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En el
centenario
del
nacimiento
de Arturo
Uslar
Pietri
Sobre todo
la
cuentista
(1906-2001)
por Gustavo Guerrero
mayo, 2006
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Fue
probablemente el último de los grandes intelectuales
venezolanos que, en la mejor tradición del humanismo
moderno, albergó la ilusión de ser un homo universalis. Y
también fue probablemente el último que vio en Venezuela un
acuciante enigma e hizo de su afán por resolverlo una pasión
y un destino. Creo que, por muy dispares que resulten, estas
dos facetas deberían figurar desde un comienzo en cualquier
retrato que se esboce de Arturo Uslar Pietri (1906-2001).
Pero casi enseguida tenemos que añadir una tercera: la del
pensador americanista, discípulo de Rodó y de Vasconcelos.
Instancia mediadora, sin ella no se entienden las otras ni
la equilibrada trinidad que acaban formando todas en un solo
y mismo personaje. Y es que las tres fueron en verdad tan
suyas y las cultivó con tanto esmero que, como muchos aún
recordamos, se le sentía igualmente cómodo hablando de James
Joyce, del mestizaje en el Caribe o de los ritos funerarios
tibetanos. A veces, al calor de una charla, o en el
transcurso de uno de sus programas divulgativos, llegaba
incluso a pasar de un tema a otro, arrastrado por su
entusiasmo y su vasta erudición. Faire du coq-à-l’âne llama
la preceptiva francesa a este tipo de saltos. No he olvidado
que, con ellos, Uslar Pietri hizo a menudo las delicias de
aquellos estudiantes venezolanos que, allá por los años
setenta, solíamos convertirlo en blanco de nuestra
irreverencia. Hoy pienso que, en realidad, como el gran
maestro que era, quizás nos estaba mostrando algo más que
entonces ni siquiera vislumbramos: el peso de esos varios
siglos de aislamiento colonial que, al separarnos de los
otros y, por ende, de nosotros mismos, nos seguían
impidiendo concebir una cultura donde el amor por Venezuela,
el interés por los vecinos y las cosas del ancho mundo no
fueran términos contradictorios o necesariamente disonantes.
Hombre de sumas y no de restas, integrador y más bien
conciliante, creo que tampoco vio incompatibilidad alguna
entre su temprana participación en la vida pública y su no
menos temprana vocación literaria, tal vez porque, en el
mundo del que procedía, ni siquiera se planteaba la idea de
una alternativa entre el foro y las letras. Su padre, el
coronel Arturo Uslar Santamaría, hijo y nieto de próceres y
liberales, había llegado a ser gobernador y, durante varias
décadas, gozó del favor de dos de nuestros más feroces
dictadores: el general Cipriano Castro y su compadre Juan
Vicente Gómez. Por el lado materno descendía igualmente de
una familia de doctores y notables que nunca vio en su
origen corso una excusa para eximirse del deber de “hacer
patria”. Obedeciendo a esta vieja exigencia de nuestra ética
romántica, y como muchos otros jóvenes de su generación,
Uslar Pietri ni pudo ni quiso, pues, escapar al llamado del
foro. Es más, no sólo acudió a él muy solícito sino que lo
hizo con un entusiasmo que no habría de menguar ni con los
errores ni con los reveses ni con los años. Su primera hoja
de servicios sigue siendo, hoy por hoy, el testimonio de una
carrera precoz y fulgurante: fue diplomático acreditado ante
la Sociedad de Naciones a los veintitrés años, presidente de
la Corte Suprema del Estado Aragua a los veintiocho,
director de Economía del Ministerio de Hacienda a los
treinta, ministro de Educación a los 33, secretario de la
Presidencia de la República a los 36 y ministro del Interior
a los 39. Muchos aún piensan que tendría que haber sido
presidente, pero el golpe de estado de 1945 contra el
gobierno de Medina Angarita le torció el camino y luego los
consabidos avatares de la historia política hispanoamericana
–dictaduras, cárceles, exilios– postergaron su candidatura
durante casi tres décadas. Cuando por fin se presentó ante
los electores, en 1963, como candidato independiente de
centro derecha, era demasiado tarde. El país había cambiado
y la eficaz maquinaria de Acción Democrática, el partido de
masas creado por Rómulo Betancourt, no tuvo mayores
dificultades para infligirle una sonada derrota.
Esto no fue obstáculo para que siguiera desempeñando durante
muchos años todavía un papel destacadísimo en nuestra vida
pública. En la década de los sesenta, fundó el partido
Frente Nacional Democrático y fue senador. Más tarde, en los
setenta, dirigió el diario El Nacional y animó varios
programas culturales en la televisión y la radio
venezolanas. Además, fue Académico Correspondiente de la
Real Academia Española, también Embajador Permanente de
Venezuela ante la Unesco, miembro del Consejo Directivo de
dicha institución y, hasta por un período, primer
vicepresidente del mismo. Entre las numerosas distinciones y
premios que recibió dentro y fuera del país, cabe mencionar
la Orden al Mérito de Italia en 1965, la Orden de Rubén
Darío en 1966, los doctorados honoris causa de la
Universidad de París en 1979 y de la Universidad Simón
Bolívar en 1984, el homenaje del Instituto de Cooperación
Iberoamericana en 1986 y los premios José Vasconcelos en
1988, Príncipe de Asturias de las Letras en 1990, Rómulo
Gallegos en 1991 y Alfonso Reyes en 1998.
Como se habrá entendido, Arturo Uslar Pietri fue uno de los
mayores prohombres del siglo XX venezolano y en vida llegó a
alcanzar tal estatura institucional que hoy todavía nos
sigue impidiendo apreciar en su justa medida la obra del
escritor y, en especial, del cuentista. Siete novelas, cinco
piezas de teatro, tres libros de poemas, cinco de cuentos y
más de veinte de ensayos forman actualmente el corpus
principal de su legado. Si pido para el cuentista un
tratamiento aparte –y no soy el primero ni el único– no lo
hago sólo en virtud de sus muchos méritos ni por traer agua
a mi molino. También porque me parece que el autor de
cuentos está llamado a desempeñar un papel decisivo
precisamente en esa valoración futura de Uslar Pietri que
permita releerlo de otra manera, ya al margen de lo que pudo
haber representado, para unos y otros, con su imponente
figura. Entiéndaseme bien: no quiero decir con esto que las
novelas o la importante producción ensayística de mi
compatriota no merezcan que se las relea con idéntica
atención. Lo que digo es que sus cuentos constituyen hoy el
mejor punto de partida para una evaluación más ecuánime de
su obra, ya que, por haber sido escritos como piezas cortas
y menores, no pesó sobre ellos el mismo tributo que el
hombre público les hizo pagar con demasiada frecuencia a sus
ensayos y a sus novelas. Recordemos que, si bien en su
juventud Uslar Pietri fue uno de los introductores de las
vanguardias en Venezuela, en el fondo, y como conservador al
fin, tuvo una visión bastante jerárquica de los géneros
literarios que lo condujo a concebir la novela como un
trasunto de la epopeya y la más alta narración histórica, y
el ensayo, como un ejercicio de erudición o el lugar de un
elevado debate de ideas. Por el contrario, la cuentística
constituyó, desde un comienzo, un espacio más privado y más
libre donde Uslar Pietri, lejos del foro, y como a la sombra
de sí mismo, fue dando rienda suelta a sus fantasías,
memorias y obsesiones.
Porque en el principio está el cuento o, mejor, los cuentos:
una larga veintena que va apareciendo entre 1923 y 1926 en
las revistas caraqueñas Billiken, Helios y Elite. Algunos
tratan de pastores y de bacantes, otros de cortesanas y de
artistas incomprendidos; pero todos, en realidad, nos hablan
básicamente de los sueños de un adolescente venezolano que
ha leído bien a los modernistas y, a través de ellos, se ha
acercado a las corrientes dominantes de la poesía francesa
finisecular: parnasianismo, decadentismo y simbolismo. No en
vano la mayoría de estos textos se parece más a un medallón
lírico, o a un poema en prosa a la Marcel Schwob, que a un
cuento propiamente dicho. Fiel a sus modelos, nuestro
aprendiz de brujo pensaba que los personajes debían ser
siempre enigmáticos, los ambientes exóticos y las tramas tan
delgadas como ampulosa la retórica y el afán de destacar.
Leyéndolo uno no puede menos que comprobar cuán viva y honda
era la influencia del retrato simbolista en la Venezuela de
la época, ya que estas prosas presentan clarísimas
afinidades con la estética de la semblanza hierática y
misteriosa que un contemporáneo de Uslar Pietri, el
malogrado José Antonio Ramos Sucre (1899-1930), llevará a su
realización plena en nuestra poesía. Se sabe que ambos
hacían tertulia en Caracas por aquellos años y, a pesar de
la diferencia de edades, no es difícil imaginar que hayan
compartido lecturas y hallazgos. Pero lo que en Ramos Sucre
será obra acabada, en Uslar Pietri quedará en balbuceos y
esbozos. La verdad es que hay que agradecerle que ni se haya
engañado ni nos haya engañado con el valor de esos cuentos
primerizos, tal y como ocurre con tantos escritores a
quienes la celebridad les hace creer que hasta sus
composiciones escolares merecen recogerse en un libro. Con
buen juicio, Uslar Pietri jamás quiso que se recopilaran ni
que se volvieran a editar, y no los incluyó en las
antologías ni en las selecciones de sus cuentos.
Pero hay más: si es cierto que esos años iniciales de
tentativas y ensayos no nos dejan un libro, no lo es menos
que muchos de ellos ha de sobrevivir en los libros que
vienen y, en particular, en el que inaugura la trayectoria
del Uslar Pietri cuentista: Barrabás y otros relatos (1928).
En efecto, allí siguen muy presentes las lecturas
modernistas de la adolescencia en cuentos como “Apólogo del
buen vino”, “Zumurrud” o “El gato con botas”; pero, sobre
todo, se hace evidente la persistencia de un proyecto
estético fundado en la voluntad de romper con el pasado
costumbrista y criollista de nuestra narrativa. Y es que,
aun en cuentos con tanto color local como “Miralejos”, Uslar
Pietri busca algo más que esa pintura de nuestros paisajes,
nuestra lengua y nuestras gentes que dibuje el mapa
idosincrático de Venezuela. En este sentido, su oposición en
aquel momento al Rómulo Gallegos que preparaba Doña Bárbara
(1929) era tan clara y abierta como lo serán luego sus
diferencias políticas. Unas y otras se hacen ya patentes
cuando Uslar Pietri redacta y publica, ese mismo año de
1928, el manifiesto del grupo de la revista válvula (así,
con minúscula), la avanzadilla de las vanguardias que
difunde entre nosotros aquella consigna de los años veinte:
“renovar y crear”.
Hombres de su tiempo, los jóvenes de Caracas, como los de
Buenos Aires, Santiago o México, quieren respirar ahora el
último aire de París y, para estar à la page, endosan los
más lucientes hábitos de un cosmopolitismo que se asoma en
varios cuentos de Barrabás y otros relatos, empezando por el
que le da título al volumen: un ceñido texto de inspiración
evangélica escrito a la manera del Judas Escariote de
Leónidas Andreyev. A mi modo de ver, nuestro novísimo
asienta en esas páginas el mejor testimonio de su inmenso
talento mostrando un dominio sorprendente de la composición
escénica y del diálogo, que ya nunca lo abandonará. Otras
fuentes evidentes, o más o menos discernibles, son el
Barbuse de “La bestia”, el Quiroga de “La voz” y “El
idiota”, y el surrealismo y su fascinación por el discurso
de los enfermos mentales, tan presente en el delirio del
capitán del “S.S. San Juan de la Cruz”. Para completar
nuestro panorama, señalemos que no menos característicos del
espíritu de la época son la mezcla de anticlericalismo y
erotismo que llenan de provocadores sueños buñuelescos las
noches de la monja en “El camino”, o la irónica y
escandalosa moraleja de “La tarde en el campo”. Lo esencial,
sin embargo, no son estas varias y dispersas influencias
sino la posibilidad de asimilarlas y trascenderlas que se
trasluce en el libro Barrabás y otros relatos. Releerlo hoy
es comprobar que Uslar Pietri debuta en el cuento armado de
la indispensable capacidad de hacer propio lo ajeno, muy
joven señor de un poder de síntesis y trasformación que ha
de permitirle innovar y renovarse dentro de este género como
quizá no podrá ni sabrá hacerlo en otros.
Pero no nos adelantemos. Para 1928, Barrabás y otros relatos
marca un hito en la literatura venezolana y en nuestra
tardía recepción de las vanguardias. Su autor no verá, sin
embargo, gloria suficiente en ello, pues su verdadero sueño,
como el de muchos de sus compañeros de generación, no es
triunfar en Caracas sino, evidentemente, en París. De ahí
que, un año más tarde, y casi como cumpliendo con un rito
necesario, Arturo Uslar Pietri baja de un tren en la
estación de Saint-Lazare y se instala en la capital francesa
como el flamante Agregado Civil de la Legación Venezolana.
Lo que sigue es uno de los momentos determinantes de su
trayectoria intelectual y literaria. En los cinco años que
pasa en París, se hace un contemporáneo de sus
contemporáneos y aprende a leer a Gide y a Joyce, y a
departir con Desnos, Buñuel o Paul Valéry. Se dice que los
sábados asistía a la tertulia de Ramón en La Consigne y que,
durante la semana, se dejaba ver en La Rotonde o Le Dôme. Lo
seguro es que vive intensamente sus días y sus noches
parisinas y, como otros jóvenes hispanoamericanos, descubre
cuál es la verdadera alternativa que se le plantea con el
triunfo de las vanguardias. Porque una cosa era leer a los
surrealistas o a los expresionistas en Caracas, y otra muy
distinta respirar directamente el ambiente de crisis
histórica de donde procedían esos movimientos. Uslar Pietri,
que había llegado a la Ciudad Luz para vivir más libremente
su vanguardismo y empaparse de modernidad, va entendiendo
que dicho proyecto es, en buena medida, cosa del pasado.
Inesperadamente, el poco mundonovismo que había traído en
sus maletas desde Venezuela, empieza a crecer y se le
agiganta ante el espectáculo del malestar de una cultura
que, para los propios intelectuales europeos, había dejado
de ser la representación más alta de lo humano. La Primera
Guerra Mundial ya lo había demostrado: el Viejo Mundo no
podía seguir sirviendo de paradigma. Nuestro venezolano lo
capta sin demora y los artículos que escribe en 1930 sobre
La decadencia de Occidente son el testimonio veraz de un
cambio de actitud y de proyecto. Signo suplementario de este
gran viraje, con sus dos amigos más cercanos, el joven
periodista guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el exiliado
cubano Alejo Carpentier, pasa ahora tardes enteras en las
terrazas de Montparnasse hablando no ya de Andreyev sino de
las historias nacionales de los tres países
latinoamericanos. Junto a sus dos camaradas, Arturo Uslar
Pietri se lanza así en el París de los treinta a una
aventura muy distinta a la de los cenáculos vanguardistas:
reinventarnos una identidad venezolana y descubrir el nuevo
lugar que le correspondía a la cultura de Latinoamérica en
un contexto de crisis y disolución de la hegemonía europea.
Creo que, de los tres, era el que lo tenía entonces más
difícil, ya que, para buscar una alternativa mundonovista a
Europa, no podía apelar ni al pasado maya, como lo hizo
Asturias, ni al referente afrocubano, como lo hizo
Carpentier. ¿Dónde podía encontrar, pues, esa esencia de lo
que era Venezuela al margen de todos los paradigmas que ya
se habían sucedido en el tiempo? La respuesta de Uslar
Pietri será doble y, aunque recogerá aspectos de la poética
asturiasiana y también de la carpentieriana, tendrá un claro
perfil propio. Por un lado, ha de buscar en la historia, en
los momentos en que el espíritu de la nación brilló con una
fuerza única y diferente; por otro, ha de buscar en la
memoria, en los relatos familiares y los recuerdos de una
infancia rural que había trascurrido en la región de los
valles de Aragua, en la zona central de Venezuela. La
primera pista conduce en breve a Las lanzas coloradas
(1931), la novela histórica en la que narra un episodio de
nuestra gesta independentista; la segunda, unos años
después, desemboca en los trece cuentos de Red (1936).
“Una pequeña obra maestra de emoción y finura lírica”,
escribe uno de sus primeros lectores, el chileno Ricardo
Latcham. Y no le falta razón: Uslar Pietri consigue
imprimirle a estas ficciones un intenso contenido poético a
través de una estilística por entero renovada, que se aleja
definitivamente de la vieja retórica modernista y se inspira
en nuevas técnicas de expresión, como la escritura
cinematográfica, ya empleada precedentemente en Las lanzas
coloradas. Así, el primer cuento de Red, el celebérrimo “La
lluvia”, uno de los más antologados de la literatura
hispanoamericana, está dividido en seis precisas secuencias
donde la alternancia de planos y diálogos pareciera seguir
el riguroso orden de un texto concebido para ser llevado a
la pantalla. El talento de Uslar Pietri para la composición
dramática se hace patente aquí, en unas muy cuidadas escenas
de la vida rural venezolana. Además, se acompaña de unas
descripciones donde el lirismo de la imagen responde a
menudo a las reglas visuales de un encuadre. No en vano
varios directores de cine se han interesado en este cuento.
El crítico argentino Enrique Anderson Imbert solía citarlo
como el mejor ejemplo avant la lettre del realismo mágico, y
probablemente lo sea, aunque la emoción que aún produce su
lectura está muy por encima de ésa o de cualquier otra
categorización. Pienso que es más simple y más justo decir
hoy que “La lluvia” es un clásico de nuestra lengua, una
pequeña y exquisita joya de arte mayor.
La influencia del cine también se hace palpable en otros
cuentos, como, por ejemplo, “El fuego fatuo”. Allí una doble
secuencia narra varias escenas de la sangrienta odisea del
Tirano Aguirre, evocadas por un coro de brujas que hacen
pensar en las de Macbeth. Sin embargo, “El fuego fatuo”
representa más una excepción que una regla dentro del libro,
ya que, junto a “Gavilán Colorao” y “La negramenta”, es uno
de los pocos que se inspira en hechos históricos y escapa
del asunto dominante: la pintura de la vida en los pueblos y
campos de Venezuela. En efecto, como escribió alguna vez el
crítico Orlando Araujo: “a partir de Red, Uslar Pietri va a
rescatar de manos del criollismo la temática rural para
tratarla más adentro, en la almendra misma del hombre del
Nuevo Mundo.” Retorno y transformación: nuestro autor vuelve
a aquella literatura de la que originalmente había huido,
pero para detenerse ahora en los signos no de lo típico sino
de lo singular. Su viaje hacia el interior del país y hacia
el pasado se vuelve así un viaje dentro de nuestra
conciencia mestiza. De ahí que Uslar Pietri no se preocupe
ya tanto por reproducir nuestras peculiaridades
lingüísticas, los famosos venezolanismos tan caros a los
viejos criollistas, y sí se interese en dotar a sus
personajes de una fuerte densidad psicológica a través del
monólogo interior y la focalización interna de la
perspectiva. De hecho, mucha de la alta poesía de Red
procede de este esfuerzo deliberado por hacer que las
palabras sean siempre algo más que ellas mismas y traigan
los ecos de un paraje lejano: el lugar donde se esconde la
irreductible otredad de Venezuela. Para llegar a ella, Uslar
Pietri aprende a callarse y nos hace escuchar las voces de
los otros que hablan por él, como el loco de “El patio del
manicomio”, o con él, como el vaquero que muere de fiebres
en “El día séptimo”.
Su libro siguiente, Treinta hombres y sus sombras (1949), se
inscribe en la continuidad de esta poética y la lleva hasta
sus últimas consecuencias, con una coherencia que pareciera
enteramente ajena a los cambios radicales que se han
producido en la vida del autor. Y es que el hombre que vive
exiliado en Nueva York desde el golpe civicomilitar de 1945
es muy distinto de aquel que había regresado de París en
1934 y, en las columnas del diario Ahora, había lanzado una
consigna política que habría de convertirse con el tiempo en
el símbolo de todas las promesas incumplidas del siglo XX
venezolano: “Sembrar el petróleo”. Uslar Pietri sabe que ha
fracasado y ese fracaso le muestra los límites de la
comprensión que entonces podía tener del país. Obra de esos
años amargos, no es difícil ver en su novela El camino de El
Dorado (1947) el intento por profundizar la reflexión
histórica sobre la figura del caudillo que ya se había
esbozado anteriormente en su literatura. Pero los cuentos,
una vez más, llevan un rumbo propio y diferente. Si el Uslar
Pietri de Red dejaba hablar a los otros, el de Treinta
hombres y sus sombras, consecuente, da un paso más en la
misma dirección y sencillamente les cede la palabra.
En efecto, junto a cuentos que habrían podido figurar en la
recopilación anterior, como “La noche del rabopelado”, ahora
encontramos otros tomados directamente de la tradición oral
venezolana. Sirvan de ejemplo “El conuco de Tío Conejo”, “La
fiesta de Juan Bobo” y “Maichak”, fábulas, consejas y
leyendas que el escritor pareciera limitarse a trasplantar o
a transcribir, y de las cuales conserva incluso el estilo
anafórico y formulístico, lleno de insistencias y
repeticiones. Situados en la frontera entre antropología,
folclore y literatura, estos textos señalan uno de los
puntos más avanzados de las búsquedas del cuentista: la
instancia en que el discurso de la poética criollista
empieza a disolverse en sus propias fuentes míticas y
populares. Con Treinta hombres y sus sombras, Uslar Pietri
se acerca peligrosamente a ellas y, cuando no las reproduce
o imita, puede utilizarlas para construir un cuento de
Navidad, como “La Misa del Gallo”, o para recrear a algún
personaje de nuestra cultura popular, como ese José Gabino
cuyo nombre rima con ladrón de camino. Éste no sólo es el
protagonista de dos de los mejores cuentos del libro, “La
mosca azul” y “El gallo”, sino además una de las criaturas
más divertidas, complejas y entrañables imaginadas por
Arturo Uslar Pietri en su afán por cernir los rostros
posibles de Venezuela.
Treinta hombres y sus sombras incluye también cuentos que ya
responden abiertamente a la corriente realista mágica
defendida y propugnada por nuestro autor en aquellos años.
Es un hecho bien conocido que le debemos la primera
utilización del concepto en el campo de la crítica
literaria. Fue en 1948 y justamente en un ensayo intitulado
“El cuento venezolano”. Allí escribió refiriéndose a las
últimas generaciones: “Lo que vino a predominar en el cuento
y a marcar su huella de una manera perdurable fue la
consideración del hombre como misterio en medio de los datos
realistas. Una adivinación poética o una negación poética de
la realidad. Lo que a falta de otra palabra podría llamarse
un realismo mágico.” Historias como las que nos narra en “El
encuentro”, “El venado” o “La cara de la muerte” parecen
obedecer con bastante exactitud a esta definición, que marca
el otro punto extremo de las búsquedas de Uslar Pietri: la
encrucijada donde el criollismo se encuentra con la
indeterminación y la duda fantástica, y produce un híbrido
categorial llamado el realismo mágico.
“Treinta hombres y sus sombras –ha escrito con razón Jorge
Marbán– representa una culminación en el desarrollo de la
literatura criollista moderna.” El proyecto de nuestro
cuentista llega a una estación terminal. Lúcido, él así lo
entiende y, cuando diecisiete años más tarde vuelve a
publicar un nuevo libro de cuentos, sorprenderá a más de uno
de sus viejos lectores al dar muestras de una formidable
voluntad de renovación.
Pasos y pasajeros (1966) parece, ciertamente, obra de otro
autor y, en cierto modo, lo es, ya que, con el regreso de la
democracia, el Uslar Pietri de los años sesenta no sólo ha
recobrado el intenso protagonismo político de antaño sino
que se presenta, además, como un intelectual y un escritor
más maduro, que ha sabido deshacerse del lastre idealista de
su mundonovismo juvenil. Por eso, en vez de seguir
persiguiendo el fantasma de una esencia de lo venezolano que
se escondería en nuestra cultura más vernácula, ahora nos
hace oír las mil voces diversas y mestizas de una Venezuela
que cambia con el tiempo. Es verdad que el viejo mundo rural
no desaparece del todo de estas páginas y “El prójimo” es un
brillante ejemplo de ello; pero el nuevo libro de cuentos
es, como el propio país, fundamentalmente urbano,
heterogéneo y contemporáneo. En él se pinta a una Caracas
ruidosa y conflictiva por la que circulan antiguos coroneles
que la necesidad convierte en agentes de seguros (“Yo soy
Martín”), peligrosas guerrilleras que se hacen pasar por
violinistas (“Caín y Nuestra Señora de la Buena Muerte”),
inmigrantes que mueren solos en sus cuartuchos (“Simeón
Calamaris”) o aun fracasados y marginales que sobreviven
rebuscando en los vertederos de basura (“Un mundo de humo”).
Varias de las novelas que no se escribieron en la Venezuela
de los años sesenta –ni tampoco después– están en este
libro, a la manera de una serie de instantáneas de nuestra
historia inmediata. Pero quizá es mucho más importante
destacar cómo entre los distintos cuentos se va tejiendo una
callada meditación que, asociando pasado y presente, y en
plena restauración democrática, viene a recordarnos de qué
está hecha nuestra herencia política. Así, caudillos y
caudillitos, temibles dictadores militares, doctores y
generales golpistas, guerrilleros y guerrilleras,
espalderos, violencia y muchos hombres y mujeres con miedo
cruzan por textos como “El rey zamuro”, “La mula”, “El
novillo amarrado al botalón”, “El enemigo” y otros dos ya
mencionados, “Caín y Nuestra Señora de la Buena Muerte” y
“Un mundo de humo”. Uslar Pietri se muestra en todos ellos
como un cuentista en plena posesión de sus medios expresivos
y como un escritor comprometido a la vez con sus propios
abismos y con nuestra memoria común.
Su último libro, Los ganadores (1980), aporta algunos
elementos más a este cuadro, alternando cuentos sobre la
represión y la tortura en los años cincuenta, bajo la
dictadura de Marcos Pérez Jiménez, con narraciones
fantásticas e incluso algún gracioso relato sobre las
andanzas de un telegrafista de provincia en tiempos de Juan
Vicente Gómez: “La pluma del arcángel”. Pero Los ganadores
es sobre todo un florilegio de adioses: nuestro autor
asienta las últimas correrías de un José Gabino moribundo en
“El camino desandado” y “La fosa abierta”, también describe
la solitaria vejez de una anciana en “El espejo roto” y la
agonía de un humanista en “Las aventuras de Telémaco”.
Separándose de sus criaturas y también de sus breves mundos,
Uslar Pietri se despide de los lectores de sus cuentos con
la gratitud y la serenidad de aquel que sabe que ya ha dicho
todo lo que tenía que decir en un género.
En los veinte años que le quedan de vida, dará a la estampa
todavía dos de sus novelas más importantes, La isla de
Robinson (1981) y La visita en el tiempo (1990), y un
sinnúmero de libros de ensayos sobre asuntos venezolanos y
americanos. Asimismo, se erigirá en una de las conciencias
críticas de nuestra vida pública y, desde esta posición
privilegiada, como el sabio de la tribu, intervendrá
regularmente en los medios, señalando errores, carencias y
peligros. Muchos aún le reclaman que, en febrero de 1992, se
mostrara demasiado comprensivo con el grupo de militares
golpistas que, liderados por el teniente coronel Hugo Chávez
Frías, intentaron derrocar al presidente electo Carlos
Andrés Pérez. Pero no habría que olvidar que, en 2001,
apenas unas semanas antes de morir, alzó su voz por última
vez para advertirle al país del destino aciago que le
esperaba en manos de su nuevo caudillo.
Es difícil saber cómo se ha de leer en un futuro su vasta
producción literaria, pero insisto en que ninguno de los
varios autores que fue nos resulta hoy tan lúcido, versátil
y cercano como el cuentista. Con él se tomó libertades que
nunca le concedió a los otros y, siguiéndolo, supo ir más
allá de sí mismo, hasta esas fronteras de donde proceden sus
mejores páginas. Por eso y por mucho más, el cuentista fue
en él la realización más cabal del escritor moderno que no
puede ni quiere ser un hombre ejemplar, pues, como dijo
Camus, ya tiene bastante trabajo con tener que ser.
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Gustavo Guerrero es editor y crítico literario
venezolano
Artículo publicado en Letras Libres Mexico, edición mayo 2006
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