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Las palpitaciones del mundo
por Elizabeth Burgos         
domingo, 13 febrero 2005
 

Peter Sloterdijk y Alain Finkielkraut:
Un diálogo sobre el siglo XX.


Les Battements du monde
es un diálogo entre el alemán Peter Sloterdijk, el más iconoclasta de los filósofos contemporáneos europeos, y el francés Alain Finkielkraut, el menos políticamente correcto de los intelectuales de izquierda franceses. En este libro ambos filósofos intentan hacer un balance de lo que fue el siglo XX.

 

Comienzan abordando el tema primordial cuando se trata de temporalidad: ¿Qué significa ser contemporáneo?

No se trata de compartir fechas de nacimiento, sino una manera de abordar el mundo, de responder al escándalo de la existencia. Se supone que en Europa esa lectura compartida es posible. Sin embargo, cuando la caída del Muro de Berlín devino paradigma de todas las formas de exclusión, estalla en Yugoslavia un movimiento que entra en la historia en sentido contrario: eslovenos y croatas deciden salir del comunismo y entrar en Europa por la vía del nacionalismo. Un país europeo erige fronteras en el mismo momento en que Europa las deroga. Entonces, pese a compartir el mismo calendario, los europeos deben admitir que no todos son contemporáneos de la misma temporalidad histórica.

 

Tal vez lo que compartan y haga contemporáneos a cierta categoría de europeos, es tener en común un mismo currículo de decepciones: estar de regreso del marxismo, del psicoanálisis, del orientalismo. Poseer esa riqueza de decepciones, ese desencanto tónico, permite el desplazamiento hacia derroteros más abiertos.

 

El cielo del siglo XX ostenta un sinnúmero de estrellas apagadas, o tal vez habría que compararlo con un museo de los errores. Para estos filósofos, contemporaneidad significaría, entonces, haber participado en un aprendizaje negativo, haber compartido las mismas decepciones.

 

No obstante, deben constatar que aunque no estemos despiertos del todo, se nos propone otro milagro, otro triunfo, otro optimismo: el de la democracia sin fronteras. El enfrentamiento se da entonces entre la opción del regreso a un pasado idealizado y la opción del progreso. La primera considera el mundo en términos de traición, rebelión, de blasfemia. La progresista, al contrario, convencida de la superioridad del presente sobre el pasado, considera a este, miserable, bárbaro, y siente que no ha "perdido nada sino sus cadenas".
 

La misión del filósofo

Lo que se le plantea al intelectual ante la solicitud de nuevas creencias, es responder con una nueva definición del conocimiento. Pare ello se requiere que se interpreten los mecanismos moralizadores que conducen al engagement —pésele a Sartre— y a buscar la manera de romper con la obligación del compromiso —esa conversión exaltada de la tragedia—. No es a partir de la libertad que se adopta una causa, y no son seres libres quienes escogen una lucha: son marionetas incapaces de romper el círculo predeterminado en el que se encuentran presos.

 

La "invasión monstruosa de la historia" atrapa en sus garras hasta a los que ignoran su existencia. Por esa razón, para estos dos filósofos, la gran figura del siglo XX no será Camus sino Sartre. Para la intelligentsia hegeliano-marxista (que no ve en la historia la "efracción" de la tragedia, sino la epopeya de la filosofía), es en la acción histórica donde se inscriben los conceptos y se juega el destino de lo universal.

 

Al desplazar la filosofía de los libros y de los filósofos, la misión del verdadero filósofo comprometido no tiene nada que ver con la de sus ilustres ancestros: Voltaire, Victor Hugo, Emile Zola, puesto que estos abrían caminos, mientras que Sartre corre a la zaga de los que hacen la historia. Antes, el filósofo contribuía con su palabra a la educación del género humano, mientras el filósofo comprometido debe dar explicaciones sobre su tren de vida, su confort.

 

El intelectual comprometido no sólo responde a la "urgencia", también debe hacerlo a la "acusación". Aun cuando se lance al combate, seguirá considerándose culpable por esgrimir sólo palabras en lugar de armas. Sin embargo, pese a que se rechace el sentido del compromiso sartreano no debemos caer en el no-compromiso.
Pero, ¿cómo no ser arrollados por el torbellino, y atraídos hacia el centro de gravedad que significa llevar a cuestas el peso del mundo? La respuesta radicaría en encontrar el equilibrio sin ceder al heroísmo y sin complacencias a la frivolidad.


Ante la campaña contra los "nuevos reaccionarios" —como llaman sus contrarios a aquellos intelectuales que no se han inclinado ante la estrechez de lo políticamente correcto—, Finkielkraut y Sloterdijk constatan que la denuncia moralizante fue un recurso empleado por los jacobinos en el período de la radicalización de la revolución francesa, al comprender que para sobrevivir en medio del torbellino había que calumniar antes que lo hicieran los demás. "La calumnia es la primera arma del pueblo, de los amigos del pueblo".

Circo y Bolsa
La sociedad de hoy es una sociedad del escándalo que se inspira del circo romano que transformaba el duelo militar en un espectáculo de masa. Es así como el fascismo llega disfrazado de anti-fascismo. Nos creímos liberados del "idealismo radical" al haber criticado la impostura comunista: nos equivocamos. Robespierre siempre merodea. Pero la existencia de esos falsos escándalos que alimentan al circo actual, provienen de la monetarización de la verdad.

La opinión pública se convirtió en una Bolsa en la que se invierten acciones de opinión. Lo serio hoy es el capitalismo de opinión, un mecanismo que confunde la Bolsa periodística con el circo romano. El espacio público de la modernidad está penetrado por dos mecanismos que compiten: las acciones de opinión y las sensaciones del circo. Muchos creen que no existe otra vida fuera del circo, de ahí que la visión del mundo de hoy sea lo que diferencia a los perdedores y a los ganadores.

Cuando se comprende que en las arenas actuales se corre el riesgo de perder las ventajas, se realiza un último esfuerzo para negar la derrota. Es la grieta por la que se desliza el terrorismo jacobino. Pero la inmunidad contra la tentación fascista es frágil, sobre todo cuando se presenta bajo la máscara del Bien. El trabajo de civilización que nos interpela hoy debería ser establecer un código de combate que implique la preocupación por el enemigo, lo que significaría el gesto primordial de una ética civilizadora de los conflictos. Quien no quiera sentirse responsable del enemigo es porque ha cedido a la tentación de lo peor. A la posibilidad de masacre, simbólica o real.

Regenerar el espacio en donde reinaba el pacifismo académico es la tarea para resistir a la infección del circo generalizado. Todavía somos prisioneros de un mecanismo que debutó con el movimiento de radicalización de la Revolución Francesa al imponer el irredentismo que perdura hasta nuestros días. La revolución es siempre un proyecto por realizar, por lo tanto, posee una estructura irredentista. La irrupción del "infinitismo" en el espacio político, impide que se determinen si se han logrado o no las metas políticas.

La idea de la insatisfacción, de la revolución permanente, es el absurdo de no comprender que es el proceso del capital mismo el que se ha convertido en revolución permanente (el estado puro que capitalismo y trostkismo fusionaron durante la segunda mitad del siglo XX), mientras que toda la intelligentsia radical del Occidente constituyó una gran coalición para producir falsas descripciones del mundo en que vivimos.

Se importa hacia Europa una noción de pobreza, y todo ello para evitar participar en el verdadero cambio moral de nuestro tiempo, la metanoia a propósito de la naturaleza de la riqueza. Así negamos la existencia de la riqueza, con la convicción de ser pobres y para siempre. No tenemos nada que dar, lo que nos permite mantener la miseria de aquellos que viven realmente en la desolación.

Pero los radicales de los países ricos se apropian de las víctimas, lo que conduce a plantearnos una crítica de la razón de víctima. Inundados por la epidemia del resentimiento, se alimenta la adicción a la violencia. La política de la fuerza moral es substituida por el uso sistemático de la fuerza militar. Se impone la concepción  obsoleta de la virilidad al considerar que renunciar al derecho a disparar y las iniciativas de paz, son signos de debilidad y de cobardía. Por otro lado, Estados Unidos reclama para sí el doble estatus: el de superpotencia y el de supervíctima.

¿Un western político?
La democracia es modesta, escribió Albert Camus. Hoy Occidente es testigo de una problemática que Estados Unidos comparte con el mundo árabe: ninguno de los dos ha tenido la experiencia de la sumisión del orgullo salvaje del ciudadano ante la soberanía del Estado. Ninguno ha depuesto sus armas ante la entrada del templo de la democracia, de allí que estemos condenados a un western político que está dando lugar a una guerra mundial interminable.

Arrogancias y armas deben deponerse para entrar en el reino de la civilización, pero ello significaría un trastoque del modelo de la virilidad identificado con el porte y uso de las armas. La democracia exige la aceptación de esa castración y una verdadera lección de modestia. El papel que se le ha dado al intelectual europeo de hoy le exige explicar lo que hacen los norteamericanos: ¿Por qué es necesario que exista un Leviatán histérico? Son el Leviatán debido a su enorme poder y son histéricos porque tienen conciencia de su debilidad ilimitada. Es necesario entonces reclamar el privilegio de la neutralidad: una ética del no-combatiente que permita que se pueda observar el campo de batalla.

En cuanto a la visión de los vencidos y a la lógica de la humillación, ésta desarrolla una concepción paranoide de la historia que los europeos también desarrollaron debido a las guerras napoleónicas, cuando nació el nacionalismo antidemocrático. De allí que los países vencidos separen la causa de la nación de la causa de la libertad. Así se explican todas las contradicciones y todas las monstruosidades del fascismo. Pero la humillación puede significar también pereza: es más cómodo ser humillado, porque impide plantearse la cuestión de cómo pasar de la impotencia al poder.

El resentimiento es el camino que escoge la impotencia para ser usada como una actitud de fuerza. El no-poder como poder, el no-querer como querer, en el fondo son actitudes reaccionarias. El acto por excelencia del resentimiento es el atentado suicida.

El culto de la víctima a la europea se practica como un "victimismo" del otro. Los norteamericanos han descubierto las delicias del "victimismo" de sí, ya que, según piensan, las mayores víctimas de la humanidad son ellos mismos. El "victimismo" narcisista de unos y el amor propio penitenciario de los otros, suman lo mismo. Es difícil prever cómo vamos a salir de esta célula de una subjetividad moralizadora irreal. Ninguno parece querer encontrar una ética de la responsabilidad y de la madurez moral.

El sitio ideal del intelectual debería ser la frontera entre la contemplación y el compromiso. Estar seguro de que al actuar, no sea la marioneta quien lo haga. Parafraseando a Paul Valery a propósito de Mr. Teste: "Él mató la marioneta que llevaba dentro".

Según admiten ambos filósofos, el proceso al siglo XX queda inconcluso, ya que la izquierda, al contrario de la derecha, se ha beneficiado de una auto-amnistía. La izquierda constituye una parte de la sociedad que se perdona a sí misma los errores cometidos. Aprovechando el lazo profundo entre don y perdón que apareció a finales del siglo pasado, la izquierda supo aprovechar astutamente ese descubrimiento para reclamar el don de la inocencia a su favor.

Según ella, todo se le debe perdonar a los que han tenido la buena voluntad de cambiar el mundo. La izquierda nunca se presentó al juicio donde debían ser juzgados los crímenes cometidos en nombre de sus propios valores. Es como si los "crímenes de la izquierda" fuesen actos sin autor.

Considerar el fenómeno humano no como un problema a resolver, sino más bien como un enigma acerca del cual no debemos cesar de interrogarnos, podría ser la conclusión de este intento de deslastre de utopías y de dogmas.

* Alain Finkielkraut y Peter Sloterdijk, Les battements du monde, París, Pauvert/Arthème Fayard, 2003.

 

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