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Fanatismo espectacular - por Eli Bravo
jueves, 13 enero 2005

 

 

              Víctima de un escepticismo quizás generacional, jamás he sido capaz de aplaudir a un político. Es como una incapacidad motriz, un pudor íntimo, una desconfianza de fondo. Observador mediático de discursos y declaraciones, me limito a prestar atención a las frases que son noticias e intento pescar las sutilezas que esconden las palabras. Si hago memoria puedo recordar el único mítin al que asistí por voluntad cuasi-propia: Luis Hererra cerró la avenida Río de Janeiro en 1978, y como la tarima quedó frente a nuestro edificio, la mayor diversión que prometía la tarde era batir unos pompones de plástico verde que una madre copeyana nos obsequió. A la hora ya estábamos de vuelta en el patio, más interesados en una partida de béisbol con pelota de goma.
           
El descubrimiento del agua tibia: En Venezuela la política se ha convertido en un show aclamatorio para ganar corazones y conciencias. Debajo del espectáculo, con sus simbolismos e imaginarios, se va tejiendo el corsé de una simpatía que deriva en militancia. De allí al fanatismo solo hace falta suprimir la crítica y exponenciar la fe y la esperanza. Cosas de las religiones y las revoluciones: la promesa de un reino por venir encarnado en el líder temporal.
            Así las cosas, el emisor es el mensaje y la labor de gobierno pasa por lograr la adoración del discurso.
            Pero lo que me intriga no es el culto a la personalidad, sino la personalidad de los cultores. ¿Cómo es posible tragarse un mítin maratónico atiborrado de grandielocuencia retórica? Sin duda hay que tener un excedente de adrenalina revolucionaria para procesar el edulcoramiento romántico de un acto oficial. Y no hablo de compartir o no la ideología, de sospechar de la versión oficial, de cuestionar los logros de la administración. El que tenga ojos que vea, y el que quiera creer, que crea.
            De lo que hablo es del estómago que se requiere, me parece, para digerir tanto aire caliente, para sonreír bajo el aguacero de lugares comunes, para entregarse al voluntarismo y aplaudir a rabiar cuando viene la pausa en el discurso.
           ¿Qué hace falta para engullir el menú de referencias históricas, magnificaciones y exaltaciones de una cadena presidencial? El lunes escuché por un buen rato el acto de conmemoración de la muerte de Ezequiel Zamora. Entre ofrendas florales y voces militares, el locutor graneaba una épica en la que danzaban arrebatos del destino, llamados de la historia, anécdotas amarillas y euforia libertaria. Era como escuchar el audio libro de la Venezuela Heroica de Eduardo Blanco (versión MVR). Llegó el momento en que la exaltación desatada me obligó a cortar. Y no por Zamora, sino por el espectáculo zamorano. Sentí que tanta azúcar me llevaría a un coma.
           ¿Podrá alguien explicarme qué se necesita para ser público del espectáculo revolucionario y no morir empalagado en el intento?
 

           ebravo@unionradio.com.ve 

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