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COLOMBIA:
El Presidente Uribe y la “negociación” de paz
por Eduardo Mackenzie
martes, 10 octubre 2006

 

La maquinaria destinada a paralizar el Ejército se ha puesto en marcha de nuevo en Colombia. Al cabo de más de 50 años de combates contra el Estado y contra la sociedad, las FARC[1] saben que no pueden derrotar a las Fuerzas Armadas. Sin embargo, las FARC han descubierto que, en cambio, en ciertas circunstancias, pueden aislar y paralizar a las Fuerzas Armadas, mediante argucias políticas. Las FARC han constatado que en una democracia las fuerzas militares, incluso victoriosas, pueden ser anuladas por una decisión del centro político. Y que concentrar la presión sobre el poder político, en lugar de concentrarla sobre el bloque militar, puede dar resultados sorprendentes contra éste: evaluaciones erradas sobre la amenaza, movimientos tácticos aberrantes, transformación de una ofensiva exitosa en un repliegue suicida.

Con ese método las FARC y otras guerrillas han logrado paralizar al Ejército en varias ocasiones. Evoquemos solo tres casos preponderantes. El periodo abierto por los llamados “acuerdos de la Uribe”, en mayo de 1984, durante el gobierno de Belisario Betancur, es un ejemplo. Esa parálisis sirvió para el lanzamiento de la Unión Patriótica[2] y de un proselitismo político de nuevo tipo, es decir de un activismo legal y semi-legal de una formación política ligada directamente a un aparato terrorista. Pero eso no fue todo. Sirvió para la creación de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, de sangrienta trayectoria[3]. Esos hechos cruciales son generalmente olvidados por los analistas y, obviamente por los media y por la opinión pública. Más tarde, en mayo de 1997, el presidente Ernesto Samper ordenó la desmilitarización de una zona de 13 161 Km² de la región del Caguán para obtener la liberación de 70 soldados. Ello le dio a las FARC el control momentáneo de una vasta zona de producción de droga y la posibilidad de montar, al final, un espectáculo de propaganda y de humillación del Ejército que la prensa internacional no se abstuvo de difundir ampliamente.

Durante el gobierno de Andrés Pastrana, las FARC mejoraron esa táctica y lograron, tras un pacto electoral con el presidente, sacar al Ejército y a todos los órganos del poder público, durante tres años, de una enorme zona del país: de los 42 000 Km² de los cinco municipios “desmilitarizados” (pero remilitarizados por las FARC) en noviembre/diciembre de 1998. Las consecuencias de ese experimento de “diálogo de paz” no pudieron ser más catastróficas para Colombia: no hubo acuerdo de paz alguno y el país estuvo a punto, hasta antes de las elecciones de 2002, de ver quebrado en dos el territorio nacional, ante el empuje combinado de medios militares y políticos de una guerrilla que había logrado redoblar sus capacidades gracias a esa operación suicida aceptada por el Estado colombiano. Fue en esos momentos en que ciertos expertos y analistas extranjeros llamaron la atención y hablaron, con razón, de Colombia como un “fail state”, un Estado que avanzaba hacia el precipicio.

Las FARC han descubierto que la mejor palanca para frenar la acción del Estado y de los organismos protectores de la población y de las libertades, la mejor manera de desorganizar los planes antiterroristas del Estado, es la llamada “negociación política” y sus variantes. La hipotética liberación de rehenes, que las FARC presentan como un “canje de prisioneros”, y como la clave para un ulterior “acuerdo de paz”, es en realidad el decorado artificial pretendidamente humanitario ante el cual las voluntades y energías democráticas parecen querer estrellarse y anularse de nuevo. Las FARC, organización que jamás ha realizado una sola negociación leal con el Estado, levanta, en circunstancias específicas, la bandera de la “negociación política” y logra, gracias a sus hábiles juegos de propaganda y de psicología de masas, heredadas del sovietismo, que las mejores conciencias del país caigan en ese subterfugio, una y otra vez. La explotación del argumento “humanitario” tiene gran peso en Colombia.

El objetivo de las FARC no es paralizar por un tiempo la acción legítima del Ejército y la guerra de Derecho en que las fuerzas armadas y el Estado están empeñados con el respaldo de las amplias mayorías del país. El objetivo último es imponerle a la sociedad y a las élites gubernamentales, el modelo, tantas veces utilizado con éxito relativo, de la rendición gradual del Estado. Esa rendición gradual del Estado es presentada siempre bajo un disfraz positivo y banalizador, como un “dialogo” y una “negociación” entre “las partes” que va a dar, dicen, importantes frutos. Esa rendición pretende, sin embargo, alcanzar lo que la lucha armada y el terrorismo convencional no han logrado jamás: imponer el tipo de sociedad que las FARC y el movimiento marxista que la inspira y dirige, han concebido. Ese objetivo supremo es quebrar los equilibrios de la sociedad democrática liberal para instaurar, por la argucia y por fuerza, una “democracia popular”, es decir una sociedad totalitaria.

Tras el fracaso de los pretendidos “diálogos de paz” en la zona del Caguán, muchos creyeron que la vía de la pacificación del país mediante un “diálogo” con garantías exorbitantes y unilaterales a la violencia subversiva, había sido abandonada definitivamente por los responsables políticos. Hoy vemos que ese abandono nunca fue definitivo pues el regresa ahora a todo galope.

La nueva “operación parálisis” del Ejército ha, pues, comenzado. La técnica empleada es bien conocida: creación de un clima de confusión y de sospecha (mediante noticias falsas y revelaciones dudosas sobre supuestos atentados cometidos por el Ejército, el descubrimiento de infiltrados de alto vuelo en la Fiscalía, etc.), a lo que se agrega enseguida un proyecto humanitario que nadie osaría rechazar a primera vista: la liberación de los secuestrados.

Raúl Reyes, quien juraba no querer negociar jamás con el Gobierno del presidente Álvaro Uribe, y quien había saboteado todas las iniciativas de éste para liberar a los rehenes[4], dice ahora haber cambiado de línea. Un día asegura que está dispuesto a negociar con el Gobierno y al día siguiente congela todo acercamiento, para después mostrarse menos rígido y recibir los aplausos de la prensa, de la Iglesia, de los políticos “avanzados”, del semanario comunista Voz, de las familias de los rehenes y hasta de diplomáticos de los “países amigos” y de los comunistas y de los socialistas franceses y españoles.

Por no haber reiterado claramente las líneas directrices para su segundo mandato[5] en materia de Seguridad Democrática, el presidente fue tomado por sorpresa por ese cambio y no encontró otra salida que ceder ante la presión súbita y multiforme. Así fue como Álvaro Uribe anunció, el 27 de septiembre pasado, en Barranquilla, tener la voluntad de aceptar “una zona de encuentro” para negociar la liberación de los 62 secuestrados que las FARC consideran canjeables.

Con tal enfoque, el jefe de Estado colombiano se expone, por primera vez, a seguir un curso tortuoso que él difícilmente podrá controlar del todo. La experiencia en maniobras de tipo “dialogo con las FARC”, donde van a entrar en escena gobiernos y actores extranjeros, y esfuerzos de desestabilización adicionales, son las FARC quien la tiene. No el establecimiento colombiano ni el propio Álvaro Uribe a pesar de su energía y de su gran perspicacia.

Lo que hoy ocurre confirma ese temor. La “apertura” limitada del presidente Uribe desató una serie de curiosas declaraciones no tanto en favor de ese paso hacia las FARC, sino de ir rápidamente más lejos. Evidentemente demagógico, el argumento que utilizan es que “el momento militar se ha agotado”, que ante la “imposibilidad de ganar la guerra” se deben “examinar otras opciones”. Es decir, que hay que ceder para que sean liberados los rehenes y buscar enseguida, a través de discusiones interminables y concesiones absurdas, y decretando la parálisis del Ejército, la paz definitiva.

¿Cuáles son los hechos que prueban que “el momento militar se ha agotado”? Ninguno. ¿Quien había dicho que en cuatro años se podía “ganar la guerra”? Nadie. Quienes impulsan eso le dicen al país que las FARC no son más que una “vieja guerrilla campesina” sin mayores ambiciones políticas pues sólo tienen una “visión de autodefensa”.

El objetivo de las FARC no es liberar a sus cautivos ni canjearlos por guerrilleros encarcelados. Una buena parte de éstos ha dicho varias veces, y lo ha reiterado ahora, que no quieren hacer parte del “intercambio humanitario” pues solo aspiran a regresar a sus hogares tras cumplir sus penas y vivir en paz como el resto de los colombianos.

El objetivo de las FARC es enredar la política de Seguridad Democrática y hacer valer ante la Unión Europea y los Estados Unidos que la inclusión de las FARC en las listas negras de las organizaciones terroristas no tiene sentido, pues el gobierno colombiano acepta negociar con ellas.

La obsesión de las FARC es abrir una “pausa” en la política de contención de la guerrilla, paralizar a la fuerza pública con la disculpa “humanitaria” y “necesaria” del “canje” de los rehenes, víctimas convertidas, además, en escudos humanos y en instrumento de propaganda anti-Uribe en Europa, y obtener, finalmente, un pacto definitivo de perdón y olvido de todos sus crímenes.

Esa “pausa” comenzaría con la creación, mediante un acto oficial (“necesitamos un decreto”, insiste Raúl Reyes), de una zona “despejada”, así sea pequeña. Si el esquema “funciona” la perspectiva de ampliar esa zona y su duración, para facilitar la apertura de diálogos de mayor aliento, queda abierta. No es otra cosa lo que anuncia Álvaro Leyva Durán, político conservador que aparece desde hace años como agente de influencia de las FARC y que convenció en el pasado a Andrés Pastrana de desmilitarizar 42 000 Km² del Caguán, cuando proclama: “Si esto sale bien, el país debe entrar a hablar de una paz definitiva”.

Ese sería el fin de la política del presidente Uribe en materia de antiterrorismo.

La parálisis del Estado y de sus Fuerzas Armadas es, para el Secretariado de las FARC, la prioridad. Para eso lanzan ofertas específicas como la de llegar a un “cese del fuego bilateral” y la creación de una o varias zonas “desmilitarizadas” (en realidad, de espacios geográficos remilitarizados por la subversión). La propuesta es acompañada de bellas promesas y de actos violentos. Es posible que sean lanzadas en todas partes, sobre todo en las ciudades, lo que los leninistas llaman las “movilizaciones de masas”, es decir una combinación de agitación callejera, de esfuerzos suplementarios de propaganda sobre la “inutilidad de la guerra”, de golpes de intoxicación en favor de la “pausa”, y de atentados que siembren el terror y la desmoralización entre la población y que serán inmediatamente imputados al gobierno.

Las FARC han elegido este momento y no otro para desarrollar esa vasta operación. Ellas están golpeadas militarmente y desprestigiadas políticamente. Ellas saben que ni siquiera con apoyo extranjero están en capacidad para resistir cuatro años más de ofensiva del Estado. Es cierto que la política de Seguridad Democrática no ha destruido aún a las FARC. Empero, sí las ha obligado a un vasto repliegue, al abandono de inmensos territorios que ellas asolaban impunemente. Varios de sus jefes han sido capturados o eliminados. Miles de jóvenes combatientes han abandonado sus filas. Bastiones importantes fueron destruidos. Sus corredores de movilización son ahora intransitables. La criminalidad llamada “política” ha bajado considerablemente. Tres cuadros medios de dirección de las FARC están siendo juzgados en Estados Unidos por narcotráfico.

Al mismo tiempo, más de 25 000 paramilitares, el pretexto favorito de las FARC para justificar la violencia marxista, han sido desmovilizados. Esa dinámica de contención debe ser, pues, desviada, frenada. Las fuerzas armadas, según Marulanda, deben ser sacadas de los territorios de guerrilla, sobre todo de las áreas donde el Plan Patriota ha logrado avanzar, a pesar de la fuerte resistencia terrorista. Es decir, de las zonas donde los dirigentes centrales de la subversión armada trabajan y donde se encuentran los territorios más productivos para el tráfico de drogas.

La subversión armada sabe que el contexto internacional les es desfavorable. El jefe del régimen dictatorial cubano está agonizando y el régimen autoritario de Chávez en Venezuela entrará dentro de poco, luego de las elecciones de fin de año, en una fase convulsiva que podría anunciar el principio del fin de la “revolución bonita”.

Por eso los elementos básicos de la operación “parálisis” están ahora sobre la mesa.

Las líneas directrices de ese proceso han sido dictadas por Raúl Reyes, no por el presidente Álvaro Uribe. Para que haya “canje” debe haber, según Reyes, “despeje” de los municipios de Pradera y Florida (con remilitarización de los mismos por las FARC), por un tiempo de 45 días. Ese es el primer punto de su programa. El segundo es que para que haya un “dialogo de paz” debe haber “despeje” indefinido (con remilitarización de las FARC) de los departamentos del Caquetá y Putumayo, es decir de 113 850 km2, más un cese “bilateral” de fuego por un plazo indefinido, así como la suspensión de las órdenes de captura contra la dirección nacional de las FARC y el abandono del término “terroristas” en el ámbito nacional e internacional. Como si fuera poco, Reyes exige que el Estado reconozca la existencia de un “conflicto social” (es decir que adopte la superchería ideológica que las FARC inventaron sobre sus orígenes y sus motivaciones), suspenda los operativos militares “a escala nacional” y ordene el “regreso de las tropas a los cuarteles”.

¿Y para el desarme definitivo total de las FARC que propone Reyes? ¿El desmantelamiento de lo que quede, es decir de todo rasgo de Estado liberal democrático?

Otra condición que las FARC avanzan en materia de “canje” es la inclusión en el mismo de terroristas capturados y extraditados a Estados Unidos. Ello muestra que la voluntad de liberar los rehenes no existe en los planes de Reyes y consortes.

El presidente Álvaro Uribe, por su parte, advierte que la “zona de encuentro” que él aceptaría no podrá ser un “refugio del delito”, que “no podrá ser un campo de recuperación militar para el terrorismo, presionado por la guerra política”. El presidente Uribe no habló en Barranquilla de “despejar” los municipios de Pradera y Florida, como piden las FARC. Su laconismo fue bien recibido por la opinión pero horas después ésta descubrió que el plan del presidente es más vasto pues Álvaro Leyva Durán corrigió al jefe de Estado y aseguró que éste sí está dispuesto a despejar “la totalidad de los municipios” de Pradera y Florida.

Sin desmentir al activista pro-FARC, quien tiene al parecer autorización del Gobierno para “hacer gestiones de facilitación del intercambio humanitario”, Álvaro Uribe dijo que él podría ir más lejos y llegar incluso a la convocatoria de una Asamblea Constitucional donde los terroristas tendrían cabida. Después, el presidente Uribe dejó sin sostén a Leyva pues se mostró inclinado por la fórmula de diálogo en un sólo municipio y la desmilitarización de 180 Km² y sin presencia de soldados y guerrilleros, como proponen tres países europeos. Y reiteró además, con no poca razón, que quien buscará un acuerdo con las FARC sobre las condiciones de la zona de encuentro es el Alto Comisionado de la Paz, Luis Carlos Restrepo.

Contra el temor justificado de que esa nueva experiencia de zona “despejada” se convierta en un “segundo Caguán”, se levanta un muro de voces tranquilizadoras. El ex presidente Ernesto Samper dice desde París, tal como había decretado horas antes en Colombia Leyva Durán, que el presidente Uribe “no debería tener miedo” de decretar ese “despeje” pues en los dos municipios citados “sólo habrá un intercambio humanitario y no un proceso de paz”.

Raúl Reyes habla incluso de actuar “de frente al país” y buscar la “reconciliación nacional”. Curioso es que nadie le responda que la nación colombiana está reconciliada consigo misma desde 1957[6] y que la nación está unida contra el terrorismo. ¿Por qué tratar de reconciliar una organización terrorista con la nación? Si “reconciliación” debe haber ésta será entre la nación y los ex adherentes de la organización terrorista, como ocurrió en el pasado con otras organizaciones, si éstos renuncian a sus proyectos y si pagan su deuda con la sociedad.

Las FARC siempre estuvieron al servicio de la URSS, una potencia enemiga. Ellas han estado y están al servicio de una detestable dictadura agonizante, la Cuba de Castro, y de un régimen en transición “al socialismo del siglo XXI”, la Venezuela de Chávez, que trata de construir un eje con el Irán de Mahmud Ahmadinejad y con la Rusia de Putin.

Cuando un partido-guerrilla, o una guerrilla-partido, como son las FARC, se organiza y se orienta por cuenta de una potencia enemiga y no aspira sino a conspirar contra el bien común, se está ante un organismo cipayo. Este, por lo tanto, nunca adquirió el derecho a ser acatado. Desobedecerle es una obligación de todo colombiano.

Sin embargo, tres presidentes colombianos fueron seducidos por las sirenas de la guerrilla-partido y el resultado fueron tres fracasos colosales: el “aperturismo” de Belisario Betancur condujo a la doble tragedia de la Unión Patriótica y del Palacio de Justicia; el “progresismo” de Ernesto Samper condujo al relajamiento del apoyo norteamericano y a las derrotas militares de Puerres, Las Delicias, Patascoy, El Billar y Mitú y al refuerzo del paramilitarismo. La “audacia” de Andrés Pastrana terminó en la bofetada del Caguán y en el insolente refuerzo de las FARC. Terminó en el intento de éstas de inundar a Bogotá y en una ofensiva sangrienta que pretendía llegar a la capital de la República.

¿Adonde llevará al presidente Uribe la revisión su política hasta ahora exitosa? ¿Cuales serán las consecuencias de poner un pié en el tablón enjabonado de la llamada “negociación política”? ¿A la derrota definitiva de las FARC? ¿A un aumento de la libertad y de la prosperidad de los colombianos? Nada es más improbable que eso. Como lo dijo en días pasados el ex ministro Rudolf Hommes, lo que piden las FARC es que el Gobierno “eche por la borda lo que ha acumulado militarmente en Caquetá y Putumayo y les devuelva el control de esos territorios sin disparar un tiro”.

El problema de los rehenes y de las personas secuestradas por las FARC es muy doloroso. Todo el mundo desea que sean liberados lo antes posible. Esa liberación es un clamor legítimo del país entero. Sin embargo, las FARC explotan ese drama como palanca de presión para que el Estado acepte rendirse. El general retirado Álvaro Valencia Tovar, analista ponderado de éstas cuestiones, escribió ayer: “Compartimos su ansiedad (la de las familias de los secuestrados). Pero ellos deben comprender que la liberación no puede significar derrota del Estado ni la pérdida de lo ganado en cuatro años.”

La política de la Seguridad Democrática no puede ser echada por la borda por el hecho de que Raúl Reyes ha abierto la boca. Esa política está dando resultados positivos pues se basa en una doctrina democrática conocida como “la disuasión por la voluntad popular organizada”. Esta dice que la paz debe descansar sobre la totalidad de las reservas del país y sobre “la unanimidad de los corazones”. La Seguridad Democrática bebe su inspiración de ese concepto. La política de la “suprema defensa nacional” busca no sólo la paz sino alcanzar “la certidumbre de la paz”. Esa doctrina militar prevé la defensa operacional del territorio, un servicio obligatorio lo más amplio posible y apunta a oponer al agresor, o al invasor, una resistencia en todo el territorio y por todos los medios. Esa doctrina implica una participación de cada ciudadano, un refuerzo de la cohesión nacional por la formación de éstos, por el “entrenamiento físico y moral”, por la “aceptación de la disciplina necesaria”, por el “reconocimiento del valor del sacrificio” y de “la belleza del deber militar”. ¿Quien es el autor de esa doctrina? ¿Un militar? ¿Un fascista? ¿Un comunista? No, nada de eso. El autor es un civil eminente y honorable del siglo pasado, un socialista no marxista francés: Jean Jaurès.

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[1] Las llamadas « Fuerzas armadas revolucionarias de Colombia », fueron fundadas por el Partido Comunista Colombiano, enfeudado a Moscú, a comienzos de los años 1950. La fecha (mentirosa) dada por la propaganda del PCC es el 20 de julio de 1964, en unos documentos, y el 25 de abril de 1966, en otros.
[2] Fundada tras un acuerdo entre las FARC y el PCC el 5 de mayo de 1985.
[3] Fundada el 28 de mayo de 1985 por siete bandas terroristas (ELN, EPL, M-19, Quintín Lame, ADO, Patria Libre y el Grupo Ricardo Franco. Las FARC siguen de cerca ese proceso, sin oponerse, e ingresan a ella en agosto de 1987.
[4] El Gobierno, así como el Episcopado colombiano y tres Gobiernos europeos (Francia, Suiza y España), han hecho a las FARC, en los últimos meses, ocho propuestas de diálogo para arreglar el problema de los rehenes. Las FARC las han rechazado todas. Entre las propuestas del Gobierno se destacan las de Bolo Azul (en septiembre de 2005), la del Retiro (el 13 de diciembre de 2005). El presidente Álvaro Uribe ha propuesto a las FARC dialogar sin exigirles un cese del fuego. El 28 de octubre de 2004, les propuso un encuentro de cinco días en una sede diplomática. Como prueba de buena voluntad, el jefe de Estado liberó unilateralmente 23 sediciosos detenidos. En otra ocasión, les propuso dialogar en una iglesia y en otra realizar, con representantes de la Iglesia católica, un “prediálogo” sobre ese tema. Todo fue en vano. Las exhortaciones de liberación de rehenes del gobierno francés fueron rechazadas por las FARC. En enero de 2006, el presidente venezolano Hugo Chávez dijo que recibiría como refugiados políticos a los 12 diputados colombianos rehenes si las FARC los sueltan. Las Farc dijeron no.
[5] Álvaro Uribe fue elegido presidente de la República el 26 de mayo de 2002, por 53,4% de los votos en la primera vuelta. Fue reelegido el 28 de mayo de 2006 por 62, 22% de los votos, en la primera vuelta.
[6]
En diciembre de 1957, un plebiscito, aprobado mayoritariamente por los colombianos, reformó la Constitución y puso fin a la Violencia, es decir a las hostilidades que existían entre liberales y conservadores. La Violencia renació meses después pero bajo el impulso exclusivo de las guerrillas marxistas.

*

Periodista colombiano, autor del libro: "Les Farc, ou l'échec d'un communisme de combat".
Editions Publibook, Paris, 593 páginas, diciembre de 2005.

 
 
 
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