A
más de treinta años de su muerte, la figura de Ernesto
Guevara de la Serna sigue siendo una fuente poderosa de
proyección de fantasmas que por su anacronismo se adelantó a
la estética post-moderna, convirtiéndose en una de sus
figuras emblemáticas. La mayor paradoja de la vigencia de
un entusiasmo tan persistente, es la de tratarse de una
figura que en su corta vida pública - apenas diez años -
acumuló más fracasos que aciertos. La otra vertiente de la
paradoja es que si hubiese logrado materializar su proyecto
en poder, hubiera generado, por su extensión - nada menos
que todo el continente latinoamericano - uno de los
regímenes totalitarios más extensos del planeta.
Pese a la
ideología del éxito que hoy impera, lo que parece despertar
la admiración que se le profesa, es precisamente su
condición de víctima, y de perdedor.
Perdió
ante los economistas en su intento de imponer un sistema de
producción destinado al imperativo del surgimiento del
“hombre nuevo”; ocasionando de paso, que su corta incursión
por la gestión económica, marcara el rumbo del desastre
económico cubano. En lo político, su lucha en pos del
surgimiento de una sociedad ideal, se estrelló contra la
realidad que imponen las normas culturales, producto de
siglos de historia, por lo que el "hombre nuevo" nunca vio
la luz en Cuba. Es sabido que las normas que rigen una
sociedad, no se transforman por simple decreto, ni
atendiendo a mandatos voluntarios (la transformación de un
cuerpo social, pese al voluntarismo más exacerbado, termina
imponiendo los imperativos que le son propios.) Y por
último, en lo militar, y por haber constituido el sustento
mayor de su acción, significa el más rotundo de sus
fracasos. El desenlace patético en el Congo, y el no menos
dramático en Bolivia que le costó la vida, lo demuestran.
La
segunda constatación, más sorprendente aún, es la
desproporción existente entre la admiración que se le
profesa en sectores anticonformistas y libertarios, y el
dogmatismo de su postura ideológica. Estos, reacios a toda
autoridad parecen ignorar que la acción política de Ernesto
Guevara se apoyaba en un dogmatismo inflexible que de
haberse convertido en poder, hubiesen sido ellos sus
primeras víctimas. No se debe olvidar que el primer campo de
trabajo de reeducación que se abrió después de la
revolución, destinados a aquellos que faltasen a la moral
revolucionaria, fue iniciativa del Che.
Su
personalidad intransigente defensor inquebrantable de su fe
lo acercaban más del estilo de un Savonarola que del líder
libertario al que se le suele asimilar. No son pues ni los
triunfos ni su idea de sociedad lo que mantiene la vigencia
de esa figura. Es más bien la orfandad ideológica en la que
se debate el mundo de hoy, regido por la impostura y la
corrupción, la que conduce al culto que se profesa al
hombre que marcó una época por haber sido consecuente al
extremo con los preceptos de su prédica. Ante la carencia
actual de figuras en donde apoyar la necesidad arcaica de
los hombres de contar con un guía con quien identificarse o
un redentor que les marque un camino, la figura del Che
Guevara aparece como un aliciente; suerte de reserva
afectiva, refugio protector en donde guarecer la espera de
tiempos mejores.
Desde que
se anunció el fin de la Historia y la muerte de las
ideologías, nunca el deseo de símbolos y de espiritualidad
se ha manifestado con tal agudeza. Es por ello que hoy, el
mercado de las imágenes ha resultado el gran favorecido de
esta situación, habiendo logrado así conjugar en un solo
ámbito, la vida política, el mundo de los negocios y el
espacio religioso.
La
consagración y la perennidad de la imagen del Che, su
transformación en símbolo y su proyección en el espacio
imaginario colectivo - y en ello también el Che como
producto mediático se adelantó a su época - fue obra de dos
fotógrafos que se encontraron en el sitio y el momento
precisos para fijar la imagen que le daría cuerpo al mito,
gestando así una memoria sin olvido, una manera de existir
para siempre ante los ojos del mundo.
En primer
lugar, el cliché que muestra el rostro revestido por un halo
patético, premonitorio de muerte, realizado por el Cubano
Korda, cuando el Che se le introdujo inopinadamente en el
visor de la cámara, en el transcurso de un acto en una
tribuna pública en La Habana; convertido luego en el célebre
cartel que desde hace treinta años recorre el mundo.
Y
en segundo término, la imagen de la muerte en Vallegrande,
del boliviano Freddy Alborta que, al otorgarle la
singularidad de un Cristo, realizó la concreción definitiva
de un destino. La paradoja radica en que la imagen de un
cadáver suele representar el fin de una trayectoria; en este
caso, significó el comienzo de la inmortalidad: no siempre
mata la muerte, y el Che no lo ignoraba. El martirologio
sufrido a manos de sus captores, con apoyo solícito de la
CIA, relegó al olvido sus fracasos y sus ideas dogmáticas.
Lo que se venera hoy, no son sus triunfos ni sus ideas, sino
la sacralización de un itinerario personal. Privó la
dimensión del ser ante el hacer. En ello consiste la
paradoja: en una época en que el “ser” tiende a desaparecer
en aras del “hacer”, se impuso su manera de existir. Ese ha
sido y es su mayor triunfo.
Su
popularidad se sustentó al principio en la fantástica escena
mediática que significó la Revolución Cubana, escenario de
proyección mundial desde donde predicó su fe inquebrantable
en la revolución y en la lucha armada; expresión que luego
reemplazó por la de “violencia revolucionaria”. Ernesto
Guevara sólo creía en la guerra, la vivía intensamente y la
consideraba como un medio de realización personal; en cuanto
a la política como arte de gobernar, sencillamente la
desdeñaba.
Por su
estructura mental, el Che se perfila como un personaje con
poca complejidad psicológica; su discurso es simple, sus
ideas no lo son menos. Ninguna sinuosidad viene a romper la
rectitud de la línea que se trazó desde que, tras el
desembarco del Granma, escogiera el fusil en lugar del
equipo médico. Su personalidad no posee la faz secreta, ese
lado oscuro que suelen poseer los grandes personajes de la
historia. Contrariamente a Fidel, hombre múltiple, de luces
y sombras, el Che es como la luz de mediodía que aplana los
volúmenes y quita todo relieve al mundo circundante.
Preocupado en extremo por el sentido que buscaba darle a su
vida, no se percibía en él una gran preocupación metafísica.
Se puede decir que él optó por encarnar la metafísica; su
propio cuerpo fue el mediador directo de esa búsqueda.
Desde su
niñez, a causa de su enfermedad, mantuvo con el cuerpo y con
la muerte una relación de estrecha complicidad. Ese cuerpo,
centro privilegiado de las preocupaciones de su madre,
devino la sede de su escenario privado, generando esa
inclinación precoz de hacer de su vida una auto ficción,
terreno feraz en donde fue preparándose el ámbito propicio
al surgimiento del mito. Vivía tan pendiente de sí mismo
que llegó a amoldar lo real a su sistema imaginario, a
someter el mundo a su propio escenario en aras de alcanzar
el designio que se había propuesto de antemano, y cual
Cristo, alcanzaría plenamente con su muerte: la
inmortalidad. Ensimismado en su cuerpo, sede de todos sus
fantasmas, cada síntoma, cada manifestación fisiológica la
consignaba en los diarios íntimos que, atendiendo a un
hábito precoz, llevó a lo largo de su vida. A las
manifestaciones de su cuerpo les otorgaba la misma alcurnia
que a los acontecimientos de alcance histórico; es una de
las singularidades del Diario de Bolivia.
A sus
comienzos titubeó entre ser un médico famoso o actor de
cine, o escritor, o metamorfosearse en hombre de acción;
optó por esto último. Se adjudicó el papel de héroe,
investido de una misión salvadora, poniendo su vida al
servicio de los otros, y, como es propio al oficio de héroe,
arrogándose el derecho de matar en aras de la salvación de
otros hombres.
Para el
Che participar en los combates significaba un goce y no
dudaba en practicar el asesinato ritual; es una de las
facetas de su personalidad que precisamente, ponen de
manifiesto las diferentes biografías recientemente
publicadas. “Cuando tenía en la mira del fusil a un soldado,
disparaba sin remordimiento porque sabía que así estaba
contribuyendo a luchar contra la represión y a salvar del
hambre a los niños que estaban por nacer”, dice a su manera
de explicación de esa tendencia que nunca disimuló porque,
sencillamente, era incapaz de disimulo. También afirmaba que
el revolucionario debía convertirse en una certera arma de
matar.
Su
necesidad de sentir la experiencia del combate cuerpo a
cuerpo lo distingue de un verdadero jefe militar, para quien
lo principal es ganar batallas, y no participar directamente
en ellas. Cuando esto sucede es porque las circunstancias
así lo requieren, y cuando es menester fusilar, ordena que
lo haga un pelotón destinado a esos efectos. El Che no
dudaba en ejecutar personalmente a traidores o sospechosos
de serlo. En la Sierra Maestra, pronto se percató que en
tanto extranjero, para alcanzar la legitimidad en el grupo y
establecer la autoridad a la que aspiraba, le era
indispensable afirmarse ante sus compañeros. El rito de
paso, en las circunstancias que impone la guerra, es la
infracción colectiva de la ley. Cometer el acto prohibido
por excelencia: el derramamiento de sangre - la secreción
humana con mayor carga sagrada. Se tiende olvidar, y por
ello se la idealiza, que la guerra se hace matando y ese
gesto es el ritual que sella entre los hombres la hermandad
más intensa; pacto de causa común que le otorga cohesión al
grupo.
Ese reto
constante de la muerte le proporcionó alcanzar la gran obra
maestra que fue la suya propia. En ese enfrentar y dar la
muerte, estaba también implícita la misión salvadora de la
que se sentía ungido; misión que le autorizaba a violar el
tabú mayor: el matar por mano propia, prerrogativa de los
héroes según las normas que gobiernan su acción.
No es que
ello borre la carga de culpabilidad que ese acto conlleva;
al contrario, la acción del héroe aparece justificada, al
brindarse éste como receptáculo o portador voluntario de la
culpabilidad del acto prohibido que el común de los mortales
le delega. Según Roger Callois, cuando surge en la sociedad
la necesidad de vengar un estado de humillación, la
tendencia es la de recurrir a la mediación del héroe; primer
paso hacia el surgimiento del mito: al héroe se le otorga el
derecho superior “no tanto al crimen, como a la culpabilidad
por delegación”: carga que el común de los mortales rehúsa.
El héroe,
al asumir la culpabilidad colectiva, adquiere su condición
de mito. El mito es entonces una creación que responde a una
necesidad psicológica y es también un instrumento de
reconocimiento colectivo; ese papel de mediador le confiere
también la calidad de símbolo.
Los
mecanismos de la creación y el funcionamiento de los mitos,
no sólo en sus componentes afectivos, son la clave para
desentrañar la paradoja que representa Ernesto Guevara y su
conversión en el Che. Sin embargo, ante todo, es necesario
señalar, volviendo a Roger Callois, que “el mito no es
atributo exclusivo de un héroe” y que se debe distinguir la
“mitología de las situaciones y la de los héroes”.
En el
ámbito latinoamericano y en el internacional, la mitología
de la situación que ha favorecido el surgimiento del mito
del Che, se generó en le contexto histórico de entonces; por
ello es necesario volver la mirada a aquel tiempo, volver al
pasado para situarlo en lo que, después de todo fue: un
hombre de su tiempo.
En
América Latina, tras el derrocamiento de Arbenz en Guatemala
en 1954, el andar de la historia parecía haberse detenido.
Sin embargo dos acontecimientos, casi concomitantes le
imprimen a la historia del continente un ritmo de crucero.
En 1958, un movimiento civil- militar derroca la dictadura
de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela y opta por la
instauración de un régimen democrático. Un año más tarde, en
Cuba, un movimiento liderado por Fidel Castro derroca la
dictadura de Fulgencio Batista e instaura una revolución
radical.
Esos dos
acontecimientos, que habiendo tomado senderos divergentes,
han caminado sin embargo paralelamente - y por cierto ambos
en crisis actualmente - proponiendo dos modelos del hacer
político y social en el continente. A los cuales se suma más
tarde la experiencia chilena de la Unidad Popular que
pretendió realizar la síntesis de ambos: justicia social con
democracia.
Ambos
demostraron rápidamente la voluntad de proyectarse en la
escena internacional. En Venezuela, el presidente electo,
impulsó la doctrina que lleva su nombre, la doctrina
Betancourt, cuyo objetivo era de favorecer la instauración
de regímenes democráticos en el continente, negándole
reconocimiento diplomático a los gobiernos de facto.
Mientras que la Revolución Cubana decretaba, sin tomar en
cuentas ni matices ni circunstancias históricas, una única
vía, la línea de la lucha armada. Su inmenso prestigio entre
las nuevas generaciones, arrastró a muchos jóvenes a sumarse
al designio de La Habana. El resultado fue una generación
inmolada; ésta, normalmente destinada a tomar el relevo de
los políticos de viejo cuño sucumbió en el intento. Aquellos
que no murieron, hoy viven la amargura de la derrota. Otros
persisten en querer repetir los mismos errores, sin
percatarse de que el conocimiento se forja, no en la
repetición de lo mismo, sino en el intento de otras vías, en
las que, inevitablemente, se cometerán errores, pero serán
inéditos, y de allí surgirá una nueva configuración acorde
con los retos actuales. De otra forma, se persistirá en las
acciones mediático-suicidas, tan comunes en nuestro
continente, engrosando así la larga lista de los mártires de
la revolución.
Primicias de la vía armada.
El 27 de
enero de 1959, - lo prematuro de la fecha reviste singular
importancia - tuvo lugar un foro organizado por el PSP
(antiguo nombre del partido comunista Cubano) en La Habana.
Allí “en el discurso más importante pronunciado por un líder
de la revolución, en el que se anunciaban las grandes líneas
de la política interna y externa de Cuba, - según apunta su
biógrafo americano, Anderson - el Ché
diseña los objetivos nacionales e internacionales de la
reciente revolución: democracia armada, reforma agraria,
confiscación y control de los bienes del mercado en manos
extranjeras y un llamado a los países de América Latina para
que adoptaran el modelo Cubano de revolución: “Hemos
demostrado que un pequeño grupo de hombres (...)que no tiene
miedo de morir puede vencer a un ejército regular (...) La
revolución no está limitada a la nación Cubana porque ha
tocado la conciencia de América”.
Pocos
días antes, el 23 de enero de 1959, en el primer viaje que
realizara a un país latinoamericano, Fidel Castro proclamó,
en un discurso pronunciado en la plaza de El Silencio de
Caracas, la guerra de guerrillas continental, pronosticando
que, siguiendo el ejemplo de Cuba, la Cordillera de los
Andes se convertiría en la sierra Maestra del continente. El
Che, por su parte, advierte a los gobiernos que los pueblos
latinoamericanos seguirán el ejemplo de Cuba y en el Primer
Congreso de Juventudes hace un llamado a la juventud
latinoamericana, incitándoles a “contemplar la belleza de la
muerte cuando se alcanza mediante el sacrificio colectivo
por la liberación”. “No siempre son necesarias las
condiciones para hacer la revolución, éstas pueden ser
creadas por el foco guerrillero”, afirmó ya en aquella
ocasión. Al voluntarismo de las proclamas de lucha, el Che
Guevara inculcó la idealización del campesinado como el
motor de esa lucha, sentando así las bases de la acción
guerrillera en el continente. El foco guerrillero, compuesto
por una élite restringida, debía crear las condiciones para
formar el ejército de liberación integrado por campesinos.
Poco importaba que se tratara de un país petrolero en donde
los campesinos habían emigrado a las ciudades, como era el
caso de Venezuela; o que los sindicatos campesinos (surgidos
tras una revolución que en 1952 realizó una reforma agraria)
hubieran firmado un pacto militar-campesino como en el caso
de Bolivia, en donde tal vez aquellos que hubieran
respondido a su llamado, habrían sido los obreros. Pero el
Che desconfiaba de los sindicatos obreros, considerados por
él como pequeño burgueses preocupados por reivindicaciones
saláriales.
En
el plano internacional la combustión en el llamado Tercer
Mundo, había llegado al paroxismo: guerras anticoloniales en
el África, guerra de Vietnam, masacres de comunistas en
Indonesia, intervención norteamericana en Santo Domingo etc.
contexto poco propicio al discurso moderado, pero sí las
expectativas del Che que preconizaba el enfrentamiento
violento de los débiles contra los países más poderosos.
Contra la supremacía de Estados Unidos, pero también contra
la URSS, por faltar a su deber de internacionalismo con los
países oprimidos. Por ello la guerra que intentaba librar
tenia para él un doble objetivo: vencer a la potencia
norteamericana, pero también obligar a los países
socialistas a volver a la senda de su vocación primigenia,
rehabilitándose de su traición a los principios.
Al
desencadenarse una situación bélica suficientemente amplia,
a la URSS no le quedaría otra opción que la de volver al
redil de la revolución. Que los países socialistas tuvieran
intereses de Estado era algo inadmisible para el Che; su
obligación era la de prestar una ayuda incondicional y a
fondo perdido.
La
postura de países asistidos ha calado muy hondo, sobre todo,
en el pensamiento de izquierda latinoamericano. La creencia
de que los países poderosos están obligados a ayudarnos por
haber explotado nuestras riquezas naturales, sin que medie
la noción de rentabilidad y menos aún la de trabajo, ha
quedado plasmado en el célebre libro de Eduardo Galeano, las
Venas abiertas de América latina: eficacia, competitividad,
son nociones ajenas a esta postura. Hoy, la configuración de
esa reivindicación de pueblos asistidos ha cobrado realidad;
las potencias se han percatado de lo ventajoso que es
convertir a los pueblos en indefinidamente pobres receptores
de caridad, encargando a miembros de las elites nacionales
de administrar esa caridad. Así los pobres se mantendrán en
la posición de subalternos, alejados de la noción de
ciudadanos con derechos y deberes, mientras que las elites
preservan su estatus de élites. Las ONG son los vectores del
comercio de la caridad que satisface a todos, perennizando
así la dinámica el amo y del esclavo, modelo de
funcionamiento de la sociedad que se instauró tras haberse
independizado América Latina de España; para no remitirme
más lejos en la historia.
El
atrevimiento del Che de empuñar las ramas - ese símbolo
fálico por excelencia -, de enfrentarse simultáneamente a
los países más poderosos del planeta, generó en América
Latina un sentimiento de rehabilitación nacional a escala
continental que generó una revalorización de la imagen
masculina del hombre latinoamericano, tan maltrecha por el
papel subalterno que le he tocado jugar ante la eficiencia
del poderoso Norte pragmático y eficiente.
Mientras
que en el contexto occidental, el mito del Che adquiere
vigencia debido a la acción que ese tipo de representaciones
colectivas ejerce sobre los individuos: éstas, al
transformarse en mitos, provocan una suerte de convergencia
afectiva, independientemente de los espacios geográficos y
de los parámetros culturales, hasta llegar a convertirse en
la historia de todos; esa historia que forma la memoria de
todos los pueblos. Y en ese orden de ideas no está de más
recordar que los principios que sustentan el mito del Che,
sintetizan los valores del patriarcado. Y ante los síntomas
de fragilidad que manifiesta hoy el modelo de comportamiento
masculino; y ante el debilitamiento de puntos de referencia
identitarios masculinos, el mito del Che por su poder como
factor de identificación, aparece como un modelo de
referencia que reconforta valores patriarcales que se han
ido paulatinamente, debilitando.
Del
aparato simbólico guevariano ha quedado excluido totalmente
lo femenino. Sin madre que acogiera su cuerpo en el momento
de su muerte; sin Verónica que le enjugara el rostro: sólo
queda que el tiempo demuestre el fin d una ilusión.
Tras la
muerte del Che los innumerables intentos de lucha armada que
se sucedieron en el continente, y las diferentes muestras de
nostalgia, constituyen la expresión de un duelo que aún está
por hacerse. Lo que demuestra lo poco fieles a las propias
enseñanzas de Ernesto Guevara que son sus admiradores pues
se niegan a considerar desde una perspectiva histórica el
episodio guerrillero ocurrido en Bolivia: no era propio de
Ernesto Guevara dejar pasar los acontecimientos sin
someterlos antes a un despiadado análisis.
París,
octubre 1996.
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Historiadora venezolana, consejera
editorial de webarticulista.net, experta analista del
castrismo, participó en la famosa Conferencia
Tricontinental de La Habana (1966) y recibió
entrenamiento militar en Cuba. |
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