La
capital colombiana es en estos momentos el teatro de una
dura batalla en las altas esferas del poder político. De su
resultado final, incierto por el momento, dependerá la
continuidad de la política del gobierno de Alvaro Uribe de
seguridad democrática.
Un grupo
extremista de oposición que dispone de agentes en el Senado,
en la Fiscalía y en la Corte Suprema de Justicia, y que se
presenta como moralizador de la vida pública, pretende
desatar una cacería de brujas contra el amplio sector que
respalda al presidente Uribe. Ministros, gobernadores,
fiscales, jueces, militares, policías y parlamentarios del
bloque mayoritario son intimidados y acusados de estar
“involucrados” en la conformación de grupos paramilitares de
extrema derecha, es decir de ser masacradores y
narcotraficantes. La técnica de la acusación extravagante es
utilizada a fondo con la venia de ciertos media que tratan
de hacer pasar esas alegaciones como hechos cumplidos.
Observada con enorme interés por la guerrilla de las FARC,
la maniobra de intoxicación tiene por objetivo visible
aterrorizar y dividir el campo gobiernista, debilitar a
Uribe y obtener, en últimas, su destitución.
A la difusión de
rumores y de acusaciones anónimas se agrega algo más grave:
la utilización de organismos públicos, como la Fiscalía
General y la Corte Suprema de Justicia, como armas
arrojadizas. Políticos y funcionarios son amenzados con
“nuevas investigaciones” disciplinarias y penales de esos
organismos bajo el cargo de haber tenido “vínculos” directos
o indirectos, pasados o presentes, con paramilitares. Al
final de la semana pasada, por ejemplo, un denunciante
anónimo exigió a la Fiscalía que pidiera a la Comisión de
Acusaciones de la Cámara de Representantes investigar los
“posibles nexos” del presidente Uribe con grupos
paramilitares. Todo ello sin aportar evidentemente la menor
prueba. “Quienes están gobernando son unos criminales”,
eructó al unísono Gustavo Petro, un ex guerrillero que hoy
es senador del partido Polo Democrático, una coalición
heterogénea dirigida por el Partido Comunista. Piedad
Córdoba, una senadora liberal, que no oculta sus simpatías
por el veterano Tirofijo, lider histórico de las FARC,
propuso con su colega Wilson Borja el cierre del Congreso y
la convocatoria de nuevas elecciones legislativas e incluso
presidenciales.
Dos días antes,
los “moralizadores” habían citado a la ministra de
Relaciones Exteriores, María Consuelo Araújo, a un debate de
10 horas en el Senado donde la invitaron a renunciar a su
cargo en vista de que uno de sus hermanos, según ellos,
“estuvo involucrado” con paramilitares. Piedad Córdoba
presentó como “prueba” contra la familia Araújo un anónimo
que ella dijo haber “recibido”. Invitado al debate, el
Fiscal General, Mario Iguarán, jugó su papel a la
perfección: declaró que la hermana de la ministra, Ana María
Araújo, estaba también en la mira de sus agentes, por una
presunta “desviación de recursos oficiales” hacia un grupo
paramilitar.
Inexperta en querellas de ese género, la joven canciller se
defendió mal y salió debilitada del encuentro. Algunos de su
campo comienzan ahora a cuestionar su permanencia en el
gobierno. En cuanto a su hermano, el senador Alvaro Araújo,
rechazó la sulfurosa acusación y señaló a Gustavo Petro como
el instigador de la campaña. Reveló que Petro es amigo de él
cuando quiere los votos de la mayoría para obtener una
posición en el Congreso y “enemigo para acusar sin
fundamento y endilgarle presuntos delitos”.
Erigiéndose
contra esa violenta cruzada, uno de los mayores diarios del
país, El Colombiano, preguntó en su editorial del 1
de diciembre: “Si los congresistas opositores tienen graves
sindicaciones contra el presidente Uribe, ¿porqué no hacen
denuncia formal ante la autoridad competente para que el
Presidente pueda defenderse en una instancia seria?”. La
misma presidenta del Senado, Dilian Francisca Toro, quien
unas semanas atrás había propuesto invitar al vocero de las
FARC a hablar ante el Congreso, hizo un llamado contra el
confusionismo rampante: “Cuando uno es de una región donde
están los jefes paramilitares no se puede ser ajeno a
conocerlos. Pero que uno conozca a un jefe o a su familia no
quiere decir que uno sea paramilitar”, explicó. No menos
alarmado por los peligros de la estrategia de tensión, el
sector privado, a través del patronato industrial,
financiero y agropecuario, envió un mensaje de respaldo al
jefe de Estado. “La defensa de la institucionalidad del
Congreso la asume el sector privado sin vacilaciones”, dice
el comunicado.
Algunos observadores
temen que la exacerbación de
ese clima termine por afectar la economía del país.
Pues algo similar ocurrió a finales de
1994. En esa época, la economía estaba boyante, crecía al 6
por ciento y reinaba el optimismo. Pero las acusaciones
contra el presidente Ernesto Samper y el proceso 8.000 que
siguió por el papel de los dineros del narcotráfico en la
política, acabaron la fiesta. Hoy, de nuevo, la economía
va bien, reina la confianza y el índice de favorabilidad de
Uribe es excelente. Pero el asunto de la conexión entre
paramilitares y política, si no se tramita respetando la
presunción de inocencia y el debido proceso, podría crear
una situción de caos y de receso económico.
Alvaro Uribe es
el blanco de los odios de las FARC y de la extrema izquierda
urbana porque él impulsa una línea de contensión de la
guerrilla que ha dado buenos resultados y porque, al mismo
tiempo, avanza rápidamente en el desmantelamiento de las
bandas paramilitares. A mediados de 2002, recién elegido
presidente, Uribe propuso a la guerrilla y a los “paras”
cesar toda acción armada como prerequisito para la
negociación de paz. La mayor organización paramilitar, las
Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), aceptó esa idea y se
embarcó en un cese al fuego el cual es respetado hasta hoy,
aunque pequeños grupos “paras” hayan esquivado la
desmovilización. La guerrilla, en cambio, rechazó ese plan y
redobló sus ataques terroristas contra el jefe de Estado,
las fuerzas armadas, la infraestructura económica, continuó
la destrucción de pueblitos, el asesinato de alcaldes y de
otros representantes elegidos del pueblo y la extorsión de
la población en general.
El presidente
Uribe ha rechazado siempre haber hecho “pactos” o haberse
“reunido” con grupos paramilitares, acusación que sus
adversarios blandían, inútilmente, desde antes de que él
fuera elegido. La alegación rutinaria es que él tiene una
hacienda en una zona del departamento de Córdoba donde los
paramilitares eran fuertes.
Hoy en día la
desmovilización y desarme de los paramilitares es un hecho.
31 000 de ellos entregaron las armas. Se trata de un proceso
único en el mundo. De los citados, 19 son líderes, 42 son
jefes medios y 2 695 están acusados de haber realizado
atrocidades. Todos ellos están detenidos y esperan ser
juzgados por tribunales especiales. Sólo cuatro de los más
importantes jefes paramilitares, incluído Vicente Castaño,
no han ingresado al programa. Contra ellos hay órdenes de
captura en Colombia y en el extranjero.
El 27 de octubre Uribe reiteró su política de lucha frontal
contra los paramilitares que no se hayan sometido a la
justicia.
Todo ello es
inaceptable para las FARC la cual se encuentra arrinconada
por los militares
y se niega a adelantar la más mínima negociación con el
gobierno. El llamado “acuerdo humanitario”, que consistiría
en la liberación de 53 rehenes en poder de las FARC y la
excarcelación de 500 guerrilleros, ha fracasado varias veces
por las actitud negativa de éstas. El desprestigio de esa
banda es inmenso.
Desde luego, es
posible que exista o que haya existido una presencia de
paramilitares en el Congreso de la República. Si ello es
cierto la justicia debe hacer su trabajo y el país debe
conocer toda la verdad. Sin embargo, esa labor legítima del
ente investigador (la Fiscalía General y la Corte Suprema de
Justicia) no debe ser interferida ni manipulada por el bando
extremista con fines golpistas. En estos momentos, nueve
congresistas han sido llamados por la Corte. La Fiscalía
tiene previsto llamar a nueve ex parlamentarios. La Fiscalía
asegura que sus nombres aparecieron en el computador de un
paramilitar desmovilizado. Los cargos contra cuatro de
ellos, gentes hoy sin curul en el Congreso, son bastante
vagos: uno es acusado de “ser colaborador político” de
paras, otro de “ser cercano” de otro para, otro de haberse
“beneficiado de recursos” de los paras, otro es acusado de
“tener un expediente en Estados Unidos”. Aunque “la
recopilación de evidencia” no había concluído los nombres de
los cuatro fueron dados a la prensa. Tales métodos
irresponsables son criticados por muchos.
Otro rumor en
boga dice que la cifra de “involucrados” superaría las cinco
mil personas, y que en la lista habría 480 alcaldes, 1 200
concejales, 360 oficiales y suboficiales de la Policía, 720
oficiales y suboficiales del Ejército y 1 200 empresarios.
La amplitud de
la tarea de la Fiscalía parece pues considerable. No
obstante, ello no sería la máxima dificultad para una
investigación equitable. Pues entre los acusados hay
congresistas que entraron en contacto con paramilitares por
razones encomiables y otros no. El periodista Juan Gómez
Martínez resume así la situación: “Se ataca a unos
parlamentarios por haber hecho presencia en los lugares
donde estaban las autodefensas, hay que plantear qué se
pretendía con esas visitas: unos hicieron presencia en las
zonas de ese movimiento subversivo para buscar salidas
negociadas, otros para buscar respaldo político de los
integrantes de esos grupos por fuera de la ley, otros más
para pagar y que los de las Auc movieran a los votantes, aún
con amenazas, para conseguir el voto a su favor, otros por
acciones humanitarias, otros para buscar financiación, etc.
Unas visitas con intenciones buenas para el país, otras con
torcidas intenciones políticas y personales. Lo cierto es
que todos los que han participado en tales visitas deben
decir la verdad y eso es lo que ha pedido el señor
Presidente.”
Alvaro Uribe, en
efecto, declaró que respetará la decision de la Corte
Suprema de Justicia. “Serán los jueces de la República
quienes, en su sabiduría, dirán quienes tuvieron relaciones
coaccionados, quienes tuvieron que acudir a citas con un
fusil en la nuca, quienes fueron a citas o a reuniones por
razones humanitarias y quienes acudieron con el propósito de
conformar grupos delincuenciales”.
Distinguir entre
una y otra motivación, entre un hecho y otro, es clave en
estos momentos de clarificación. El problema reside en que
el Fiscal General, Mario Iguarán, no parece reunir las
condiciones de ecuanimidad para hacerlo. En septiembre
pasado, Iguarán fué protagonista de un sórdido escándalo. El
había permitido que un amigo suyo, un “mentalista” que
ejercía sobre él notable influencia, tuviera acceso a
información de extrema reserva de la Fiscalía, sin estar
autorizado, pues Armando Martí, el gurú en cuestión, no era
funcionario del organismo. Martí solía pasearse armado e
hipnotizar a algunos investigadores para sonsacarles
información. Martí hacía informes de inteligencia y ponía y
cambiaba funcionarios. La periodista María Jimena Duzán, de
El Tiempo, concluyó en esos días: “Estamos ante una
Fiscalía que neutraliza las denuncias en la cúpula y que las
negocia, como lo hace la mafia, haciendo pacto de no
agresión entre unos y otros”.
Nunca se supo realmente quien era Martí, ni si detrás de él
obraba una organización oculta, sectaria o política. No se
sabe tampoco si Martí continúa sus contactos con Iguarán. El
affaire fué arreglado a precio vil: con la salida del
vicefiscal Jorge Otálora.
“Cometí un error, pido excusas al país, pero no pienso
renunciar, fue, en resumen, la respuesta del Fiscal.
En ese mismo mes
de septiembre, el Fiscal General se apresuró a acusar a dos
militares como presuntos responsables de “falsos atentados
terroristas” en Bogotá, para luego tener que admitir que “ni
siquiera tenía indicios” contra ellos. En realidad, los dos
militares, expertos en inteligencia, participaban en una
frustrada operación el 31 de julio destinada a capturar a un
miembro del estado mayor de las FARC.
La Fiscalía había dado la información a la prensa sin
siquiera haber escuchado a los dos oficiales. El nuevo error
de Iguarán suscitó toneladas de insultos al Ejército y
relanzó, obviamente, la propaganda contra Colombia en el
extranjero.
Los “moralizadores” de turno carecen de
autoridad moral para dirigir la cruzada justiciera. El
senador Gustavo Petro, muy activo en la caza de brujas, fué
miembro de una de las organizaciones terroristas más
mercenarias y sanguinarias que conociera el país, el M-19.
Apoyado por La Habana, ese grupo terminó por firmar un
acuerdo de paz con el gobierno en 1990 y la amnistía que
benefició a sus militantes les permitió a algunos de ellos
ocupar cargos oficiales y llegar al Congreso. Esos ex
guerrilleros se oponen hoy a que la verdad se haga respecto
de las guerrillas y de sus atrocidades, que duran desde los
años 1950. Ellos se oponen a la política de seguridad
democrática y obstaculizan todo esfuerzo para que la onda
moralizadora alcance a los patrocinadores antiguos de las
guerrillas, como del extinto M-19, y a los actuales
orientadores y colaboradores discretos de las FARC y del
ELN.
Una muestra de la incapacidad
para hacer la luz sobre los crímenes cometidos por las
bandas de extrema izquierda, es el informe reciente de la
“Comisión de la Verdad”, integrada por tres ex magistrados
de la Corte Suprema de Justicia, que dijo haber investigado
lo que pasó en el Palacio de Justicia de Bogotá, atacado y
tomado por el M-19 en noviembre de 1985. En esa toma los
atacantes, empleando armas suministradas por un país
extranjero, mataron a dos vigilantes, a una ascensorista, a
11 militares y policías y a algunos magistrados-rehenes, e
incendiaron los archivos de la Corte Suprema de Justicia
cumpliendo órdenes de Pablo Escobar, jefe del Cartel de
Medellín que les había financiado la sangrienta “operación”.
Sin embargo, el presidente de la comisión tuvo que decir
ante la prensa que su investigación no había ido lejos, que
sólo había utilizado “relatos espontáneos” e “informes
anteriores”. El admitió: en el sentido estricto de la
palabra “no tenemos pruebas”. Hasta el día de hoy los únicos
enjuiciados por esa atrocidad del M-19 en el Palacio de
Justicia no son los atacantes sino algunos de los militares
que intervinieron en el rescate de 245 rehenes y en la
reconquista del edificio. El 15 de diciembre de 2005, el
Fiscal Iguarán reabrió la investigación y al único que citó
a comparacer como inculpado, por la presunta desaparición de
once personas durante ese grave acto de guerra, es un
coronel retirado, Edilberto Sánchez. Ningún miembro del M-19
ha sido vinculado a esa nueva investigación y desde ya se da
por sentado que la organizacion subversiva no tuvo “nada que
ver” con la desaparición de las once personas.
Nada es más sano que la justicia
lleve hasta el final las investigaciones sobre los
congresistas implicados en la conformación de grupos
paramilitares. Pero ese proceso no puede ser unilateral. La
justicia debe investigar igualmente la infiltración de las
FARC en el Congreso y en los otros organismos del Estado.
Pues esa infiltración existe. Algunos casos han sido
comprobados en Bogotá, Medellín y Cúcuta, sin que la
Fiscalía muestre gran celo en examinar el aspecto penal de
la cosa. Las FARC disponen de una estructura clandestina, el
llamado Partido Comunista Clandestino, o PC3, encargado de
dirigir la guerra política y las infiltraciones en las
empresas, en las universidades y en el aparato de Estado.
A los “moralizadores” actuales no les interesa ese tema.
Para ellos el crimen es excusable si es cometido desde una
perspectiva de izquierda. Ese maniqueismo es inadmisible.
Gustavo Petro quien pide cada semana la
cabeza del ministro de Defensa y aspira a defenestrar al
Presidente Uribe, elegido y reelegido democráticamente,
dice querer inventar un “nuevo sistema electoral y de
partidos”. Es más, para bloquear toda clarificación sobre lo
que ocurre, sobre todo para hundir en el olvido el papel del
M-19 en los hechos trágicos del Palacio de Justicia, el
senador izquierdista ha propuesto alegremente al Presidente
Uribe impulsar un “acuerdo nacional por la verdad” (que
exceptuaría claro está la verdad sobre la subversión armada
marxista) y endurecer la ley de Justicia y Paz con la cual
serán juzgados los desmovilizados.
¿Quien saldrá vencedor de esta contienda?
¿La clarificación sobre el papel de las guerrillas y de sus
adversarios los paramilitares en la larga historia de
violencias del país se hará conjuntamente? ¿Imperará el
negacionismo de la izquierda? Si éste se impone la obra de
pacificación del país conocerá un nuevo revés. La
responsabilidad del Congreso, de la Corte Suprema de
Justicia y de la Fiscalía es, pues, inmensa. Estos
organismos deben neutralizar a los manipuladores para poder
jugar el papel que la democracia colombiana espera de ellos.
* |
Periodista
colombiano,
autor del libro: "Les Farc, ou l'échec d'un communisme
de combat".
Editions Publibook, Paris, 593 páginas, diciembre de
2005. |