescatar un
comentario que le dejé en su blog a Victoria Spinter. Creo
que solo he debido limitarme a reproducirlo, y liberarme de
esta grande perorata, a los que molesté consideren y
comprendan que de alguna manera, he estado tratando de
explicarme por qué me indignaban dictadores como Videla y
Pinochet, y siempre fui primero simpatizante, luego
tolerante y más tarde indiferente ante la figura totalitaria
de Fidel.
***
Victoria: como todo hijo de mi generación, con respecto al
Caballo tengo recuerdos y algunos sentimientos que se han
resuelto en lo que los marxistas llaman lucha de
contradicciones irreconciliables.
Recuerdo que en el liceo me aprendí de memoria el discurso
de Fidel en la declaración de La Habana, casi que hicimos
(teníamos un grupito de arte dramático) un montaje de
teatro; luego vinieron las pugnas en el seno de la izquierda
de la época, Luben enterró sus armas en Humocaro o en la
sierra de Coro y se fue a la isla y mucha de la gente que lo
llora hoy, se desgarraba las vestiduras y lo acusaba de
revisionista y de traidor; de lameculo de los rusos y de
amigo de Carlos Andrés Pérez. ¿Te imaginas?
Más tarde me fui
a La Habana, por razones similares a las tuyas, quería hacer
cine; acercarme a Gabriel García Márquez, el cortesano, el
sastrecillo valiente; él hacía la corte en un Mercedes Benz
negro del tamaño de la isla; a veces se corría con suerte y
se le podía escuchar fuera de palacio. Nunca llegué a san
Antonio de Los Baños, pero sí al Habana Libre y al Hotel
Nacional; cuando me escapaba de cierta marcación militante
de los camaradas, me iba por los lados del Barrio Colón,
eran los tiempos de Gorvachov y la Perestroika, un poco
antes del escándalo de Ochoa y los hermanos La Guardia,.
Tenía un amigo muy amigo, casi que hermano o padre, bastante
cercano al partido, y pude ver de cerca y con asco todo el
rollo de la nomenclatura, estuve cerca de esa especie de
oligarquía del proletariado, de sus descorches, el tráfico
electrodoméstico con Panamá, de nuevo los cantos a Carlos
Andrés Pérez, una ligereza, un dandismo de vanguardia que
tenía un tono pardo, como el que pudiera haber tenido la
exquisita élite romana en los tiempos del Duce Benito. En
aquel momento brindé con muchachos que iban a morir o a
sobrevivir en Angola, no eran brindis alegres, eran tristes,
nadie recordaba la Habana de Bustrofedon, tampoco se
respiraba el ornamento estético de Lezama Lima, Estuve con
médicos que se iban a Eritrea, todos a las órdenes de
Arnaldo Ochoa del avance del socialismo y del tráfico de
marfil y esmeraldas en África; ya venía de vuelta y aquella
ilusión de la humanidad diciendo basta iba en franca
retirada, a veces no escondía mi estúpida repugnancia
burguesa ante las opiniones desenfadadas que tenían los
compañeros irreductibles – en su homofobia- sobre el
individualismo marginal de Reinaldo Arenas. Unos amigos en
Casablanca me encomendaron hablarle a Carlos Giménez a ver
si cuadraban un viajecito refrescante para el Festival
Internacional de Teatro; y otros sólo me pidieron que les
llevara cartas. Hace poco hablaba con José Napoleón Oropeza
sobre la sensualidad de La Habana, una ciudad construida
sobre el mar, a pesar del mar, una ciudad muy bella, muy
pobre y desgraciada. En fin, nunca pude ver al Caballo, no
de cerquita, ni siquiera porque me había aprendido su
declaración del año ’62 y conocía al camararada X. Pero sí
lo vi en una concentración, como siempre, ante una multitud
monótona, en la Plaza de la Revolución. Aquella multitud no
estaba triste ni alegre, coreaba, vitoreaba, repetía una
nota oscura, un bajo, un blues; y él héroe se vapuleaba más
allá de todo, más acá de nada, en su muerte antigua, en la
historia, sobre cualquier sensibilidad, con el vendaje
retórico dando vueltas en torno a las dignas ruinas de su
sueño.
Desde entonces supe que trataba con un muerto.