La
pugna en torno a La Marqueseña no viene a ser sólo el ahogo de
unos propietarios a quienes ha requerido la ley en función de
los intereses colectivos. No estamos ante un episodio que pueden
resolver los interesados en el marco de los tribunales, mientras
el resto de la sociedad observa con indiferencia los
acontecimientos.
Un pleito entre los dueños de
unas tierras y un organismo del Estado debería ser materia
ordinaria, lo mismo que la gestión de las autoridades para
establecer la equidad ante el descubrimiento de una usurpación o
de infracciones parecidas. Pero la notoriedad del episodio
advierte sobre una situación que supera los intereses de una
familia de terratenientes, para provocar la alarma de sectores
más amplios que no son necesariamente opulentos, ni opuestos en
lo más mínimo a la reivindicación de las clases humildes.
El caso sobresale porque se ha
convertido en emblema de otros muy numerosos e idénticos. El
pleito de La Marqueseña ilustra sobre una urdimbre de litigios
promovidos o consentidos por el régimen, con el propósito de
reparar un mal a través de la revisión del dominio de grandes
extensiones de tierra que pasarían después a manos de los
desheredados. El hecho de que en cualquiera de los predicamentos
esté en juego el derecho de propiedad, produce una angustia
capaz de invadir la sensibilidad de millones de seres humanos a
quienes no preocupa el destino de un haber multimillonario, ni
la suerte de unas heredades majestuosas por las que conviene
ponerse en guardia con todos los hierros, sino el futuro de los
pocos títulos que han atesorado como resultado de su trabajo y
del trabajo de los antepasados. Sin embargo, el hecho de que
también pueda estar presente en los eventos un asunto de
trascendencia como la justicia social, aconseja un análisis lo
suficientemente cuidadoso como para que la valoración de una de
las valencias del problema no se convierta en negación de la
otra. Quizá venga de allí la cautela de los políticos en el
comentario de la situación, no vaya a ser que el revoltillo del
agrarismo los presente como abogados de los latifundistas, y el
detalle de que sea sólo Fedeagro el adalid de las fincas
intervenidas. Pero Fedeagro se ha fajado en el entuerto con un
escudo de prevenciones, casi ofreciendo disculpas, pese a que
las operaciones se han efectuado por la Fuerza Armada como si
tratara de penetrar los cuarteles del enemigo.
Dentro del estilo redentor de
la Guerra Federal, el gobierno ha insistido sobre la
redistribución de la riqueza que concluirá los procedimientos.
El argumento ha provocado reacciones tibias sobre lo que
significa de veras la acción oficial, ya no como una medida
frente a un elenco de privilegiados sino como perjuicio severo
contra la colectividad en general. El anuncio de un rescate
proveniente del pensamiento de Ezequiel Zamora, supuestamente
irrebatible, ha hecho que se disimule el motivo fundamental del
oficialismo ante los bienes de los hacendados a quienes persigue
con encono digno de mejor causa. Pero hay que referir sin
cortapisas el motivo de la persecución: la destrucción pura y
simple, la repetición del incendio de las sabanas que perpetró
en mala hora el caudillo campesino, la disposición hacia la
rapiña que anima fatalmente a las revoluciones y a sus
criaturas. La Marqueseña y las propiedades que se le parecen son
el reflejo de unos valores chocantes con el temperamento
devastador de los revolucionarios: trabajo e inversiones
personales, crecimiento individual y familiar a través de años
de esfuerzo, superación de riesgos y creación de riquezas entre
quienes las merecen. Hay que borrarlas del mapa, por
consiguiente.
Chávez, un rudimentario profeta
quien piensa que para acceder al Génesis se debe pasar primero
por el Apocalipsis, se horroriza ante esos microcosmos rurales
de los cuales brota el bienestar de manera consistente. Es presa
del furor ante la observación del dinamismo imperante en unas
unidades de producción, que hacen desde antiguo lo que él no ha
podido hacer en su paso por la vida pública. Su cabeza de
promotor de la sociedad parasitaria no entiende cómo puede
suceder lo que para él es una anomalía. Que tales fenómenos se
den en los predios sujetos a redención desde los tiempos del
patriarca Ezequiel le debe resultar insoportable. Pero la
justicia no se puede confundir con la demolición generalizada,
ni un pueblo debe contemplar en silencio la posibilidad de un
exterminio de la riqueza de los particulares para satisfacción
del demoledor de turno, a menos que con su cobardía ese pueblo
haga méritos para formar parte de una vida demolida.
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Artículo publicado en el diario El Universal, 24 septiembre 2005 |
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