“Los actos criminales
surgirán a la vista de los
hombres aunque los
sepulte toda la tierra”.
Hamlet
Jamás
olvidaré la sorda pesadumbre que nos envolvió aquella aciaga
madrugada del 4 de febrero de 1992. Llevábamos casi veinte años
tratando de evadir el recuerdo de una pesadumbre semejante,
experimentada por primera vez la odiosa mañana del 11 de
septiembre de 1973, cuando fuéramos despertados por el estruendo
de las naves de guerra que surcaban el brumoso cielo de Santiago
rozando casi los techos de los edificios para dejar caer su
mortífera descarga de dinamita, fuego y cenizas sobre el símbolo
de una democracia centenaria, como la chilena, metaforizada en
el palacio de La Moneda, convertida en humeante ruina: un
horrendo monumento al odio fratricida. El cadáver de un hombre
bueno inmolado como víctima propiciatoria so bre el mancillado
altar de la memoria nacional.
Conocí
en esos días y los subsiguientes el trauma ancestral que lastra
la historia de la humanidad: el de Abel siendo asesinado por su
hermano Caín, aunque llevado a la escala macroscópica hecha
célebre en la conocida frase latina del bellum omnia contra
omnem: la guerra de todos contra todos. Aunque no era todo el
país: era una parte la que se alzaba manu minitari contra la
otra: el mensajero de la muerte al servicio de la maldad contra
un pueblo inerme. Un brutal desencajamiento de las viejas
certidumbres, el ingenuo sentido de pertenencia a la especie
pisoteado por una verdad muchísimo más apremiante: la violencia
ancestral, la ley de la selva como fundamento del Poder. Y el
consiguiente derrumbe de una creencia alimentada desde la más
tierna infancia por los símbolos patrios, los h imnos, el
anecdotario doméstico: éramos valientes pero justos, orgullosos
pero pacíficos, vehementes pero buenos.
De un
manotazo despertamos a una verdad hasta entonces oculta: en el
trasfondo de la nacionalidad latía un odio visceral, horrible,
sórdido, sanguinario. Se descorrió el telón de la auto
conciencia nacional, para dejar ver que en el fondo de la patria
también palpitaba el oscuro corazón de las tinieblas. Se me
grabó para siempre una frase de la novela de Joseph Conrad, que
sirviera de inspiración al conmovedor filme Apocalipsis Now de
Francis Ford Coppola: “Tuve la sensación de no haber respirado
nunca una atmósfera tan despreciable”.
Fue la misma desazón, el doloroso sentimiento de
levedad, la asfixiante angustia y - ¿por qué no confesarlo? – el
miedo. Cuando escuché las detonaciones que llegaban como en
sueños desde La Carlota y observé asombrado a aquel tanque de
guerra disparando su artillería e intentando subir como un torpe
animal prehistórico las escalinatas del palacio de Miraflores
para derrumbar sus portones; al escuchar el tableteo de las
metralletas y encontrar en la pantalla del televisor a un
presidente demudado y sorprendido comprendí de golpe que algo
extremadamente delicado se rasgaba en Venezuela, quebrándole una
fibra única y esencial: su virginal continuidad instituc ional,
el respeto por su más íntima naturaleza, su sustancia
comunitaria.
Se
había abierto la caja de Pandora.
Fue
entonces que decidí escribir, por primera vez en mi vida,
artículos de opinión. Volviendo a casa algunos días después, al
escuchar en la radio de mi vehículo a Domingo Alberto Rangel
cantando loas por la acción de los comandantes Arias Cárdenas,
Chávez Frías, Urdaneta Hernández y Acosta Chirinos vine a caer
en la cuenta de que lejos de repudiar con toda la fuerza de su
inteligencia una felonía que abría las puertas a la disolución,
el caos y muy posiblemente a los más cruentos enfrentamientos
fratricidas, una inmensa mayoría de la conciencia intelectual y
mediática del país caía seducida y fascinada ante una acción de
espantosa brutalidad colectiva. Desperté a la conciencia de que
una parte medular de mi amado país se había vuelto golpista y
aplaudía un crimen de lesa humanidad que bien podía terminar en
una sangrienta mutilación colectiva.
Podían
encontrarse, es cierto, aquí y allá, ciertas muestras de
conmovida sensatez. Por ejemplo en El Diario de Caracas, en
donde Luis Ugalde intentaba prevenir a los despistados lectores
acerca de la gravedad de los acontecimientos. No era el único:
recuerdo los artículos de Juan Nuño, los de Manuel Caballero* e
incluso la sensata palabra de advertencia de Eduardo Fernández.
Una selecta y muy escasa minoría. Pues del lado del jolgorio
golpista brotó en cascada un verdadero desborde de simpatía
hacia Chávez y sus compañeros facciosos. Incluso de parte de
influyentes sectores conservadores y católicos, para los cuales
asaltar una democracia – fundada con su propio concurso –
encontraba aplauso y legitimación.
Pueda
que hoy, cuando la consecuencia de tal carnavalesca complacencia
muestra su inmundicia en actos de repudiable terrorismo como el
sufrido por el joven Danilo Anderson, no sea diplomático ni
juicioso recordarlo. Pero callarlo, ante la gravedad de lo que
parece venírsenos encima, sería prueba de cobardía: ¡cuánto
aplaudió cierta prensa de indudable tradición democrática y
progresista la felonía golpista de los comandantes del 4 de
febrero! ¡Cuánta agua no le echó esa intelligentzia mediática al
molino de la putrefacción nacional! Por cierto, una tarea de
zapa que no podía encontrar terreno mejor abonado que el de los
últimos gobiernos de la democracia. Incluido, naturalmente, el
que sirviera de pretexto al levantamiento sedicioso.
Convertida la política en desfachatez farandulera, proliferaron
los programas de radio y televisión que servían el cadáver
exquisito de los políticos de la decadencia a la voracidad de la
indignación ciudadana, pervirtiendo el lenguaje hasta el nivel
cloacal al que vinieran a dar los medios. Legitimando incluso a
distancia la muy tardía, sesgada e interesada promulgación de
una maldita ley mordaza. Todo fuera por la desaforada conquista
del rating. Incluso las telenovelas descubrieron el filón: el
tema ya estaba en las calles.
Tan
fácil, tan aplaudida, tan perversa fue la complacencia de la
opinión pública para con los ataques que se escenificaron desde
esa terrible madrugada contra las instituciones democráticas y
especialmente contra la presidencia de la república, que los
jueves pasaron a convertirse en día ritual de un mini
levantamiento faccioso: dos o tres docenas de jóvenes
universitarios se encapuchaban para disfrutar la impunidad del
anonimato y atacar así, desde la Universidad Central de
Venezuela – “la casa que vence las sombras” -, las patrullas de
policías motorizados, sembrar la violencia, incendiar
transportes y extender los disturbios hasta Plaza Venezuela,
haciendo colapsar el tránsito y paralizando la ciudad entera.
Uno de esos jóvenes – así lo ha confesado en una entre vista que
este viernes reproducía un diario de circulación nacional – era
un estudiante de derecho avecindado en El Valle que llegaría a
ser tristemente famoso a la vuelta del tiempo al sufrir una
muerte vil, cruel e injusta. Su nombre: Danilo Anderson. El
resto es silencio.
Pertenezco a una tradición política que aborrece del terrorismo.
Aunque estudié con pasión y creí firmemente en los principio del
marxismo-leninismo. Y no es malo recordar que ni Marx ni Lenin,
ni muchísimo menos Trosky, Bujarin o Stalin, ni Mao, Ho Chi
Minh, Castro o Kim Il Sung ni ninguno de los grandes líderes
revolucionarios provenientes de la escuela marxista hicieron
asco a la hora de practicarlo: todos, sin excepción,
consideraron que el terror era un arma política del que, si es
útil y necesaria, se puede y se debe echar mano. Como por
cierto, del lado de sus contrafiguras: desde Hitler y Franco
hasta Musolinni, desde Pérez Jiménez y Trujillo hasta Pinochet.
La legitimación moderna proviene, como todo el mundo lo sabe, de
Maquiavelo y su frase de profunda s ustancia política : el fin
justifica los medios.
En
La revolución proletaria y el renegado Kautzky, en el
que abogó por la dictadura y el terror, Lenin escribió: “Colgad
a no menos de un centenar de kulaks, ricachones y chupadores de
sangre conocidos y aseguraos de que los colguéis a la vista de
todo el mundo”. Más adelante, refiriéndose no sólo a los kulaks
– campesinos ricos – sino a la clase media entera, fue más
lejos: “Hacedlo de manera que en centenares de kilómetros a la
redonda la gente los pueda ver y tiemble”. Su policía política,
la Checa, asesinó así en un lapso de dos años a no menos de
300.000 opositores. Más adelante fueron millones. El mito
trotskista de que el terror soviético comienza con Stalin no
resiste el menor análisis: tiene su fundamentación en el propio
Marx y se extiende hasta nuestros días. Cuba es una prueba
palpable.
Por
ello, el primer artículo que escribí bajo el impacto de aquel
martes 4 de febrero lo titulé La Caja de Pandora. Advertía en
él y con hondo dolor que el sello cuidadosamente lacrado de los
terribles arcanos nacionales había sido violado por la cruenta y
siniestra irresponsabilidad de los comandantes golpistas y que
Venezuela no volvería a ser la que fuera hasta la noche previa a
la felonía. Pues contrariamente a lo que lucía en las
apariencias, el golpe de Estado había sido exitoso hasta en sus
más mínimos detalles: el país se había fracturado para siempre
en dos mitades, la irresponsabilidad de sus líderes se
convertiría en modelo ejemplar de la irresponsabilidad de las
mayorías y por las buenas o las malas caeríamos en las fauces
del más ambicioso de esos cuatro comandantes.
Me
aterra pensar que todo lo que entonces presagiara en un artículo
que jamás publiqué –nadie se hubiera interesado entonces por mis
artículos - se cumplió como obedeciendo a un plan perfectamente
diseñado. Un país desenfadado, alegre e inconsciente se dejó
seducir por los cantos de sirena del caudillismo más ramplón.
Luego de que accediera al Poder que le abrieran viejos camaradas
de ruta, con la aclamación mayoritaria de la nación, decenas y
decenas de venezolanos cayeron víctimas de la violencia
fratricida, familias enteras han perdido su madre, su padre, sus
hermanos o sus hijos y la perfidia del terror comienza a
explotar en el rostro de quienes, consciente o
inconscientemente, lo invocaran.
Nada ni
nadie puede justificar el horrendo extremo al que ese proceso
nos ha traído. Estamos en medio de un naufragio. Ojalá el
horrendo crimen de un joven como el fiscal Anderson, que creía
luchar por una causa justa, nos sirva de advertencia: que jamás
nunca vuelva a suceder. Y que este crimen encuentre sus
culpables.