Lo
que está pagando Colombia en estos días con los recientes
episodios graves --los falsos positivos y supuestos
atentados cometidos por militares y el grotesco caso del
gurú que había infiltrado el gabinete del Fiscal General--,
para sólo hablar de los casos más recientes (que podría ser
en verdad uno sólo), no es únicamente la escasez de
funcionarios de alto nivel bien formados y con reciedumbre
y perspicacia para el buen desempeño de sus funciones, sino
sobre todo el enorme desorden, para no decir saboteo, que
existe en el terreno de la legislación de seguridad y de
defensa nacional.
En ese peligroso desbarajuste tiene mucha responsabilidad la
Corte Constitucional, y en particular ciertos magistrados
militantes de la misma quienes lograron aniquilar en abril
de 2002 la ley de defensa y seguridad nacional del gobierno
de Andrés Pastrana, un instrumento clave en la lucha contra
el terrorismo y el crimen organizado, que había sido el
fruto de un amplio consenso nacional.
Esa misma Corte se había apresurado a declarar
“constitucional” (contra la opinión de importantes juristas)
la entrega transitoria de 42.000 km2 a las Farc para que
éstas “negociaran la paz” con el gobierno. Todo el mundo
sabe en qué terminó la desmilitarización “constitucional” de
esa enorme región.
Después, esa Corte se erigió abusivamente en opositora del
presidente Álvaro Uribe e invalidó, en noviembre de 2002,
el decreto que creó las zonas de rehabilitación y eliminó
las normas que atribuían poderes de policía judicial a la
fuerza pública y que permitían, entre tras cosas, vigilar a
los extranjeros presentes en las zonas guerrilleras.
Si hoy la fuerza pública encuentra obstáculos para proteger
a los colombianos y no puede montar operaciones encubiertas
en el marco de su lucha legítima contra el terrorismo, es
porque la labor de los saboteadores de la seguridad nacional
ha dado frutos. La guerra jurídica y parlamentaria que
libran desde hace más de treinta años ciertos centros de
poder, dentro y fuera de Colombia, y algunos miembros de
la oposición que ocupan escaños en el Parlamento, ha dado
varias veces los resultados que los enemigos de la
democracia preveían. Hoy estamos ante una nueva racha de
calamidades que no son tan casuales como se cree pues los
mecanismos para darle vida fueron forjados minuciosamente en
la sombra.
Lo que aquí hay es, de nuevo, un concurso de circunstancias
que debería hacernos reflexionar. Hay, por ejemplo, fuera
del caos legislativo en materia de defensa nacional, el
juego de ciertos media respetables y profesionales que,
prisioneros sin embargo del síndrome de la chiva, caen
fácilmente en el pantano de las anticipaciones y de las
informaciones sin prueba, de las revelaciones basadas en
rumores o en presiones. Este fue otro de los componentes de
esta crisis. Pero no es el único.
Hace pocos meses, con la complicidad de un distinguido
semanario, un jurista y una Ong de izquierda hacían el
elogio de la prensa basada en chismes, en el menosprecio de
la exactitud de la información y de los hechos verificados.
Los resultados están a la vista. Y los abusos van a
continuar si los periodistas no reaccionan. Si continúa
bloqueado el debate sobre el papel de la prensa en una
democracia atacada por el terrorismo.
En Colombia no existe, por otra parte, una cultura de la
seguridad interna frente al terrorismo, como sí existe en
otras democracias de Occidente, cuyo ejemplo deberíamos
seguir. En Francia, por ejemplo, no hay una sino siete
leyes vigentes de lucha contra el terrorismo que todo el
mundo acata y respeta. La primera fue expedida el 9 de
septiembre de 1986, tras la ola de atentados de 1985 y 1986,
y la más reciente es la del 23 de enero de 2006. Es más,
un “libro blanco del Gobierno sobre la seguridad interior
ante el terrorismo” fue publicado en marzo de 2006 por los
servicios del Primer Ministro, sin que ello desate motines
en la calle, ni en la Asamblea Nacional, ni en la prensa de
la oposición.
En Colombia esto no es así, lamentablemente. La subversión,
los partidos extremistas y hasta las fracciones "avanzadas"
de los partidos tradicionales, han impuesto al cabo de años
de manipulaciones y de propaganda, una mentalidad nociva que
hace que mucha gente, espontáneamente, crea que todo lo que
toca a la seguridad del país y a la legislación
antiterrorista es “sospechoso”, “ilegítimo”, si no de
“extrema derecha” y debe ser, en consecuencia, objeto de
campañas de diabolización.
La Corte Constitucional, quien tuvo no hace muchos años un
presidente que hoy funge como líder de un movimiento
revolucionario, podría tratar de reparar el mal hecho y
esforzarse por adoptar una postura razonable. La seguridad
de los colombianos depende de que esa Corte rompa con esos
esquemas.
En Francia, el libro blanco del Primer Ministro aborda temas
que darían escalofríos a los marxistas colombianos: “Ganar
la batalla cotidiana: favorecer la detección precoz de las
actividades terroristas por la vigilancia y la inteligencia
humana”; “privilegiar la elaboración de normas
antiterroristas”, “prever el riesgo: vigilar, detectar y
neutralizar”; “reforzar nuestro dispositivo penal y adaptar
nuestro sistema penitenciario a la amenaza terrorista”,
“colaboración entre el Estado y las empresas”, “neutralizar
a los terroristas en el extranjero”; “confortar la adhesión
de la población y aislar a los terroristas”, “jamás ceder
sobre los valores fundamentales del Estado de derecho”, etc.
Hay un párrafo que dice: “El libro blanco tiene por ambición
formular la doctrina de Francia en materia de lucha contra
el terrorismo. Todos deben conocer esta doctrina. Pues no
combatiremos eficazmente el terrorismo sino mediante la
adhesión del conjunto de nuestros conciudadanos. No lo
combatiremos eficazmente sino desarrollando la cooperación
internacional”.
En Francia los organismos encargados de recoger y analizar
la información sobre las amenazas contra la seguridad
económica, industrial y política del país, cuentan con el
respaldo de todas las dependencias del Estado y de los
partidos políticos, ya sean de la derecha como de la
izquierda, de la oposición o del gobierno.
En Colombia ello no es así, pues
minorías activas se oponen. En consecuencia la confusión
reina. Por ejemplo, la vigilancia en el enganche de personal
es inexistente, lo que abre avenidas a las infiltraciones.
No nos sorprendamos entonces de que un Armando Martí
siembre la cizaña y adelante abusivamente actividades de
inteligencia en la Fiscalía. No nos extrañemos de que de la
Fiscalía o de la Vicefiscalía, haya salido el torpedo que no
sólo lanzó lodo contra las fuerzas armadas (con el objeto
previsible a largo plazo de que Estados Unidos recorte o
suspenda su ayuda militar a Colombia) sino de que las
“revelaciones” hechas por voceros oficiales (bajo la presión
psicológica de que la prensa estaba investigando)
significaron el bloqueo de una operación importante contra
las Farc: la captura de
Raúl Duarte, alias 'Jerónimo', jefe del Comando Conjunto
Central de las Farc, que ensangrienta el sur del Tolima. No
debería sorprendernos entonces que el programa de
desmovilización de miembros de las Farc esté, con ese
incidente, en peligro. La neutralización de una valiosa
informante,
Lidia Alape Manrique, es una
muestra de ello.
¿A quien beneficia el
escándalo de los
supuestos atentados?
A las Farc. ¿Puede alguien ver como una casualidad el hecho
de que esa crisis haya sido aprovechada por el senador
extremista Gustavo Petro para cuestionar la política de
seguridad democrática? ¿Puede alguien pasar por alto que en
esos mismos días la presidente del Senado haya lanzado la
idea de “invitar” al jefe de las Farc, Raúl Reyes, a
“dialogar” con el Congreso? Y que al
mismo tiempo, surja el rumor de que el presidente Uribe está
dispuesto a desmilitarizar, como quieren las Farc, dos
poblaciones, Florida y Pradera, para realizar el llamado
“acuerdo humanitario”, pues el ejército “está cansado de
combatir” (Ver las declaraciones de Alejo Vargas, analista
que le pide al presidente Uribe “rectificar el camino”).
De ello puede deducirse que una enorme tramoya de
legitimación de las Farc y de deslegitimación de sus
enemigos había sido montada
con habilidad y que sus operadores logran en buena parte
sus objetivos.
El Tiempo
informaba el 12 de agosto pasado que “la máquina de
infiltración de las Farc es el Partido Comunista Clandestino
Colombiano”, que ésta podría tener más de 219 células
activas en el país, que su jefe es Guillermo León Saenz,
alias Alfonso Cano, que un ideólogo de las Farc, alias
Mateo, había logrado infiltrarse en la dirección de las
empresas públicas de Medellín. Ese artículo mencionaba los
otros cuatro casos recientes de infiltración más conocidos
de las Farc (tres en Bogotá, y uno en Calamar, Guaviare). Lo
que ese artículo no decía (aunque se trata de un hecho
público), es que el proyecto del llamado PC3, había sido
mencionado abiertamente, bajo la denominación de “movimiento
bolivariano”, en una reunión de septiembre de 2004 del muy
legal Partido Comunista Colombiano, donde fue lanzada la
candidatura de Carlos Gaviria Díaz (Ver Voz, 24 de
septiembre de 2004). ¿Por qué los “analistas” colombianos,
tan perspicaces siempre, no han ligado ni emitido siquiera
una hipótesis entre lo que ocurre en estos momentos y las
revelaciones importantes de El Tiempo? ¿Es que no hay
pasarelas posibles entre lo uno y lo otro?
Lo mismo ocurre con el escenario internacional. ¿En la
complicada coyuntura internacional, que papel juega
Colombia? ¿Somos una isla hermética y a salvo de toda
interferencia o somos, por el contrario, un sujeto pasivo de
ciertos regímenes depredadores? El gobierno chavista ejerce
una diplomacia intervencionista, como se ha visto sobre todo
en México, Nicaragua, Bolivia, Perú y Argentina. ¿Acaso
Colombia no es un blanco prioritario de esa gente? ¿Cómo se
protege el país a ese respecto? ¿No hay que vigilar a sus
agentes y a sus cipayos? Por eso es más urgente que nunca
legislar y reorganizar los servicios de información y de
seguridad del Estado, siguiendo el ejemplo de las
democracias de Occidente, para poder prever los riesgos y
neutralizar a los que se preparan a pasar al acto. De lo
contrario continuará el triste espectáculo de los
“escándalos” montados como complemento de la guerra y de la
desestabilización.