Echado
en el sofá de su casa en San Luis, Missouri, Frank Weltner
transmite su programa de radio por Internet. Cuántos oyentes
tiene, resulta difícil saberlo, pero cuando lanza sus llamados
de amor a la raza blanca, a preservar los genes europeos en
suelo estadounidense y a proteger a la nación de la inmigración
que esta oscureciendo su rostro, Weltner no está solo. Según
reporta esta semana Kirk Johnson en el New York Times,
los grupos racistas en Estados Unidos trabajan de forma activa y
se valen de las nuevas tecnologías y nuevas estrategias para
avivar los viejos prejuicios que sobre todo albergan jóvenes
rurales empobrecidos y sin trabajo.
Del
otro lado del Atlántico los 60 años de la liberación de
Auschwitz no han servido para mitigar el antisemitismo. En Rusia
el número de ataques contra judíos e inmigrantes aumenta un
tercio cada año y Francia es el país europeo con el mayor número
de incidentes violentos. Incluso países tan liberales como
Holanda han experimentado un aumento de la retórica racista y
los gestos humillantes de algunos fanáticos del fútbol español
cada vez que un jugador negro toma la pelota, son una señal de
que el miedo y el rechazo “al otro” cualquiera que sea su
procedencia es un fantasma indómito.
También en América Latina afloran estas espinas. En Bolivia los
líderes indígenas vociferan su desprecio hacia los blancos, un
retruque del mismo sentimiento que los descendientes de europeos
han manifestado contra la mayoría india. Y hace pocos días el
presidente del Instituto de Tierras de Venezuela, Eliézer Otaiza,
llamo a la población a odiar a los Estados Unidos como
preparación hacia la guerra asimétrica. En Africa despuntó de
nuevo Zimbabwe, donde el presidente que durante 25 años ha
llamado diablo al hombre blanco barrió en unas dudosas
elecciones parlamentarias. Odiar es una inversión de tiempo que
rinde dividendos políticos y económicos.
Las
víctimas del odio varían según las sociedades y las razones
detonantes no son fáciles de precisar. Prejuicios añejos,
sensación de desplazamiento o expropiación, sueños de grandeza
entre amigos pandilleros, manipulación de líderes religiosos,
sistemas sociales que colapsan, pura y simple rabia, no hay una
explicación única. Lo que aterra, y debe llamar la atención, es
que algunas sociedades se han vuelto más permisivas ante estas
manifestaciones y legitiman el discurso racista como parte del
debate público. Como señala la revista The Economist al
analizar los reporte de violencia anti-semita que presentaron a
comienzos de año el ministro israelí Natan Sharansky y el
Departamento de Estado de EE.UU., existe una aceptación social
del discurso anti-judío en Europa. Y así también contra
africanos, latinoamericanos, musulmanes o los Estados Unidos,
país donde también se observa este fenómeno de tolerancia ante
el discurso racista.
ebravo@unionradio.com.ve
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