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A propósito de La Marqueseña 
por Elías Pino Iturrieta - El Universal
sábado, 24 septiembre 2005

 

La pugna en torno a La Marqueseña no viene a ser sólo el ahogo de unos propietarios a quienes ha requerido la ley en función de los intereses colectivos. No estamos ante un episodio que pueden resolver los interesados en el marco de los tribunales, mientras el resto de la sociedad observa con indiferencia los acontecimientos.

Un pleito entre los dueños de unas tierras y un organismo del Estado debería ser materia ordinaria, lo mismo que la gestión de las autoridades para establecer la equidad ante el descubrimiento de una usurpación o de infracciones parecidas. Pero la notoriedad del episodio advierte sobre una situación que supera los intereses de una familia de terratenientes, para provocar la alarma de sectores más amplios que no son necesariamente opulentos, ni opuestos en lo más mínimo a la reivindicación de las clases humildes.

El caso sobresale porque se ha convertido en emblema de otros muy numerosos e idénticos. El pleito de La Marqueseña ilustra sobre una urdimbre de litigios promovidos o consentidos por el régimen, con el propósito de reparar un mal a través de la revisión del dominio de grandes extensiones de tierra que pasarían después a manos de los desheredados. El hecho de que en cualquiera de los predicamentos esté en juego el derecho de propiedad, produce una angustia capaz de invadir la sensibilidad de millones de seres humanos a quienes no preocupa el destino de un haber multimillonario, ni la suerte de unas heredades majestuosas por las que conviene ponerse en guardia con todos los hierros, sino el futuro de los pocos títulos que han atesorado como resultado de su trabajo y del trabajo de los antepasados. Sin embargo, el hecho de que también pueda estar presente en los eventos un asunto de trascendencia como la justicia social, aconseja un análisis lo suficientemente cuidadoso como para que la valoración de una de las valencias del problema no se convierta en negación de la otra. Quizá venga de allí la cautela de los políticos en el comentario de la situación, no vaya a ser que el revoltillo del agrarismo los presente como abogados de los latifundistas, y el detalle de que sea sólo Fedeagro el adalid de las fincas intervenidas. Pero Fedeagro se ha fajado en el entuerto con un escudo de prevenciones, casi ofreciendo disculpas, pese a que las operaciones se han efectuado por la Fuerza Armada como si tratara de penetrar los cuarteles del enemigo.

Dentro del estilo redentor de la Guerra Federal, el gobierno ha insistido sobre la redistribución de la riqueza que concluirá los procedimientos. El argumento ha provocado reacciones tibias sobre lo que significa de veras la acción oficial, ya no como una medida frente a un elenco de privilegiados sino como perjuicio severo contra la colectividad en general. El anuncio de un rescate proveniente del pensamiento de Ezequiel Zamora, supuestamente irrebatible, ha hecho que se disimule el motivo fundamental del oficialismo ante los bienes de los hacendados a quienes persigue con encono digno de mejor causa. Pero hay que referir sin cortapisas el motivo de la persecución: la destrucción pura y simple, la repetición del incendio de las sabanas que perpetró en mala hora el caudillo campesino, la disposición hacia la rapiña que anima fatalmente a las revoluciones y a sus criaturas. La Marqueseña y las propiedades que se le parecen son el reflejo de unos valores chocantes con el temperamento devastador de los revolucionarios: trabajo e inversiones personales, crecimiento individual y familiar a través de años de esfuerzo, superación de riesgos y creación de riquezas entre quienes las merecen. Hay que borrarlas del mapa, por consiguiente.

Chávez, un rudimentario profeta quien piensa que para acceder al Génesis se debe pasar primero por el Apocalipsis, se horroriza ante esos microcosmos rurales de los cuales brota el bienestar de manera consistente. Es presa del furor ante la observación del dinamismo imperante en unas unidades de producción, que hacen desde antiguo lo que él no ha podido hacer en su paso por la vida pública. Su cabeza de promotor de la sociedad parasitaria no entiende cómo puede suceder lo que para él es una anomalía. Que tales fenómenos se den en los predios sujetos a redención desde los tiempos del patriarca Ezequiel le debe resultar insoportable. Pero la justicia no se puede confundir con la demolición generalizada, ni un pueblo debe contemplar en silencio la posibilidad de un exterminio de la riqueza de los particulares para satisfacción del demoledor de turno, a menos que con su cobardía ese pueblo haga méritos para formar parte de una vida demolida.

*   Artículo publicado en el diario El Universal, 24 septiembre 2005

 

 
 
 
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