Víctima
de un escepticismo quizás generacional, jamás he sido capaz de
aplaudir a un político. Es como una incapacidad motriz, un pudor
íntimo, una desconfianza de fondo. Observador mediático de
discursos y declaraciones, me limito a prestar atención a las
frases que son noticias e intento pescar las sutilezas que
esconden las palabras. Si hago memoria puedo recordar el único
mítin al que asistí por voluntad cuasi-propia: Luis Hererra
cerró la avenida Río de Janeiro en 1978, y como la tarima quedó
frente a nuestro edificio, la mayor diversión que prometía la
tarde era batir unos pompones de plástico verde que una madre
copeyana nos obsequió. A la hora ya estábamos de vuelta en el
patio, más interesados en una partida de béisbol con pelota de
goma.
El descubrimiento del agua tibia: En Venezuela
la política se ha convertido en un show aclamatorio para ganar
corazones y conciencias. Debajo del espectáculo, con sus
simbolismos e imaginarios, se va tejiendo el corsé de una
simpatía que deriva en militancia. De allí al fanatismo solo
hace falta suprimir la crítica y exponenciar la fe y la
esperanza. Cosas de las religiones y las revoluciones: la
promesa de un reino por venir encarnado en el líder temporal.
Así las
cosas, el emisor es el mensaje y la labor de gobierno pasa por
lograr la adoración del discurso.
Pero lo que
me intriga no es el culto a la personalidad, sino la
personalidad de los cultores. ¿Cómo es posible tragarse un mítin
maratónico atiborrado de grandielocuencia retórica? Sin duda hay
que tener un excedente de adrenalina revolucionaria para
procesar el edulcoramiento romántico de un acto oficial. Y no
hablo de compartir o no la ideología, de sospechar de la versión
oficial, de cuestionar los logros de la administración. El que
tenga ojos que vea, y el que quiera creer, que crea.
De lo que
hablo es del estómago que se requiere, me parece, para digerir
tanto aire caliente, para sonreír bajo el aguacero de lugares
comunes, para entregarse al voluntarismo y aplaudir a rabiar
cuando viene la pausa en el discurso.
¿Qué hace falta
para engullir el menú de referencias históricas, magnificaciones
y exaltaciones de una cadena presidencial? El lunes escuché por
un buen rato el acto de conmemoración de la muerte de Ezequiel
Zamora. Entre ofrendas florales y voces militares, el locutor
graneaba una épica en la que danzaban arrebatos del destino,
llamados de la historia, anécdotas amarillas y euforia
libertaria. Era como escuchar el audio libro de la Venezuela
Heroica de Eduardo Blanco (versión MVR). Llegó el momento en que
la exaltación desatada me obligó a cortar. Y no por Zamora, sino
por el espectáculo zamorano. Sentí que tanta azúcar me llevaría
a un coma.
¿Podrá alguien
explicarme qué se necesita para ser público del espectáculo
revolucionario y no morir empalagado en el intento?
ebravo@unionradio.com.ve

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