Les Battements du monde es un diálogo entre el alemán
Peter Sloterdijk, el más iconoclasta de los filósofos
contemporáneos europeos, y el francés Alain Finkielkraut, el
menos políticamente correcto de los intelectuales de
izquierda franceses. En este libro ambos filósofos intentan
hacer un balance de lo que fue el siglo XX.
Comienzan abordando el tema
primordial cuando se trata de temporalidad: ¿Qué significa
ser contemporáneo?
No se trata de compartir fechas
de nacimiento, sino una manera de abordar el mundo, de
responder al escándalo de la existencia. Se supone que en
Europa esa lectura compartida es posible. Sin embargo,
cuando la caída del Muro de Berlín devino paradigma de todas
las formas de exclusión, estalla en Yugoslavia un movimiento
que entra en la historia en sentido contrario: eslovenos y
croatas deciden salir del comunismo y entrar en Europa por
la vía del nacionalismo. Un país europeo erige fronteras en
el mismo momento en que Europa las deroga. Entonces, pese a
compartir el mismo calendario, los europeos deben admitir
que no todos son contemporáneos de la misma temporalidad
histórica.
Tal vez lo que compartan y haga
contemporáneos a cierta categoría de europeos, es tener en
común un mismo currículo de decepciones: estar de regreso
del marxismo, del psicoanálisis, del orientalismo. Poseer
esa riqueza de decepciones, ese desencanto tónico, permite
el desplazamiento hacia derroteros más abiertos.
El cielo del siglo XX ostenta
un sinnúmero de estrellas apagadas, o tal vez habría que
compararlo con un museo de los errores. Para estos
filósofos, contemporaneidad significaría, entonces, haber
participado en un aprendizaje negativo, haber compartido las
mismas decepciones.
No obstante, deben constatar
que aunque no estemos despiertos del todo, se nos propone
otro milagro, otro triunfo, otro optimismo: el de la
democracia sin fronteras. El enfrentamiento se da entonces
entre la opción del regreso a un pasado idealizado y la
opción del progreso. La primera considera el mundo en
términos de traición, rebelión, de blasfemia. La
progresista, al contrario, convencida de la superioridad del
presente sobre el pasado, considera a este, miserable,
bárbaro, y siente que no ha "perdido nada sino sus cadenas".
La misión del filósofo
Lo que se le plantea al
intelectual ante la solicitud de nuevas creencias, es
responder con una nueva definición del conocimiento. Pare
ello se requiere que se interpreten los mecanismos
moralizadores que conducen al engagement —pésele a
Sartre— y a buscar la manera de romper con la obligación del
compromiso —esa conversión exaltada de la tragedia—. No es a
partir de la libertad que se adopta una causa, y no son
seres libres quienes escogen una lucha: son marionetas
incapaces de romper el círculo predeterminado en el que se
encuentran presos.
La "invasión monstruosa de la
historia" atrapa en sus garras hasta a los que ignoran su
existencia. Por esa razón, para estos dos filósofos, la gran
figura del siglo XX no será Camus sino Sartre. Para la
intelligentsia hegeliano-marxista (que no ve en la
historia la "efracción" de la tragedia, sino la epopeya de
la filosofía), es en la acción histórica donde se inscriben
los conceptos y se juega el destino de lo universal.
Al desplazar la filosofía de
los libros y de los filósofos, la misión del verdadero
filósofo comprometido no tiene nada que ver con la de sus
ilustres ancestros: Voltaire, Victor Hugo, Emile Zola,
puesto que estos abrían caminos, mientras que Sartre corre a
la zaga de los que hacen la historia. Antes, el filósofo
contribuía con su palabra a la educación del género humano,
mientras el filósofo comprometido debe dar explicaciones
sobre su tren de vida, su confort.
El intelectual comprometido no
sólo responde a la "urgencia", también debe hacerlo a la
"acusación". Aun cuando se lance al combate, seguirá
considerándose culpable por esgrimir sólo palabras en lugar
de armas. Sin embargo, pese a que se rechace el sentido del
compromiso sartreano no debemos caer en el no-compromiso.
Pero, ¿cómo no ser arrollados por el torbellino, y atraídos
hacia el centro de gravedad que significa llevar a cuestas
el peso del mundo? La respuesta radicaría en encontrar el
equilibrio sin ceder al heroísmo y sin complacencias a la
frivolidad.
Ante la campaña contra los "nuevos reaccionarios" —como
llaman sus contrarios a aquellos intelectuales que no se han
inclinado ante la estrechez de lo políticamente correcto—,
Finkielkraut y Sloterdijk constatan que la denuncia
moralizante fue un recurso empleado por los jacobinos en el
período de la radicalización de la revolución francesa, al
comprender que para sobrevivir en medio del torbellino había
que calumniar antes que lo hicieran los demás. "La calumnia
es la primera arma del pueblo, de los amigos del pueblo".
Circo y Bolsa
La sociedad de hoy es una sociedad del escándalo que se
inspira del circo romano que transformaba el duelo militar
en un espectáculo de masa. Es así como el fascismo llega
disfrazado de anti-fascismo. Nos creímos liberados del
"idealismo radical" al haber criticado la impostura
comunista: nos equivocamos. Robespierre siempre merodea.
Pero la existencia de esos falsos escándalos que alimentan
al circo actual, provienen de la monetarización de la
verdad.
La opinión pública se
convirtió en una Bolsa en la que se invierten acciones de
opinión. Lo serio hoy es el capitalismo de opinión, un
mecanismo que confunde la Bolsa periodística con el circo
romano. El espacio público de la modernidad está penetrado
por dos mecanismos que compiten: las acciones de opinión y
las sensaciones del circo. Muchos creen que no existe otra
vida fuera del circo, de ahí que la visión del mundo de hoy
sea lo que diferencia a los perdedores y a los ganadores.
Cuando se comprende que en
las arenas actuales se corre el riesgo de perder las
ventajas, se realiza un último esfuerzo para negar la
derrota. Es la grieta por la que se desliza el terrorismo
jacobino. Pero la inmunidad contra la tentación fascista es
frágil, sobre todo cuando se presenta bajo la máscara del
Bien. El trabajo de civilización que nos interpela hoy
debería ser establecer un código de combate que implique la
preocupación por el enemigo, lo que significaría el gesto
primordial de una ética civilizadora de los conflictos.
Quien no quiera sentirse responsable del enemigo es porque
ha cedido a la tentación de lo peor. A la posibilidad de
masacre, simbólica o real.
Regenerar el espacio en
donde reinaba el pacifismo académico es la tarea para
resistir a la infección del circo generalizado. Todavía
somos prisioneros de un mecanismo que debutó con el
movimiento de radicalización de la Revolución Francesa al
imponer el irredentismo que perdura hasta nuestros días. La
revolución es siempre un proyecto por realizar, por lo
tanto, posee una estructura irredentista. La irrupción del "infinitismo"
en el espacio político, impide que se determinen si se han
logrado o no las metas políticas.
La idea de la
insatisfacción, de la revolución permanente, es el absurdo
de no comprender que es el proceso del capital mismo el que
se ha convertido en revolución permanente (el estado puro
que capitalismo y trostkismo fusionaron durante la segunda
mitad del siglo XX), mientras que toda la intelligentsia
radical del Occidente constituyó una gran coalición para
producir falsas descripciones del mundo en que vivimos.
Se importa hacia Europa una
noción de pobreza, y todo ello para evitar participar en el
verdadero cambio moral de nuestro tiempo, la metanoia
a propósito de la naturaleza de la riqueza. Así negamos la
existencia de la riqueza, con la convicción de ser pobres y
para siempre. No tenemos nada que dar, lo que nos permite
mantener la miseria de aquellos que viven realmente en la
desolación.
Pero los radicales de los
países ricos se apropian de las víctimas, lo que conduce a
plantearnos una crítica de la razón de víctima. Inundados
por la epidemia del resentimiento, se alimenta la adicción a
la violencia. La política de la fuerza moral es substituida
por el uso sistemático de la fuerza militar. Se impone la
concepción obsoleta de la virilidad al considerar que
renunciar al derecho a disparar y las iniciativas de paz,
son signos de debilidad y de cobardía. Por otro lado,
Estados Unidos reclama para sí el doble estatus: el de
superpotencia y el de supervíctima.
¿Un western político?
La democracia es modesta, escribió Albert Camus. Hoy
Occidente es testigo de una problemática que Estados Unidos
comparte con el mundo árabe: ninguno de los dos ha tenido la
experiencia de la sumisión del orgullo salvaje del ciudadano
ante la soberanía del Estado. Ninguno ha depuesto sus armas
ante la entrada del templo de la democracia, de allí que
estemos condenados a un western político que está
dando lugar a una guerra mundial interminable.
Arrogancias y armas deben
deponerse para entrar en el reino de la civilización, pero
ello significaría un trastoque del modelo de la virilidad
identificado con el porte y uso de las armas. La democracia
exige la aceptación de esa castración y una verdadera
lección de modestia. El papel que se le ha dado al
intelectual europeo de hoy le exige explicar lo que hacen
los norteamericanos: ¿Por qué es necesario que exista un
Leviatán histérico? Son el Leviatán debido a su enorme poder
y son histéricos porque tienen conciencia de su debilidad
ilimitada. Es necesario entonces reclamar el privilegio de
la neutralidad: una ética del no-combatiente que permita que
se pueda observar el campo de batalla.
En cuanto a la visión de los
vencidos y a la lógica de la humillación, ésta desarrolla
una concepción paranoide de la historia que los europeos
también desarrollaron debido a las guerras napoleónicas,
cuando nació el nacionalismo antidemocrático. De allí que
los países vencidos separen la causa de la nación de la
causa de la libertad. Así se explican todas las
contradicciones y todas las monstruosidades del fascismo.
Pero la humillación puede significar también pereza: es más
cómodo ser humillado, porque impide plantearse la cuestión
de cómo pasar de la impotencia al poder.
El resentimiento es el
camino que escoge la impotencia para ser usada como una
actitud de fuerza. El no-poder como poder, el no-querer como
querer, en el fondo son actitudes reaccionarias. El acto por
excelencia del resentimiento es el atentado suicida.
El culto de la víctima a la
europea se practica como un "victimismo" del otro. Los
norteamericanos han descubierto las delicias del "victimismo"
de sí, ya que, según piensan, las mayores víctimas de la
humanidad son ellos mismos. El "victimismo" narcisista de
unos y el amor propio penitenciario de los otros, suman lo
mismo. Es difícil prever cómo vamos a salir de esta célula
de una subjetividad moralizadora irreal. Ninguno parece
querer encontrar una ética de la responsabilidad y de la
madurez moral.
El sitio ideal del
intelectual debería ser la frontera entre la contemplación y
el compromiso. Estar seguro de que al actuar, no sea la
marioneta quien lo haga. Parafraseando a Paul Valery a
propósito de Mr. Teste: "Él mató la marioneta que llevaba
dentro".
Según admiten ambos
filósofos, el proceso al siglo XX queda inconcluso, ya que
la izquierda, al contrario de la derecha, se ha beneficiado
de una auto-amnistía. La izquierda constituye una parte de
la sociedad que se perdona a sí misma los errores cometidos.
Aprovechando el lazo profundo entre don y perdón que
apareció a finales del siglo pasado, la izquierda supo
aprovechar astutamente ese descubrimiento para reclamar el
don de la inocencia a su favor.
Según ella, todo se le debe
perdonar a los que han tenido la buena voluntad de cambiar
el mundo. La izquierda nunca se presentó al juicio donde
debían ser juzgados los crímenes cometidos en nombre de sus
propios valores. Es como si los "crímenes de la izquierda"
fuesen actos sin autor.
Considerar el fenómeno
humano no como un problema a resolver, sino más bien como un
enigma acerca del cual no debemos cesar de interrogarnos,
podría ser la conclusión de este intento de deslastre de
utopías y de dogmas.
* Alain
Finkielkraut y Peter Sloterdijk, Les battements du monde,
París, Pauvert/Arthème Fayard, 2003. |