¡Cuídate, Carlos Herrera! -
por Manuel Malaver
domingo,
28 noviembre 2004
Unos
asesinos sofisticados y de última generación que pueden hacerle
seguimiento durante 3 meses a su víctima, colocarle en su carro
una bomba de las llamadas lapas y en las propias narices de 3
cuerpos policiales, y sin embargo, resultan a la postre tan
ingenuos e improvisados que hacen croquis del crimen y lo dejan
abandonado para que los descubran y detengan en que lo que
espabila un cura loco.
También violan una regla elemental de este tipo de operaciones
como es aquella de que quienes vigilan al futuro defenestrado no
pueden participar en el hecho de sangre y aparecen muy mondos y
lirondos en un video que le hacen al vigilado en un centro
comercial.
Pero lo increíble, lo que verdaderamente es la gota que derrama el
vaso, es que los presuntos asesinos no se esconden, ni se camuflan
en prevención de que alguien los haya detectado y andan por la
calle del medio y, para que no quede dudas a sus perseguidores,
armados hasta los dientes.
De
igual manera, guardan las armas con las que siniestramente se
preparan a ensangrentar la república, matar al presidente y
derrocar al gobierno en sus casas de habitación, desperdigadas por
la cocina, la mesa del comedor, el baño, o la sala de estar, para
que, digamos, el plomero, o el electricista, o el técnico de la
computadora, la nevera o la lavadora, se tropiece un día con
tamaño arsenal, llame a la policía y avise que se ha encontrado
con una venta de armas de guerra clandestina.
En
fin, todo un tinglado de luces y sombras, de detalles y descuidos,
de despistes y espejismos que se hiperdimensionan cuando los
cuerpos policiales en vez de aprovechar tremendo lomito de
criminales que han dejado huellas para que los incriminen hasta
Fiscales desprevenidos como los que preside, Isaías Rodríguez,
proceden a matar a los presuntos autores materiales del crimen y
así obstruir la ruta hacía el objetivo fundamental de toda
investigación que involucre a terroristas políticos: los autores
intelectuales.
Mientras tanto, queda el reguero de sangre y otra vez la muerte de
dos venezolanos en circunstancias nada claras, puesto que, si como
dice el ministro del Interior y Justicia trastocado en Fiscal
General y ministro de Información y Comunicación, Jesse Chacón,
hay sospechas fundadas de la participación de López Castillo y
Juan Carlos Sánchez en el asesinato de Danilo Anderson ¿entonces
por qué no detenerlos en sus oficinas o casas de habitación,
lugares donde, aparte de las armas que se exhibían como trofeos,
es posible que hubiera hasta videos colocando el C-4 y haciéndolo
explotar?
El
primero, por el contrario, muere en una balacera en la Plaza
Venezuela, y en circunstancias de que hay testigos que dicen no lo
vieron disparar, pero sin que exista una versión no oficial que
testimonie que sí se le dio la voz de alerta y el hombre, en lugar
de obedecerla, salió de su carro disparando.
Para ello la ciencia criminalística moderna tiene el recurso de la
grabación en video que puede hacerse de forma relativamente
sencilla, y desde cualquier ángulo y con cámaras manuales que
vienen incorporadas a las patrullas como para que los agentes
implicados en las refriegas no se distraigan.
El
segundo, Juan Carlos Sánchez, fue a morir en la capital del Estado
Lara, a 5 horas de Caracas y en un motel muy conocido de la
carretera Barquisimeto-Carora, donde, había ingresado con su
cédula, nombre y apellido, como para no dejar dudas de que no se
le estaba escondiendo a nadie.
Pero otra vez no hay fiscales del Ministerio Público en el
allanamiento de su habitación en el motel, ni material de
grabación, ni testigos que avalen la afirmación de los cuerpos
policiales.
Como no los hubo en el allanamiento postmorten de la casa de
habitación de Antonio López Castillo, el hogar de sus padres, la
exsenadora y exministra, Haidee Castillo y del expresidente del
Centro Simón Bolívar, Antonio López Acosta, y a quienes, en un
acto se crueldad sin precedentes en la vida nacional, no se le
informa que su hijo había sido muerto en un enfrentamiento horas
antes, se les allana su casa sin orden judicial, y se les encierra
con el servicio doméstico en una habitación durante dos horas,
para después, cuando les dicen que se asomen, presentarles la
colección de armas de guerra que supuestamente escondía su hijo.
Escena espeluznante, difícilmente rastreable en los momentos más
negros y turbulentos del terrorismo que tuvo por asiento las
guerras balcánicas, el Afganistán de los talibanes y Osama Bin
Ladem y la guerra civil colombiana, pero que es superado por el
caso de los hermanos Guevara, venezolanos que tienen una empresa
de ventas de armas y de práctica de tiro al blanco y están
constituidos en una suerte de comodín cada vez que las policías
del régimen enfrentan un cangrejo y quieren resolverlo buscando
chivos expiatorios.
Fíjense si no en el caso del fugitivo peruano, Vladimiro
Montesinos, el cual, cuando ya no había forma de justificar como
había pasado 6 meses en Caracas sin la protección de la DIM, la
PTJ y la DISIP fue lanzado en manos de los hermanos Guevara, o de
uno de ellos, Otoniel, quien tenía tanto poder a través de su
empresa, Mágnum, que lo protegió, lo escondió, lo guardó y después
fue a denunciarlo en Miami para cobrar una recompensa.
Y
por la comisión de lo cual, por tamaña complicidad e ilegalidad,
jamás fue a tribunales, y si fue, no se le condenó, ni se le tocó
con el pétalo de una rosa, y siguió operando con su empresa Mágnum
y su club tiro al blanco como si tal cosa.
Ahora fueron señalados al otro día de la muerte de Danilo Anderson
por las autoridades policiales, y allanadas sus casas y empresas,
y perseguidos sin orden judicial por autoridades judiciales que,
según el testimonio de sus familiares, esposas, padres e hijos,
los habían detenidos y desaparecido.
O
sea, que otra vez los peores miedos, sospechas y terrores como
había sucedido con el caso reciente del coronel Silvino Bustillos,
del cual, por ciento, aún no se sabe cuál es su paradero.
Ah, pero ¡oh, milagro!, los hermanos o primos Guevara aparecieron
y ¿saben cómo? maniatados, descalzos y caminando por un descampado
cerca de Valencia. Dicen las autoridades policiales que
“inexplicablemente”, porque ellos tampoco conocían su paradero.
O
sea, que a los feroces cuerpos policiales que dieron cuenta en
cuestión de segundos de las vidas de Antonio López Castillo y Juan
Carlos Sánchez, alguien le quitó de las manos, y en sus propias
narices, a los hermanos o primos Guevara.
Porque no me vengan ahora con que ellos mismos se implicaron, se
persiguieron, se desaparecieron, se amarraron, se flagelaron para
aparecer descalzos en un descampado cerca de Valencia.
En
otras palabras, y para poner fin a esta angustia que llaman
crónica periodística o artículo de opinión, que los venezolanos
estamos cogidos entre dos pestes o lazos que no pueden ser
peores:
O
el gobierno, en otra de sus incompetencias monumentales, no sabe
quién mató a Danilo Anderson y para presentarle resultados al
jefe, a Chávez, ha empezado a fabricar culpables, a dar palos de
ciegos y a incurrir en el delito que pareció en un momento
enfrentar y querer cortar de raíz: el terrorismo.
O,
sí sabe quien mató a Danilo Anderson y simplemente está llevando a
cabo una serie de maniobras distractivas tendentes a proteger a
los terroristas y llevar a cabo una razzia para empezar a
acorralar a la oposición.
Hipótesis esta última que parece negada por el hecho de que los
presuntos culpables que aparecieron hasta ahora tienen poco o nada
que ver con la oposición y no surgen probabilidades de que puedan
asociarse con la oposición democrática o cualquier otra.
Aun más, podría decirse que después del atentado contra Danilo
Anderson las relaciones entre gobierno y oposición mejoraron, y
que aún ante las incongruencias y violaciones flagrantes de los
derechos humanos que han significado los últimos acontecimientos,
la oposición ha reaccionado con una parca y moderada dubitabilidad.
Yo, por mi parte, estoy perplejo, sin saber si me encuentro en
otra puesta escena como la que condujo a la captura de Montesinos
en las calles de Caracas, después que el gobierno lo negó al
derecho y al revés, en todas las instancias y a través de sus más
disímiles portavoces.
O
en el Leningrado de 1934, cuando Serge Kirov, el segundo hombre en
la nomenclatura revolucionaria, fue asesinado por órdenes de
Stalín para apartarlo de la competencia en el ascenso al poder
total del dictador, atribuírselo a la oposición troskista que
empezó a ser arrasada y así matar dos pájaros de un solo tiro
O
en la Dallas de 1963, cuando una combinación de agentes de la CIA
y capos de la mafia asesinó al presidente John F. Kennedy para
cobrarle cuentas que tenían que ver con su blandenguería ante la
invasión de Bahía de Cochinos y la guerra de Vietnam, para después
liquidar uno a uno a los supuestos autores materiales y dejar en
la sombra, y sin revelar, a los autores intelectuales.
Tesis frente a las cuales cuesta decidirse, sin saber si asumir
una o la otra.
Por ahora, y en mi caso, reviso una y otra vez las declaraciones
del concejal Carlos Herrera, ciudadano que alega fue el único
venezolano en mantener relaciones permanentes, continuas y de
intimidad con el fiscal Danilo Anderson y cuyo testimonio hace
días debió ser tomado en cuenta por las autoridades policiales
encargadas de la investigación.
Testimonio del cual surge un Danilo Anderson en vía contraria a
la leyenda oficial, puesto que no era chavista, no aceptaba
presiones del alto gobierno, le gustaba la buena vida, tenía entre
sus manos denuncias por corrupción contra altos personeros del
gobierno y de los cuales, le dijo a Herrera, no descansaría hasta
verles el hueso.
Anda por ahí Herrera y hace días que debería tener escoltas y
protección oficial.
¿La tendrá en el futuro inmediato? Quien sabe, hay indicios en un
sentido y en otro y ello me obliga a terminar este artículo con
un: ¡Cuídate, Carlos Herrera!
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