Unas
semanas atrás, Hugo Chávez se creía invencible. Amenazaba
con perpetuarse en el poder si nadie salía a legitimarle un
triunfo que él creía seguro. Sus contendores le parecían tan
poca cosa que escogió a Bush como contrafigura. El Gulliver
de Sabaneta no quería medirse con liliputienses.
Chávez se
creía indispensable. Dueño de la voluntad de los
venezolanos. Amo de los barrios. Propietario del futuro del
país. Ungido de los dioses.
El
descontento del país, mientras tanto, había venido creciendo
sin brújula. La rabia se empozaba en las conversaciones de
sobremesa. La frustración corría sin cauce. La resistencia
desordenada no hacía mella.
Las cosas
empezaron a cambiar cuando un zulianito animoso le alborotó
el avispero. Manuel Rosales empezó a aguarle la fiesta. A
llenarle las calles. A alinear voluntades. A señalar
caminos.
Empezó por
metérsele en los barrios, enfrentando a las pandillas
entrenadas por el gobierno para quebrar entusiasmos. Pero
Rosales no se arredró. Demostró guáramo como tiene que
demostrarse: en esas pequeñas acciones cotidianas (no en
ampulosas declaraciones antiimperialistas).
Rosales se
negó a jugar con las cartas de Chávez. No respondió insultos
ni acusaciones tendenciosas. No dejó que el chavismo le
fijara la agenda. No perdió tiempo espantando moscas. Y la
gente fue agarrando el paso.
Alzado el
vuelo, Rosales y su equipo empezaron a jugar duro. A
denunciar y proponer, con un discurso agresivo pero
respetuoso. A Chávez le cuesta bregar con la decencia.
Perdió la iniciativa. Simplemente reacciona. Se limita a
embestir, siguiendo el trapo. Rosales lo está toreando.
El
triunfalismo oficialista le dio paso al miedo. Miedo de que
los barrios no sean suyos (y por eso las agresiones). Miedo
de que los programas de Rosales enamoren (y por eso las
ridículas denuncias de discriminación). Miedo de que la
gente pierda el miedo (y por eso las amenazas del "si te
atreves te arrepentirás")
El propio
Chávez empezó a ladrar retrocediendo y con el rabo entre las
piernas. La gente ya conoce esos ladridos… Después quiso
inspirar lástima, anunciando el enésimo intento de
magnicidio. Pero a la gente lo que le causó fue risa.
Ni pedradas,
ni denuncias, ni amenazas, ni ladridos ni quejidos han
logrado detener el deslave. Y el desesperado parlachín ha
tendido que recurrir a su último cartucho: la sensiblería
ramplona.
Ahora el
sepulturero del capitalismo mendiga amor en forma de votos.
El verdugo del imperialismo se arrodilla para pedir otra
oportunidad. El campeón de la guerra asimétrica, el
protector del terrorismo internacional, el delfín de Fidel
Castro… implora amor. ¡Cosa más ridícula! ¡Jumento eructando
flores!
Ahora
resulta que el tipo cambió a Carlos Marx por Corín Tellado.
Ahora resulta que el tipo nos ama. Como si el amor fuera
cuestión de declaraciones y no de acciones. Nadie cree en
esos maquillajes de última hora.
Chávez y su
comando no dan pié con bola. Nada de lo que hacen parece
salirles bien. Es que el miedo es muy mal estratega.
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Sociólogo, Profesor Titular de la Universidad de Oriente
(Venezuela) |