Hace
un par de horas comí el sushi más fresco que haya probado en mi
vida. Los trozos de macarela, atún, erizo y vieras se deshacían
con asombrosa suavidad. Por la ventana del restaurant era
posible ver las carretillas motorizadas que entraban y salían
del mercado de pescado de Tsukiji, según dicen, el más grande
del mundo. Y es fácil creerlo: miles de cavas de anime, llenas
de cuanto ser vivo habita el mar, se alinean bajo un inmenso
galpón donde colosales atunes son diseccionados con absoluta
precisión. En Tsujiki no hay algarabía, y más impresionante aún,
no huele a pescado.
La limpieza de Tokio es casi
obsesiva. Al salir del avión me reciben unas orquídeas
rozagantes junto a las cintas transportadoras. En la calle no es
posible ver un papel en el piso. Aquí los edificios lucen
consentidos, el asfalto terso, las áreas verdes como si
recibieran manicure. Luego de la Segunda Guerra, cuando casi el
70% de la ciudad fue destruida por las bombas, Japón se esforzó
en convertir su capital en una tacita de plata. Una taza de te,
claro está, como el que se toma en ciertos salones tras el rito
milenario. Pero también hay café, caliente y listo para llevar,
a cambio de 160 yenes en cualquiera de las miles de máquinas
expendedoras que acosan en cada esquina. En tres días he visto
dos mendigos, cuatro obesos y tres adolescentes con el cabello
verde eléctrico.
El sueño del futuro, Japón lo
duerme en el presente. En todas partes hay gente cabeceando, con
los ojos cerrados, quizás porque se levantaron a las 5 de la
mañana para subir al tren o se pasaron de tragos en los bares de
Roppongi la noche anterior. Vivir en la ciudad es un lujo: un
estudio de 23 metros en la exclusiva zona de Ginza cuesta $ 900
mensuales y dos melones de pedigrí se cotizan en $ 150 en la
tienda del hotel. Tras la crisis bancaria de los 90 y el
estancamiento de los últimos 15 años, los japoneses dicen sentir
de nuevo algo parecido a la fresca brisa del crecimiento.
Difícil pensar en crisis al caminar por estas aceras de
prosperidad donde la gente viste de manera impecable, es
puntualísima y jamás alza la voz. Anoche, mientras cenábamos,
nadie se inmutó cuando un ligero terremoto meció las lámparas
del restaurant. Yo me lancé un vaso de sake sin respirar.
Ayer palpé la fascinación de
este pueblo por la tecnología. En el Show Automotriz de Tokio,
mientras los fabricantes alemanes e italianos seducían al
público con la elegancia de sus diseños, los japoneses
arrebataban asombro con sus propuestas futurísticas: vehículos
híbridos, con celdas de hidrógeno, capaces de girar sobre si
mismos o tan compactos como una nuez. El presidente de Toyota
apareció ante los periodistas manejando un vehículo personal que
luce como la próxima generación del monopatín. La idea es que
los jóvenes vayan a la plaza en estas sillas rodantes con
pantallas de colores y asistidos por inteligencia artificial.
Imposible imaginarse este
primer mundo sin electricidad.
ebravo@unionradio.com.ve
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