Hasta
el mediodía de ayer domingo el enfrentamiento entre la
"revolución" bolivariana e importantes contingentes de
venezolanos había seguido el curso de un cierto forcejeo
civilizatorio, que no porque a veces dejara asomar las
cabezas de Lina Ron y el gordo Donatello implicaba una
ruptura que condujera a una crisis mayor.
Se vio en
aquellos primeros meses de 1999 cuando Chávez apeló a la
iracundia de "sus" masas para doblegar la resistencia de la
partidocracia, en los diversos escándalos que durante 2000
motivaron la formación de una oposición cada día más
creciente, y aún en los meses decisivos de enero y febrero
en que pareció que el desafío entre oficialismo y oposición
tendría un resultado final.
Lo de
ayer, sin embargo, fue otra cosa, se movió en otra
dirección, con Chávez obstaculizándole a la oposición
cualquier escape que no fuera la violencia y él mismo
colocándose al borde del abismo en que no le queda otro
recurso que reprimir o reprimir.
Por tanto
es imposible no pensar en el "estado de excepción", que aun
cuando está limitado por la propia Constitución, no se
explicaría sino por la decisión de Chávez de convertirse en
un dictador puro y simple, de los que se despeñan por el
atajo de la represión, con poco o ningún cuidado del Estado
de Derecho, ni la opinión pública nacional e internacional.
Porque es
que si hay algo claro, y que no admite dudas, es que la
oposición no va a retroceder, convencida como está de que el
proyecto chavista es simple y llanamente un esperpento
histórico, sólo tolerable hasta donde puede comportarse como
una curiosidad inocua, risible y extravagante.
Un
accidente caído de la peor casualidad venezolana, de un
tiempo en que se buscaban estadistas que contribuyeran a
sacar el país de una crisis y se cayó en manos de una sarta
de comisarios.
Por si
fuera poco ideologizados, llegados de las utopías del siglo
XX, que si tenían algo de universal era que anclaban sus
raíces en el cristianismo primitivo y el fin del milenio.
En la
misma onda de aquellos individuos que se llamaban los
talibanes de Afganistán, que campearon a sus anchas durante
cinco años, portando y haciendo realidad los ideales de una
teocracia del primer milenio y en absoluto interesados en lo
que ocurría más allá de las fronteras del Asia central, ni
en estrategias políticas que no estuvieran autorizadas en
las aleyas del Corán.
Llegaron
los atentados del 11 de septiembre, sin embargo, y todo
cambió en cuestión de segundos, todo catapultó hacia otro
extremo la percepción de los talibanes que se vieron
rápidamente enfrentados a una guerra y expulsados del
santuario que con tanta seguridad e impunidad habían
heredado.
Quiero
decir que a efectos nacionales el domingo 7 de abril puede
ser el equivalente del martes 11 de septiembre, con más y
más venezolanos descubriendo la índole exacta del
experimento talibán chavista, convenciéndose de que sólo por
la fuerza es posible hacerlo retroceder y dispuestos a
correr los riesgos que implica tratar de despertar de
semejante pesadilla.
Una
confrontación de otro orden, donde no pocas de las argucias
serán puestas de lado y convertidas en la decisión de que el
enemigo debe abandonar el campo de batalla.
Hoy
entonces Venezuela amanece con aires de cuartel, con miles
de voces clamando por el enfrentamiento definitivo y
conscientes de que la hora del todo o nada está cerca, y que
de ahora en adelante ya no es posible abandonar la calle
hasta que Chávez sea obligado a tomar la decisión de irse.
De parte
de Chávez y el chavismo las opciones tampoco dejan vías de
escape, ya que es imposible pensar que una presión de masas
con fines eminentemente subversivos no tenga una respuesta
armada, violenta.
Entre
tanto la huelga petrolera en ciernes, el llamado a paro
general y las manifestaciones que ya empiezan a sentirse por
todo el país, dan la pauta de lo que será la semana más
larga de la historia venezolana reciente, que es posible
contenga el milagro de un entendimiento de última hora entre
las partes, o la tragedia de aquel viajero de La máquina del
tiempo de H.G. Wells que regresa del futuro con una flor
marchita.