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Crimen y castigo - por Antonio Sánchez García
 sábado, 20 noviembre 2004


                

 

“Los actos criminales surgirán a la vista de los

hombres aunque los sepulte toda la tierra”.

Hamlet

 

 

            Jamás olvidaré la sorda pesadumbre que nos envolvió aquella aciaga madrugada del 4 de febrero de 1992. Llevábamos casi veinte años tratando de evadir el recuerdo de una pesadumbre semejante, experimentada por primera vez la odiosa mañana del 11 de septiembre de 1973, cuando fuéramos despertados por el estruendo de las naves de guerra que surcaban el brumoso cielo de Santiago rozando casi los techos de los edificios para dejar caer su mortífera descarga de dinamita, fuego y cenizas sobre el símbolo de una democracia centenaria, como la chilena, metaforizada en el palacio de La Moneda, convertida en humeante ruina: un horrendo monumento al odio fratricida. El cadáver de un hombre bueno inmolado como víctima propiciatoria so bre el mancillado altar de la memoria nacional.

 

           Conocí en esos días y los subsiguientes el trauma ancestral que lastra la historia de la humanidad: el de Abel siendo asesinado por su hermano Caín, aunque llevado a la escala macroscópica hecha célebre en la conocida frase latina del bellum omnia contra omnem: la guerra de todos contra todos. Aunque no era todo el país: era una parte la que se alzaba manu minitari contra la otra: el mensajero de la muerte al servicio de la maldad contra un pueblo inerme. Un brutal desencajamiento de las viejas certidumbres, el ingenuo sentido de pertenencia a la especie pisoteado por una verdad muchísimo más apremiante: la violencia ancestral, la ley de la selva como fundamento del Poder. Y el consiguiente derrumbe de una creencia alimentada desde la más tierna infancia por los símbolos patrios, los h imnos, el anecdotario doméstico: éramos valientes pero justos, orgullosos pero pacíficos, vehementes pero buenos.

 

            De un manotazo despertamos a una verdad hasta entonces oculta: en el trasfondo de la nacionalidad latía un odio visceral, horrible, sórdido, sanguinario. Se descorrió el telón de la auto conciencia nacional, para dejar ver que en el fondo de la patria también palpitaba el oscuro corazón de las tinieblas. Se me grabó para siempre una frase de la novela de Joseph Conrad, que sirviera de inspiración al conmovedor filme Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola: “Tuve la sensación de no haber respirado nunca una atmósfera tan despreciable”.

 

            Fue la misma desazón, el doloroso sentimiento de levedad, la asfixiante angustia y - ¿por qué no confesarlo? – el miedo. Cuando escuché las detonaciones que llegaban como en sueños desde La Carlota y observé asombrado a aquel tanque de guerra disparando su artillería e intentando subir como un torpe animal prehistórico las escalinatas del palacio de Miraflores para derrumbar sus portones; al escuchar el tableteo de las metralletas y encontrar en la pantalla del televisor  a un presidente demudado y sorprendido comprendí de golpe que algo extremadamente delicado se rasgaba en Venezuela, quebrándole una fibra única y esencial: su virginal continuidad instituc ional, el respeto por su más íntima naturaleza, su sustancia comunitaria.

 

            Se había abierto la caja de Pandora.        

 

 

            Fue entonces que decidí escribir, por primera vez en mi vida, artículos de opinión. Volviendo a casa algunos días después, al escuchar en la radio de mi vehículo a Domingo Alberto Rangel cantando loas por la acción de los comandantes Arias Cárdenas, Chávez Frías, Urdaneta Hernández y Acosta Chirinos vine a caer en la cuenta de que lejos de repudiar con toda la fuerza de su inteligencia una felonía que abría las puertas a la disolución, el caos y muy posiblemente a los más cruentos enfrentamientos fratricidas, una inmensa mayoría de la conciencia intelectual y mediática del país caía seducida y fascinada ante una acción de espantosa brutalidad colectiva. Desperté a la conciencia de que una parte medular de mi amado país se había vuelto golpista y aplaudía un crimen de lesa humanidad que bien podía terminar en una sangrienta mutilación colectiva.

 

            Podían encontrarse, es cierto, aquí y allá, ciertas muestras de conmovida sensatez. Por ejemplo en El Diario de Caracas, en donde Luis Ugalde intentaba prevenir a los despistados lectores acerca de la gravedad de los acontecimientos. No era el único: recuerdo los artículos de Juan Nuño, los de Manuel Caballero* e incluso la sensata palabra de advertencia de Eduardo Fernández. Una selecta y muy escasa minoría. Pues del lado del jolgorio golpista brotó en cascada un verdadero desborde de simpatía hacia Chávez y sus compañeros facciosos. Incluso de parte de influyentes sectores conservadores y católicos, para los cuales asaltar una democracia – fundada con su propio concurso – encontraba aplauso y legitimación.

 

            Pueda que hoy, cuando la consecuencia de tal carnavalesca complacencia muestra su inmundicia en actos de repudiable terrorismo como el sufrido por el joven Danilo Anderson, no sea diplomático ni juicioso recordarlo. Pero callarlo, ante la gravedad de lo que parece venírsenos encima, sería prueba de cobardía: ¡cuánto aplaudió cierta prensa de indudable tradición democrática y progresista la felonía golpista de los comandantes del 4 de febrero! ¡Cuánta agua no le echó esa intelligentzia mediática al molino de la putrefacción nacional! Por cierto, una tarea de zapa que no podía encontrar terreno mejor abonado que el de los últimos gobiernos de la democracia. Incluido, naturalmente, el que sirviera de pretexto al levantamiento sedicioso.

 

            Convertida la política en desfachatez farandulera, proliferaron los programas de radio y televisión que servían el cadáver exquisito de los políticos de la decadencia a la voracidad de la indignación ciudadana, pervirtiendo el lenguaje hasta el nivel cloacal al que vinieran a dar los medios. Legitimando incluso a distancia  la muy tardía, sesgada e interesada promulgación de una maldita ley mordaza. Todo fuera por la desaforada conquista del rating. Incluso las telenovelas descubrieron el filón: el tema ya estaba en las calles.

 

            Tan fácil, tan aplaudida, tan perversa fue la complacencia de la opinión pública para con los ataques que se escenificaron desde esa terrible madrugada contra las instituciones democráticas y especialmente contra la presidencia de la república, que los jueves pasaron a convertirse en día ritual de un mini levantamiento faccioso: dos o tres docenas de jóvenes universitarios se encapuchaban para disfrutar la impunidad del anonimato y atacar así, desde la Universidad Central de Venezuela – “la casa que vence las sombras” -, las patrullas de policías motorizados, sembrar la violencia, incendiar transportes y extender los disturbios hasta Plaza Venezuela, haciendo colapsar el tránsito y paralizando la ciudad entera. Uno de esos jóvenes – así lo ha confesado en una entre vista que este viernes reproducía un diario de circulación nacional – era un estudiante de derecho avecindado en El Valle que llegaría a ser tristemente famoso a la vuelta del tiempo al sufrir una muerte vil, cruel e injusta. Su nombre: Danilo Anderson. El resto es silencio.

 

           

            Pertenezco a una tradición política que aborrece del terrorismo. Aunque estudié con pasión y creí firmemente en los principio del marxismo-leninismo. Y no es malo recordar que ni Marx ni Lenin, ni muchísimo menos Trosky, Bujarin o Stalin, ni Mao, Ho Chi Minh, Castro o Kim Il Sung ni ninguno de los grandes líderes revolucionarios provenientes de la escuela marxista hicieron asco a la hora de practicarlo: todos, sin excepción, consideraron que el terror era un arma política del que, si es útil y necesaria, se puede y se debe echar mano. Como por cierto, del lado de sus contrafiguras: desde Hitler y Franco hasta Musolinni, desde Pérez Jiménez y Trujillo hasta Pinochet. La legitimación moderna proviene, como todo el mundo lo sabe, de Maquiavelo y su frase de profunda s ustancia política : el fin justifica los medios.

 

            En La revolución proletaria y el renegado Kautzky, en el que abogó por la dictadura y el terror, Lenin escribió: “Colgad a no menos de un centenar de kulaks, ricachones y chupadores de sangre conocidos y aseguraos de que los colguéis a la vista de todo el mundo”. Más adelante, refiriéndose no sólo a los kulaks – campesinos ricos – sino a la clase media entera, fue más lejos: “Hacedlo de manera que en centenares de kilómetros a la redonda la gente los pueda ver y tiemble”. Su policía política, la Checa, asesinó así en un lapso de dos años a no menos de 300.000 opositores. Más adelante fueron millones. El mito trotskista de que el terror soviético comienza con Stalin no resiste el menor análisis: tiene su fundamentación en el propio Marx y se extiende hasta nuestros días. Cuba es una prueba palpable.

 

            Por ello, el primer artículo que escribí bajo el impacto de aquel martes 4 de febrero  lo titulé La Caja de Pandora. Advertía en él y con hondo dolor que el sello cuidadosamente lacrado de los terribles arcanos nacionales había sido violado por la cruenta y siniestra irresponsabilidad de los comandantes golpistas y que Venezuela no volvería a ser la que fuera hasta la noche previa a la felonía. Pues contrariamente a lo que lucía en las apariencias, el golpe de Estado había sido exitoso hasta en sus más mínimos detalles: el país se había fracturado para siempre en dos mitades, la irresponsabilidad de sus líderes se convertiría en modelo ejemplar de la irresponsabilidad de las mayorías y por las buenas o las malas caeríamos en las fauces del más ambicioso de esos cuatro comandantes.

 

            Me aterra pensar que todo lo que entonces presagiara en un artículo que jamás publiqué –nadie se hubiera interesado entonces por mis artículos - se cumplió como obedeciendo a un plan perfectamente diseñado. Un país desenfadado, alegre e inconsciente se dejó seducir por los cantos de sirena del caudillismo más ramplón. Luego de que accediera al Poder que le abrieran viejos camaradas de ruta, con la aclamación mayoritaria de la nación, decenas y decenas de venezolanos cayeron víctimas de la violencia fratricida, familias enteras han perdido su madre, su padre, sus hermanos o sus hijos y la perfidia del terror comienza a explotar en el rostro de quienes, consciente o inconscientemente, lo invocaran.

 

            Nada ni nadie puede justificar el horrendo extremo al que ese proceso nos ha traído. Estamos en medio de un naufragio. Ojalá el horrendo crimen de un joven como el fiscal Anderson, que creía luchar por una causa justa, nos sirva de advertencia: que jamás nunca vuelva a suceder. Y que este crimen encuentre sus culpables.


 


* Recomiendo encarecidamente la lectura de su obra recién publicada, “Rómulo Betancourt. Político de nación”, Alfadil, Caracas, 2004. La obra más completa, exhaustiva y profunda sobre el gran estadista venezolano, uno de los constructores de la Venezuela contemporánea.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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