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El deporte
como arte
dramático
por Daniel Innerarity
- El País
miércoles,
14 junio
2006
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Si
Aristóteles y Schiller hubieran conocido las actuales
dimensiones de los espectáculos deportivos, con todos sus
ritos y entusiasmos desatados, no hubieran tenido que
cambiar demasiado sus poéticas. Todo estaba más o menos
contenido en aquella pregunta que se formularon: ¿cuál es el
motivo de nuestro placer en la contemplación de lo trágico?
Únicamente habrían tenido que sustituir los ciudadanos
atenienses o la burguesía culta del XVIII por los
espectadores de nuestros mundiales de fútbol. En uno u otro
caso, la cuestión filosófica es la misma. El placer del
espectáculo hay que explicarlo por el placer de la actividad
deportiva en sí misma, como dos cosas que sin ser idénticas
remiten a un mismo fenómeno que me gustaría resumir así:
experimentar como puro acontecimiento una acción corporal
ejecutada bajo condiciones difíciles.
El entusiasmo por el deporte es esencialmente entusiasmo por
una dramaturgia que obedece a una ley de culminación
inminente y siempre diferida. Las competiciones deportivas
se dirigen hacia apoteosis repentinas (el gol, por ejemplo),
pero de tal modo que nunca se sabe si la culminación ha
pasado ya o está por llegar. El que observa, experimenta
cómo una tarea, en sí misma sencilla, conduce a una plétora
de acciones complejas que ya no pueden ser totalmente
dominadas. Pues ninguno de los participantes activos o
pasivos puede saber cuándo, cómo y cuántas veces se llegará
a la culminación del encuentro deportivo. El interés por lo
incierto es algo que comparten el deportista y el
espectador. Ambos quieren llegar a un punto en el que a los
ojos de todos pasa algo incalculable. El deporte es así una
organización que está regulada para convertirse en una
escenificación de irregularidades.
El deportista está entrenado para dar algo que no está
seguro de poder dar. Está entrenado en orden a algo que no
puede ser entrenado: para llegar a los límites del propio
rendimiento. Con ello no estoy pensando primordial ni
exclusivamente en la conquista de nuevos récords. Cualquier
rendimiento deportivo exitoso es una coordinación de
rendimientos que no se puede garantizar. El éxito deportivo
no es algo producido por alguien. La capacidad del
deportista consiste propiamente en establecer las
condiciones de posibilidad del acierto, comportarse de tal
manera que ocasionalmente tenga lugar un acierto no
pretendido, estar ahí. La forma física, el entrenamiento, la
táctica son presupuestos para que en el momento de la verdad
el cuerpo haga algo que sobrepasa lo que puede hacer. Por
eso hay varias posibilidades, por eso el resultado final es
azaroso, por eso es aburrida la superioridad manifiesta, por
eso es legítimo apelar a la suerte, por eso la
responsabilidad es tan difícilmente imputable (o tan
gratuitamente imputada, por ejemplo, al árbitro o al
entrenador), por eso el lenguaje previo a la competición es
ostentosamente voluntarista. Forma parte de la normalidad
del deporte profesional conducir a acciones no normales,
acciones que no son controladas sino que acontecen.
Resulta muy significativo a este respecto lo insulsas que
suelen ser las explicaciones que los deportistas dan de lo
acontecido. Es que realmente no saben lo que les ha pasado.
Esa ignorancia es el núcleo del éxito deportivo. Los
deportistas se entrenan para una acción que, en última
instancia, no saben cómo se hace y nadie puede enseñarlo. Se
entrenan para el azar de su victoria. El triunfo se debió a
su buen entrenamiento, pero no fue un mero resultado de su
esfuerzo, no tiene el carácter de un rendimiento, sino de
algo que se añade a lo que son capaces de hacer en virtud de
su buena preparación. La victoria les cae en suerte. Las
cosas le salen a uno bien... o mal.
En ese elemento casual del éxito y el fracaso deportivo se
pone de manifiesto un profundo parecido entre las
intenciones de los que ven deporte y las de quienes lo
practican. Pese a sus evidentes diferencias, para ambos se
trata de algo que, por encima de todo lo pretendido, tiene
el inconfundible carácter de un acontecimiento. Lo que
ocurre es algo así como una autonomización del cuerpo. En un
momento o por una fase de tiempo, el cuerpo actúa por cuenta
propia, se convierte en pura física. La acción intencional
del deportista se transforma en el ímpetu inintencional de
su cuerpo. Lo que el hombre no puede, es culminado por su
cuerpo. En una acción certera tiene lugar algo que no puede
ser explicado simplemente a partir de las capacidades del
deportista, sino que remite al empuje del cuerpo, a una
energía que cobra vuelo propio, a una dinámica del
entusiasmo encarnado. El deportista es alguien que
públicamente y de manera virtuosa intenta hacer algo que no
puede. El deporte no es otra cosa que la celebración de esa
incapacidad.
El procedimiento del mito -decía Nietzsche- consiste en
hacer pasar el acontecimiento por una acción, explicar lo
que pasa como mero resultado de lo que alguien hace, poner
un sujeto detrás de los sucesos. La fascinación del deporte
se comportade manera inversa a la del mito. El deporte no
sugiere un mundo intencionalmente explicable, sino que
escenifica un mundo inexplicable en última y decisiva
instancia como resultado de intenciones. Toda acción trabaja
en orden a un acontecimiento que no puede ser descrito y
comprendido como acción. El deporte muestra el cuerpo de los
jugadores en una lucha con los acontecimientos desatados por
sus propias acciones, una lucha que únicamente podrán
superar si trascienden su poder en el momento decisivo, en
la medida en que se entregan al movimiento autonomizado de
su cuerpo. El sentido de todo su esfuerzo consiste en
convertirlo en elegancia, es decir, en hacer pasar su acción
por puro acontecimiento. Los acontecimientos deportivos
desarrollan el drama de una transformación siempre
arriesgada de la acción pretendida en acontecimiento
involuntario.
Si esta interpretación es correcta, permitiría sacar alguna
que otra conclusión. La fundamental es que el mundo moderno
festeja en el deporte los misterios de la contingencia. Allí
donde aparentemente se trata de hacer ostentación del pleno
dominio corporal del espacio y el tiempo, lo transforma en
un juego de resultado imponderable. El deporte establece
rituales de una praxis corporal llevada a cabo por actores
que no están en posesión de sus fuerzas decisivas. De este
modo el deporte dirige la atención del hombre a la base
natural indisponible de su poder y lo muestra en su lugar
más sensible: en su propio cuerpo. En el deporte, la
naturaleza física se le presenta al hombre simultáneamente
como condición y como límite. El deporte es una celebración
de la incapacidad humana para hacerse físicamente señor de
sí mismo. En el deporte, el ser humano festeja sus
capacidades físicas pero también los límites de esas
capacidades y, con ello, los límites de su poder sobre sí y
el mundo.
Esto es lo que, en mi opinión, el deporte suele ser y debe
ser, pero que no siempre es. Mucho de lo que sucede hoy en
el mundo del deporte corresponde más bien a lo contrario de
la imagen que acabo de ofrecer. El deporte degenera en
ocasiones hacia una mitología del deporte, precisamente en
aquel sentido de mitología que está en el fondo de la
definición de Nietzsche: declara todo acontecimiento como
acción, como producción intencional. En buena medida, el
deporte es impulsado como máxima expresión de una voluntad
de poder estar enamorada de sí misma. Aunque su exaltación
escenificada aparente lo contrario, la finalidad propia del
deporte es traicionada por esa ideología. En ningún caso se
muestra esto mejor que en el doping. Generalmente es
criticado porque ofrece a los atletas ventajas prohibidas y
porque, a largo plazo, es una amenaza para su salud. Ambas
cosas son dignas de consideración, pero pasan por alto el
núcleo de lo antideportivo del doping. Todo podría
solucionarse si se ofrecieran a todos las mismas ventajas y
se eliminaran sus efectos secundarios. El doping es
desprecio de la actividad deportiva en cuanto tal. Quien se
dopa, niega los límites de su propia capacidad, no quiere
convencerse ni percibir en la culminación de su potencia que
todo el sentido de la actividad deportiva descansa en la
posible experiencia positiva de esos límites. En esta
medida, el doping es una expresión plenamente consecuente de
aquella ideología del deporte que sólo celebra en él la
voluntad de poder, pero no la experiencia de su superación.
También se podría decir: en ella aparece el cuerpo
únicamente como instrumento de la victoria, pero no como
medio incalculable de la resolución de las competiciones
deportivas.
Todos los argumentos contra la deformación del deporte
deberían apelar a la fascinación estética primaria del
fenómeno que tratan de salvar. La fuente de esa fascinación
es aquel espectáculo público de la imponderabilidad a la que
apunta toda acción deportiva (a diferencia de la mayoría de
las otras acciones). Por eso el deporte es una imagen de la
vida misma, de su gozosa e inquietante imprevisibilidad, de
su risible seriedad. Por eso no es cierto que acudamos al
deporte para escapar de la vida real; lo que buscamos es
vida en estado puro, invadidos por la sospecha de que hay
demasiada trampa en la que vivimos.
* |
Profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
Artículo publicado originalmente en El País,
edición del 14 junio 2006 |
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