Por
más de 20 años Roland Anderson ha estudiado en el Acuario de
Seattle a los pulpos gigantes del Pacífico para registrar sus
comportamientos. Así ha conocido individuos agresivos,
dispuestos a lanzar sus tentáculos sobre cualquiera, o hembras
muy tímidas, como una a la que bautizó Emily Dickinson. En 1991
Anderson publicó “Las personalidades de los pulpos” y así
reabrió las puertas para la investigación de la personalidad
animal.
Todo dueño de mascota puede
asegurar que su compañero tiene una personalidad definida,
aunque en este caso los científicos prefieren hablar de
temperamento. Pero como Charles Siebert escribe en su reportaje
“El Ser Animal” para The New York Times, cada vez hay más
científicos estudiando los misterios de la evolución biológica
para entender el comportamiento de animales y humanos como
producto de la dinámica entre genes y medio ambiente. Uno de los
hallazgos es que compartimos con chimpancés, pulpos y arañas eso
que llamamos la personalidad individual.
Definir la personalidad ha sido
motivo de debate en los últimos 100 años. Si bien los animales
no tienen la capacidad reflexiva y el diálogo interno que
poseemos los humanos, los científicos intentan ubicar en ellos
ciertos rasgos como agresividad, afabilidad o temeridad, los
cuales podrían expresarse sin necesidad de una conciencia,
revelando así una forma consistente de ser. El asunto no es
nuevo, en 1872 Darwin publicó “La expresión de emociones en el
hombre y los animales” y ahora nuevas disciplinas como la
psiquiatría biológica y la psiquiatría molecular exploran las
maneras análogas como humanos y animales nos comportamos ante la
naturaleza y otros individuos.
Según estas teorías, de
nuestros ancestros no solo heredamos deudas, fortunas o
vajillas. La carga genética contiene ciertas predisposiciones
que se activan según nuestras primeras experiencias de vida y el
ambiente en el que crecemos, es decir, no llegamos a este mundo
como una página en blanco y a la vez este mundo nos ayuda a
escribir el libreto de lo que seremos. Lo mismo le sucede a los
animales. Lo que nos diferencia de ellos es que somos capaces de
entender, ajustar y mejorar concientemente nuestra personalidad
en la búsqueda de una vida mejor y más armónica.
Así que efectivamente somos
como las bestias, tal y como dice mi querido Emeterio Gómez en
su artículo del pasado domingo. Pero eso no significa que
necesariamente somos seres viles que solo nos elevaremos de
nuestras bajezas con la ayuda de Dios. Prefiero pensar que somos
una energía llena del potencial que nos regalaron nuestros
ancestros y que pondremos en movimiento según nuestras
experiencias y anhelos.
También podemos pensar que bajo
ciertas circunstancias podemos comportarnos como animales, de la
misma manera que algunos animales exhiben una personalidad muy
humana. El gran reto es convertir nuestro intelecto en la llave
que abra nuestra propia naturaleza, y a la vez, en el corral que
contenga nuestros más bajos impulsos.
ebravo@unionradio.com.ve