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Postal desde Tokio 
por Eli Bravo
jueves, 20 octubre 2005

 

Hace un par de horas comí el sushi más fresco que haya probado en mi vida. Los trozos de macarela, atún, erizo y vieras se deshacían con asombrosa suavidad. Por la ventana del restaurant era posible ver las carretillas motorizadas que entraban y salían del mercado de pescado de Tsukiji, según dicen, el más grande del mundo. Y es fácil creerlo: miles de cavas de anime, llenas de cuanto ser vivo habita el mar, se alinean bajo un inmenso galpón donde colosales atunes son diseccionados con absoluta precisión. En Tsujiki no hay algarabía, y más impresionante aún, no huele a pescado.

            La limpieza de Tokio es casi  obsesiva. Al salir del avión me reciben unas orquídeas rozagantes junto a las cintas transportadoras. En la calle no es posible ver un papel en el piso. Aquí los edificios lucen consentidos, el asfalto terso, las áreas verdes como si recibieran manicure. Luego de la Segunda Guerra, cuando casi el 70% de la ciudad fue destruida por las bombas, Japón se esforzó en convertir su capital en una tacita de plata. Una taza de te, claro está, como el que se toma en ciertos salones tras el rito milenario. Pero también hay café, caliente y listo para llevar, a cambio de 160 yenes en cualquiera de las miles de máquinas expendedoras que acosan en cada esquina. En tres días he visto dos mendigos, cuatro obesos y tres adolescentes con el cabello verde eléctrico.

            El sueño del futuro, Japón lo duerme en el presente. En todas partes hay gente cabeceando, con los ojos cerrados, quizás porque se levantaron a las 5 de la mañana para subir al tren o se pasaron de tragos en los bares de Roppongi la noche anterior. Vivir en la ciudad es un lujo: un estudio de 23 metros en la exclusiva zona de Ginza cuesta $ 900 mensuales y dos melones de pedigrí se cotizan en $ 150 en la tienda del hotel. Tras la crisis bancaria de los 90 y el estancamiento de los últimos 15 años, los japoneses dicen sentir de nuevo algo parecido a la fresca brisa del crecimiento. Difícil pensar en crisis al caminar por estas aceras de prosperidad donde la gente viste de manera impecable, es puntualísima y jamás alza la voz. Anoche, mientras cenábamos, nadie se inmutó cuando un ligero terremoto meció las lámparas del restaurant. Yo me lancé un vaso de sake sin respirar.

            Ayer palpé la fascinación de este pueblo por la tecnología. En el Show Automotriz de Tokio, mientras los fabricantes alemanes e italianos seducían al público con la elegancia de sus diseños, los japoneses arrebataban asombro con sus propuestas futurísticas: vehículos híbridos, con celdas de hidrógeno, capaces de girar sobre si mismos o tan compactos como una nuez. El presidente de Toyota apareció ante los periodistas manejando un vehículo personal que luce como la próxima generación del monopatín. La idea es que los jóvenes vayan a la plaza en estas sillas rodantes con pantallas de colores y asistidos por inteligencia artificial.

            Imposible imaginarse este primer mundo sin electricidad.

ebravo@unionradio.com.ve 

 
 
 
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